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El Estado de Israel en origen

Fuentes: Rebelión

Mucho se ha dicho sobre el merecimiento del pueblo judío a tener un Estado; que es el único que ha vivido dos mil años sin uno; que ha mantenido viva la esperanza de una tierra propia durante generaciones. Pero poco se habla de la trampa visible ante los ojos del mundo cuando, en 1948, las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial abren de par en par las puertas de unas tierras habitadas por el pueblo palestino a 800.000 personas, supuestos judíos, y entre ellos a 60.000 árabes. Supuestos judíos, porque no había —ni hay— modo alguno de verificar su condición genética. El judío tiene una particularidad que no posee ninguna otra etnia: puede decir que lo es o que no lo es, según su conveniencia. En aquella circunstancia no era posible ni necesario comprobarlo. Bastaban como argumentos, por un lado, la monstruosa experiencia del Holocausto y, por otro, el deseo de retornar a su “espacio” histórico bimilenario. Con esa justificación, a la que pocos se atrevían a oponerse, las potencias vencedoras entregaron a cientos de miles de individuos unas tierras ya habitadas. Así, sobre el despojo, se levantó un Estado moderno, con bandera, ejército y asiento en la ONU. Ellas fueron los verdaderos artífices de esta iniquidad.

Decir que el pueblo judío, por haber soñado con un Estado, merecía esa suerte, es una manipulación. Muchos pueblos han soñado —y sueñan— con lo mismo. El Holocausto, horror incontestable, fue el detonante de una decisión que ya estaba en marcha, pero no su motivo esencial. La razón fue otra: la necesidad de las potencias vencedoras de colocar una pieza estable —y aliada— en el tablero de Oriente Medio. Una pieza vigilante, con respaldo financiero, logístico y mediático.

Porque si de anhelos hablamos, son muchos los pueblos que han vivido —y siguen viviendo— sin Estado propio: saharauis, kurdos, palestinos, tibetanos, rohingyás, tamiles, gitanos, vascos, catalanes. Algunos dispersos, otros confinados, todos ignorados. Y si no han tenido un Theodor Herzl que los representara, no ha sido por falta de intelectuales o conciencia de sí mismos, sino porque nadie ha querido escucharles. Nadie ha considerado útil su causa ni digno de atención su derecho.

Lo decía Jellinek: una nación es un pueblo cuya conciencia de vivir juntos se convierte en voluntad política. Pero los judíos no vivían juntos. Vivían dispersos por el mundo. Esa voluntad, por tanto, no nace de una experiencia de convivencia, sino de una construcción mental reconocida solo en su caso por las potencias vencedoras. No por justicia histórica, sino por razones de oportunidad, revestidas de solemnidad, pero hijas de la ignominia propia de toda prepotencia.

Así pues, Israel no nace como fruto lógico de un anhelo bíblico, sino como producto geopolítico de un tiempo cínico. Y si en lugar de Palestina se hubiese situado en Uganda, como se llegó a proponer, estaríamos hablando de otro conflicto, pero del mismo paño.

A otros pueblos, en cambio, no se les ha concedido esa prerrogativa. Sus deseos de soberanía han sido tratados como problemas, no como aspiraciones legítimas. El pueblo palestino, por ejemplo, no solo ha sido despojado de su tierra, sino también de su derecho a ser considerado pueblo. Hoy sufre un holocausto intermitente: sin cámaras de gas, pero con drones; sin campos de exterminio, pero con cárceles a cielo abierto.

La creación del Estado de Israel fue un privilegio nacido de una iniquidad. Un privilegio erigido sobre la desgracia del pueblo palestino, cuya mera existencia ya comienza a estar amenazada de extinción.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.