Los aniversarios suelen ser motivo de celebración. Pero ¿quién hubiera imaginado en octubre de 2023 que ahora estaríamos conmemorando el segundo aniversario de un genocidio, documentado con todo detalle en nuestros teléfonos cada día durante 24 meses? Un genocidio que podría haberse detenido en cualquier momento si Estados Unidos y sus aliados hubieran tomado una decisión en tal sentido.
Se trata de un aniversario tan vergonzoso que nadie en el poder quiere que se recuerde. Más bien, nos animan activamente a olvidar que el genocidio está ocurriendo, incluso en su momento álgido. Los implacables crímenes de Israel contra el pueblo de Gaza ya apenas aparecen en nuestras noticias.
Hay una lección aterradora aquí, que se aplica tanto a Israel como a sus patrocinadores occidentales. Un genocidio tiene lugar -y se permite que tenga lugar- sólo cuando una profunda enfermedad se ha apoderado del alma colectiva de los perpetradores.
Durante los últimos 80 años, las sociedades occidentales han luchado contra las raíces de esa enfermedad, o al menos eso creían.
Se preguntaban cómo había podido tener lugar un Holocausto en medio de ellos, en una Alemania que era el centro del mundo occidental moderno y supuestamente «civilizado».
Imaginaron -o fingieron imaginar- que su maldad había sido extirpada, su culpa limpiada, gracias al patrocinio de un «Estado judío». Ese Estado, establecido violentamente en 1948, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, sirvió como protectorado europeo sobre las ruinas de la patria del pueblo palestino.
Cabe señalar que Oriente Medio era precisamente una región que Occidente estaba desesperado por seguir controlando, a pesar de las crecientes demandas árabes para poner fin a más de un siglo de brutal colonialismo occidental. ¿Por qué? Porque la región se había convertido recientemente en el grifo del petróleo mundial.
Primero tragedia, luego farsa
El verdadero propósito de Israel, consagrado en la ideología del sionismo, o supremacismo judío en Oriente Medio, era actuar como representante del colonialismo occidental. Era un Estado-cliente implantado allí para mantener el orden en nombre de Occidente, mientras este fingía retirarse de la región.
Este panorama general -que los políticos y los medios de comunicación occidentales se niegan a reconocer- ha sido el contexto de los acontecimientos que se han producido allí desde entonces, incluida la actual ofensiva genocida de Israel en Gaza.
Dos años después, lo que debería haber sido obvio desde el principio es cada vez más difícil de ignorar: el genocidio no tuvo nada que ver con el ataque de un día de Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023. El genocidio nunca tuvo que ver con la «autodefensa». Estaba predeterminado por los imperativos ideológicos del sionismo.
La fuga de Hamás de Gaza, un campo de prisioneros en el que los palestinos habían sido recluidos décadas antes, tras su expulsión de su hogar, proporcionó el pretexto. Desató con demasiada facilidad los demonios que acechaban desde hacía tiempo en el alma del cuerpo político israelí.
Y lo que es más importante, liberó demonios similares -aunque mejor ocultos- en la clase dirigente occidental, así como en partes de sus sociedades fuertemente condicionadas a creer que los intereses de la clase dirigente coinciden con los suyos propios.
Dos años después del genocidio, Occidente sigue sumido en su burbuja de negación sobre lo que está sucediendo en Gaza y su papel en ello.
«La historia se repite», como dice el refrán, «primero como tragedia, luego como farsa».
Lo mismo podría decirse de los «procesos de paz». Hace treinta años, Occidente impuso a los palestinos los Acuerdos de Oslo con la promesa de una eventual creación de un Estado.
Oslo fue la tragedia. Condujo a una ruptura ideológica en el movimiento nacional palestino; a una profundización de la división geográfica entre una población encarcelada en la Cisjordania ocupada y una población aún más duramente encarcelada en Gaza; al uso cada vez mayor por parte de Israel de nuevas tecnologías para confinar, vigilar y oprimir a ambos grupos de palestinos; y, finalmente, a la breve fuga de Hamás del campo de prisioneros de Gaza y a la «respuesta» genocida de Israel.
Ahora, el «plan de paz» de 20 puntos del presidente estadounidense Donald Trump ofrece la farsa: un gangsterismo descarado disfrazado de «solución» al genocidio de Gaza. El ex primer ministro británico Tony Blair, un criminal de guerra que, junto con su homólogo estadounidense George W. Bush, destruyó Iraq hace más de dos décadas, dictará órdenes al pueblo de Gaza en nombre de Israel.
Documento de rendición
Gaza, no sólo Hamás, se enfrenta a un ultimátum: «Aceptad el acuerdo u os pondremos botas de hormigón y os hundiremos en el Mediterráneo».
Apenas velada por la amenaza está la probabilidad de que, aunque Hamás se vea obligado a firmar este documento de rendición, el pueblo de Gaza acabe igualmente con botas de hormigón.
