El documental ‘7291’ analiza los “protocolos de la vergüenza”, ese pack de edadismo y aporofobia que negó atención médica a los mayores de las residencias de Madrid, pero también nos conmina a reivindicar la muerte digna.
Hablamos poco de la muerte. No ni ná. Como si por no hablar esquivásemos mejor las balas. Hablamos muy poco del antes y del cómo, porque preferimos dejarlo en lo privado, como si en muchos casos no dependiera de la sanidad pública y de lo público, como si llegados a ese punto de final inexorable importase menos la atención y los cuidados. En el después, somos también cautos, porque la muerte nos asusta, y edulcoramos comentarios y obituarios, y elevamos a hazañas naderías, y nos escondemos entre lugares comunes porque así nos protegemos, no vaya a ser que además la cosa se contagie.
Pero anoche se habló de la muerte en el prime time de la televisión pública, de cómo murieron 7.291 hombres y mujeres en las residencias de la Comunidad de Madrid sometidos a los llamados “protocolos de la vergüenza”, un pack criminal de edadismo y aporofobia.
El documental 7291, dirigido por Juanjo Castro, repasa las primeras semanas de pandemia en las residencias madrileñas a través de dos comisiones de investigación: la celebrada en la Asamblea de Madrid y la ciudadana, la Comisión por la Verdad en las Residencias. La primera se cerró sin terminar, gracias a la nueva mayoría que resultó de las primeras elecciones que ganó Isabel Díaz Ayuso. La segunda, constituida a instancias de los familiares de las víctimas, elaboró un informe que contamos en este artículo firmado por José Antonio Martín Pallín, consejero editorial de CTXT, magistrado emérito del Tribunal Supremo y presidente de esa comisión. Las conclusiones ya eran conocidas: se aplicaron protocolos que impidieron derivar a hospitales a los residentes enfermos, no se medicalizaron las residencias, y no se utilizaron otros recursos, como el hospital de IFEMA. Martín Pallín resumía así las consecuencias: “Según los datos oficiales de la Comunidad de Madrid, el 65% de los que fueron derivados a los hospitales sobrevivieron, de manera que, proyectando esta cifra sobre el número de personas que no fueron derivadas, podrían haberse salvado, aproximadamente, 4.000 personas. Me parece que esta afirmación es razonable”.
En las dos horas que dura la película es difícil quitarse el nudo de dentro. Pese a la contención en la forma, los testimonios que se van sucediendo dibujan la crueldad. Porque detrás de aquel “no se salvaban en ningún sitio” de Ayuso –ahora niega la muerte de 7.291 personas, “fue un invento que agita la izquierda”–, no solo está la mentira, también se encierra un desprecio por las vidas mayores –las que presuponían más pobres, los residentes con seguro privado sí fueron trasladados a hospitales–. Para el triaje, eran vidas ya vividas, gastadas, amortizadas. Pero asumir que las personas viejas valen menos en la balanza de la productividad o de la existencia misma es canalla y estúpido. De golpe, perdimos una cantidad extraordinaria de conocimiento, y de saberes, y de amor acumulado, y de raíces para miles y miles de personas. Perdimos memoria, la memoria. Nada más importante.
Escuchar a las hijas de las víctimas y a las trabajadoras –todas, o casi, son mujeres– te rompe. Sus relatos componen un puzle del mes de marzo en las residencias de Madrid que deja poco lugar a las dudas.
“A partir del día 10 empezó el calvario”. “Cuando llega el confinamiento tenemos información cero. No nos cogen las llamadas”. “Nos estuvieron diciendo que estaba todo muy bien, controlado, que había cuatro o cinco casos… hasta que la trabajadora se desmoronó y dijo que había muchas personas infectadas y cinco fallecidos”. “Yo estaba en una habitación sola. A mí no me venía a ver nadie”. “Empezaron los síntomas, mermó la plantilla, estuve un mes y medio de baja por covid”. “El día 22 nos llama el médico a decirnos que mi padre está agónico”. “El 25 de marzo la doctora me dijo que habían enviado un protocolo que prohibía hacer derivaciones a personas con algún tipo de patología”. “La doctora me dice que no están trasladando a nadie según protocolo, que solo están suministrando tratamiento paliativo”. “La primera derivación en mi centro fue el 9 de abril”. “A mi padre le empezaron a dar paliativos el 2 de abril, la prueba del covid llegó el 7. A mi padre lo mataron sin saber si tenía covid”. “No creo que le hubieran sedado. Mi padre se murió ahogándose. Mi madre, no lo sé. No me creo nada”. “Morían solos, no había personal para darles la mano”. “Se morían agarrados a la barandilla de la cama, intentando respirar”.
La emisión de 7291 en la televisión pública nos obliga a no olvidar. No ha habido justicia, ni tampoco reparación. Y no creo que las haya. Pero nos queda la verdad. A esa verdad ha contribuido Alberto Reyero, ex consejero de Políticas Sociales de la Comunidad de Madrid, cuyo libro –Morirán de forma indigna– sirvió de impulso para el rodaje del documental. “Esto se tiene que saber”, pensó Castro, su director, tras leerlo. Y también el periodista Manuel Rico, al que le debemos una lucha incansable por dar a conocer lo que pasó: “La mayor violación de derechos humanos en las últimas décadas en España”. Su libro –¡Vergüenza! El escándalo de las residencias– es un documento informativo imprescindible, en el que también se aborda el negocio de las residencias. En esta revista hemos hablado mucho de eso [No se pierdan este reportaje: Aparcamientos de ancianos S.A. Multinacionales y fondos buitre controlan el 75% de las plazas en centros de la tercera edad].
Sobre la muerte y el cómo también debemos memoria a las 228 personas fallecidas tras el paso de la dana por Valencia. La investigación concluye que la mayoría de las víctimas murieron antes de que llegara el mensaje de alerta a las 20.11 horas, y sus autopsias revelan que gran parte de esas muertes se produjeron por asfixia con los pulmones llenos de barro. Y ahí sigue el presidente valenciano, Carlos Mazón, intentando zafarse de la investigación penal, de mentira en mentira.
Qué miedo nos da hablar de cómo debemos morirnos. Fui consciente de eso en 2005, cuando el doctor Luis Montes, coordinador de urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, se convirtió en el blanco de una extraordinaria campaña de persecución por parte del Gobierno de Esperanza Aguirre tras una denuncia anónima de eutanasia irregular masiva. El bulo de las sedaciones terminales acabó en archivo judicial, y en la exigencia de eliminar cualquier referencia a mala práctica médica. Pero ya daba igual. El futuro del que también fue presidente de la Asociación Derecho a Morir Dignamente quedó marcado para siempre. [Este perfil publicado en El Salto –“Luis Montes, el hombre que nos enseñó a morir entre las mentiras del PP”– es un buen homenaje.]
Con Montes muy presente en mi memoria, viví emocionada la mañana del 18 de marzo de 2021, cuando se aprobó en el Congreso la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia. Hoy he vuelto a ver el vídeo de la votación en aquel hemiciclo pandémico y he tenido las mismas ganas de sumarme al aplauso final, enturbiado por las pantallas de los diputados de ultraderecha en las que podía leerse “La derogaremos”.
Ahora, cuando Noelia no puede morir, confieso cierta desesperación. Ella es una mujer de 24 años que quiere morir pero no puede hacerlo, pese a que la Comisión de Garantía y Evaluación autorizó su eutanasia por unanimidad, y pese a que la Fiscalía Provincial de Barcelona considera “que se cumplen los requisitos para poder aplicar la eutanasia” y que su decisión “es firme, libre y autónoma”. Un día antes de la fecha fijada, el padre de la mujer, representado por el colectivo ultracatólico Abogados Cristianos, logró detener el proceso en el juzgado. Noelia, parapléjica, tenía que haber muerto el 2 de agosto de 2024, pero sigue esperando a que decida una jueza. Y la ley de eutanasia se encuentra así con la primera grieta en los tribunales.
Hace falta llevar la muerte al debate público para impedir que se apropien de ella ultras y reaccionarios. Hace falta hablar de la muerte y de cómo nos morimos porque la muerte digna también es una obligación del Estado. Hace falta entender que un país no se define solo por cómo cuida la vida de sus ciudadanas y ciudadanos, sino también por cómo se preocupa por la muerte de ellos. Quizá así no admitiríamos gobernantes que no se responsabilizan de las muertes evitables y que no asumen como una tragedia y un fracaso mayúsculo la muerte en soledad y/o con sufrimiento. Quizá así estaríamos en las calles reclamando justicia.
Envidio a las personas que no saben la importancia que tiene cómo se muere, porque no se han tenido que enfrentar a una muerte cercana, lenta, llena de incertidumbres. En mi caso, nos salvó una médico y su equipo. Siempre en mi memoria. Cuidados, dignidad y amor hasta el final. Exijamos lo mismo para todas. No ni ná.