La población de Gaza está tan desesperada por un respiro de la matanza que aceptará casi cualquier cosa. Pero es una pura ilusión que el resto de nosotros creamos que se puede confiar en un Estado que ha pasado dos años llevando a cabo un genocidio para que respete un alto el fuego o cumpla los términos de un plan de paz, incluso uno tan sesgado a su favor.
La farsa del plan de paz de Trump -su «acuerdo del milenio»- es evidente desde el primer punto de sus 20: «Gaza será una zona desradicalizada y libre de terrorismo que no suponga una amenaza para sus vecinos».
Los autores del documento no se preguntan qué pudo haber «radicalizado» a Gaza, al igual que las capitales occidentales cuando Hamás, proscrito como grupo terrorista en el Reino Unido y otros países, irrumpió con gran violencia escapando del enclave penitenciario el 7 de octubre de 2023.
¿Acaso el pueblo de Gaza nació radical, o fueron los acontecimientos los que lo radicalizaron? ¿Se «radicalizó» cuando Israel lo sometió a una limpieza étnica en sus tierras originales, en lo que ahora es el autoproclamado «Estado judío» de Israel, y lo abandonó en el diminuto corral de Gaza?
¿Se «radicalizaron» por haber sido vigilados y oprimidos durante décadas en una prisión distópica al aire libre? ¿Fue la experiencia de vivir durante 17 años bajo un bloqueo terrestre, marítimo y aéreo israelí lo que les negó el derecho a viajar o comerciar y obligó a sus hijos a seguir una dieta que los dejó desnutridos?
¿O tal vez se radicalizaron por el silencio de los patrocinadores occidentales de Israel, que suministraron el armamento y se llevaron las recompensas: las últimas tecnologías de confinamiento, probadas sobre el terreno por Israel con la población de Gaza?
La verdad que se ignora en el punto inicial del «plan de paz» de Trump es que es totalmente normal «radicalizarse» cuando se vive en una situación extrema. Y no hay ningún lugar en el planeta más extremo que Gaza.
«Cucarachas» y «serpientes»
No es Gaza la que necesita «desradicalizarse». Es Occidente y su Estado-cliente, Israel.
No hace falta explicar por qué hay que desradicalizar a Israel. Encuesta tras encuesta se ha demostrado que los israelíes no sólo están a favor de la aniquilación que su Estado está llevando a cabo en Gaza, sino que creen que su Gobierno debe ser aún más agresivo, aún más genocida.
El pasado mes de mayo, mientras los bebés palestinos se marchitaban como cáscaras secas debido al bloqueo de alimentos y ayuda humanitaria impuesto por Israel, el 64% de los israelíes afirmaba creer que «no hay inocentes» en Gaza, un lugar donde aproximadamente la mitad de los dos millones de habitantes son niños.
La cifra sería aún mayor si sólo se reflejaran las opiniones de los judíos israelíes. La encuesta incluyó a la quinta parte de la población israelí, que son palestinos, supervivientes de las expulsiones masivas de 1948 durante la creación de Israel, patrocinada por Occidente. Esta minoría tan oprimida ha sido completamente ignorada a lo largo de estos dos últimos años.
Otra encuesta realizada a principios de este año reveló que el 82% de los judíos israelíes estaba a favor de la expulsión de los palestinos de Gaza. Más de la mitad, el 56%, también apoyaba la expulsión forzosa de los ciudadanos palestinos de Israel, a pesar de que esa minoría ha mantenido la cabeza gacha durante todo el genocidio, por miedo a cosechar una tormenta si alzaba la voz.
Además, el 47% de los judíos israelíes aprobaba el asesinato de todos los habitantes de Gaza, incluso de los niños.
Los crímenes supervisados por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a quien los extranjeros suelen considerar una especie de aberración, son totalmente representativos del sentir general de la población israelí.
El fervor genocida en la sociedad israelí es un secreto a voces. Los soldados inundan las redes sociales con vídeos en los que celebran sus crímenes de guerra. Los adolescentes israelíes graban vídeos supuestamente divertidos en TikTok en los que apoyan el hambre de los bebés en Gaza. La televisión estatal israelí emite un coro infantil que evangeliza por la aniquilación de Gaza.
Estas opiniones no son simplemente una respuesta a los horrores que se desarrollaron dentro de Israel el 7 de octubre de 2023. Como han demostrado sistemáticamente las encuestas, el racismo profundamente arraigado hacia los palestinos tiene décadas de antigüedad.
No fue el exministro de Defensa Yoav Gallant quien inició la tendencia de llamar «animales humanos» a los palestinos de Gaza. Los políticos y los líderes religiosos los han descrito, desde la creación de Israel, como «cucarachas», «perros», «serpientes» y «burros». Es este largo proceso de deshumanización lo que ha hecho posible el genocidio.
En respuesta al aluvión de apoyo en Israel al exterminio en Gaza, Orly Noy, una veterana periodista y activista israelí, llegó a una dolorosa conclusión el mes pasado en el sitio web +972: «Lo que estamos presenciando es la etapa final de la nazificación de la sociedad israelí».
Y señaló que este problema deriva de una ideología cuyo alcance va mucho más allá de Israel: «El holocausto de Gaza fue posible gracias a la adopción de la lógica etnosupremacista inherente al sionismo. Por lo tanto, hay que decirlo claramente: el sionismo, en todas sus formas, no puede limpiarse de la mancha de este crimen. Hay que ponerle fin».
¿Quién necesita desradicalizarse?
A medida que el genocidio se ha ido desarrollando semana tras semana, mes tras mes, cada vez más alejado de cualquier vínculo con el 7 de octubre de 2023, y los líderes occidentales han seguido justificando su inacción, se está imponiendo una comprensión mucho más profunda.
No se trata sólo de un demonio desatado entre los israelíes. Se trata de un demonio en el alma de Occidente. Somos nosotros -el bloque de poder que estableció Israel, que arma a Israel, que financia a Israel, que consiente a Israel, que excusa a Israel- los que realmente necesitamos desradicalizarnos.
Alemania se sometió a un proceso de «desnazificación» tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, un proceso que, como ahora queda claro por la febril represión del Estado alemán de cualquier oposición pública al genocidio en Gaza, nunca se completó.
Ahora se necesita en Occidente una campaña de desradicalización mucho más profunda que la que se llevó a cabo en la Alemania nazi, una en la que nunca más se permita que se normalice el asesinato de decenas de miles de niños, retransmitido en directo a nuestros teléfonos.
Una desradicalización que haría imposible concebir que nuestros propios ciudadanos viajen a Israel para participar en el genocidio de Gaza y luego sean recibidos con los brazos abiertos en sus países de origen.
Una desradicalización que significaría que nuestros gobiernos no podrían contemplar en silencio el abandono de sus propios ciudadanos -ciudadanos que se unieron a una flotilla de ayuda para intentar romper el ilegal asedio de hambre de Israel sobre Gaza- ante los matones del fascista ministro de policía israelí.
Una desradicalización que haría inconcebible que el primer ministro británico Keir Starmer, u otros líderes occidentales, recibieran al presidente de Israel, Isaac Herzog, quien al comienzo de la matanza en Gaza ofreció la justificación central para el genocidio, argumentando que nadie allí -ni siquiera su millón de niños- era inocente.
Una desradicalización que haría evidente para los gobiernos occidentales que deben respetar la sentencia del Tribunal Internacional de Justicia del año pasado, y no ignorarla: que se debe obligar a Israel a poner fin inmediatamente a su ocupación ilegal de los territorios palestinos, que dura ya décadas, y que deben proceder a la detención de Netanyahu por presuntos crímenes contra la humanidad, tal y como especifica la Corte Penal Internacional.
Una desradicalización que haría absurdo que Shabana Mahmood, ministra del Interior británica, calificara las manifestaciones contra un genocidio de dos años de «fundamentalmente antibritánicas», o que propusiera poner fin al derecho a protestar, que se ha mantenido durante mucho tiempo, pero sólo cuando la injusticia es tan flagrante y el crimen tan inconcebible que lleva a la gente a protestar repetidamente.
Mantengámonos unidos
Mahmood justifica esta erosión casi fatal del derecho a protestar alegando que las protestas regulares tienen un «impacto acumulativo». Tiene razón. Lo tienen: al exponer como una farsa la pretensión de nuestro Gobierno de defender los derechos humanos y representar algo más que una política descarada basada en la ley del más fuerte.
Hace tiempo que se necesita una desradicalización, y no sólo para detener los crímenes de Occidente contra el pueblo de Gaza y la región de Oriente Medio en general.
Nuestros líderes, al normalizar sus crímenes en el extranjero, ya están normalizando los crímenes relacionados en casa. Las primeras señales son la designación de la oposición al genocidio como «odio» y de los esfuerzos prácticos para detener el genocidio como «terrorismo».
La intensificación de la campaña de demonización irá en aumento, al igual que la represión de los derechos fundamentales y largamente apreciados.
Israel ha declarado la guerra al pueblo palestino. Y nuestros líderes están declarando lentamente la guerra contra nosotros, ya sean los que protestan contra el genocidio de Gaza o los que se oponen al genocidio del planeta por parte de un Occidente impulsado por el consumo.
Nos están aislando, difamando y amenazando. Ahora es el momento de unirnos antes de que sea demasiado tarde. Ahora es el momento de encontrar tu voz.
Jonathan Cook es autor de tres libros sobre el conflicto palestino-israelí. Ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Vivió en Nazaret durante veinte años, de donde regresó en 2021 al Reino Unido. Sitio web y blog: www.jonathan-cook.net
Texto en inglés, https://www.jonathan-cook.net/2025-10-08/genocide-west-gaza-deradicalised/, traducido por Sinfo Fernández.
Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/10/08/es-occidente-y-no-gaza-quien-tiene-que-desradicalizarse/