Israel es un instrumento clave de la estrategia imperial estadounidense, para remodelar Medio Oriente dominando poblaciones y apropiando recursos. Esa captura actualiza la reorganización que consumaron Inglaterra y Francia luego de la caída del Imperio Otomano. En esa oportunidad se crearon países (Irak, Líbano, Arabia Saudí), principados (emiratos del Golfo, Yemen del Sur) y Estados títeres (Egipto, Irán).
Esa misma reestructuración de fronteras se desenvuelve en la actualidad, bajo el monitoreo de Estados Unidos y la acción de su apéndice israelí. El Estado sionista cumple un papel protagónico, mediante la concreción de guerras permanentes en la región.
Por ese estratégico papel, Israel no es un socio o subordinado más del mandante norteamericano. Es un copartícipe activo de la transformación en curso. El gendarme sionista interviene en la destrucción de países y en la demolición de sociedades. Su genocidio en Gaza es un eslabón de ese cataclismo.
CRECIENTE PROTAGONISMO
Israel apuntala la ofensiva yanqui para manejar el petróleo, doblegar a Rusia y China, balcanizar a los países y derrotar a los pueblos que irrumpieron en la Primavera Árabe.
El control del petróleo en una zona que acapara 40% de las reservas del planeta es el objetivo más evidente de la arremetida norteamericana. Ya existe una gran literatura que confirma esa prioridad (Hanieh, 2024).
El manejo de ese combustible es esencial para el complejo industrial-militar del Pentágono, que ha internacionalizado su producción, asociando a Israel a las áreas más sofisticadas de la alta tecnología informática. El AIPAC opera especialmente en ese segmento (Khalidi, 2024).
Israel es vital por su estratégica ubicación en el entramado de las rutas comerciales. Si Gran Bretaña concibió su mandato en Palestina para asegurar las conexiones con la India, Estados Unidos privilegia esa localización con la mira puesta en China.
El Estado sionista desata una guerra tras otra, para dividir al mundo árabe y enterrar definitivamente el ciclo de soberanía nacional, que despuntó en el siglo XX y declinó posteriormente. En la década del 60, el punto culminante de ese proceso fue el intento de establecer un enlace federativo entre Egipto, Siria e Irak.
Ese ensayo -que se malogró por los errores de sus propios promotores- desató el pánico en el Departamento de Estado y suscitó una catarata de operativos para sepultarlo. Egipto fue comprado, Irak invadido, Libia recolonizada y Siria ha quedado fracturada en varios pedazos. Esa demolición fue preparada en Washington con los servicios de Tel Aviv.
Desde la caída del sha de Irán (1979), Estados Unidos derivó responsabilidades contrarrevolucionarias al apéndice israelí. Ese protagonismo incluye acciones para contener a potencias regionales como Turquía o Arabia Saudita, que tienen aspiraciones de liderazgo zonal.
Mediante resonantes episodios bélicos Israel ha demostrado su creciente funcionalidad para el imperialismo. Introdujo un cambio radical en la presencia de las grandes potencias en la zona (1948), incidió en el declive anglo-francés (1956) y apuntaló el predominio estadounidense (1967). También contribuyó a lidiar con la Unión Soviética (1973 y 1982) y se ha convertido en un jugador de la transición geopolítica en curso.
En todas las ocasiones, instrumenta operativos previamente concertados con el mandate estadounidense. Esa coordinación no se limita a definir la embestida militar, sino que incluye también la remodelación de los países invadidos. Desde que en 1982 atacó el Líbano -con la pretensión de imponer un gobierno títere de sus aliados derechistas- cada agresión bélica, incorpora el intento de instalar subordinados en el país devastado. Ese libreto fue implementado recientemente en Siria y no pudo ser extendido a Irán.
Un propósito prioritario del belicismo israelí es acallar las demandas de los pueblos de la región. Pretende revertir y sepultar el gran intento de democratización que auspiciaron las sublevaciones de la Primavera Árabe. Ese proceso tuvo un trágico desenlace general y tan sólo desembocó en ciertos cambios en Túnez.
Esa pequeña luz tunecina emergió como un tenue logro, en el marco continuadamente sombrío del mundo árabe. Los regímenes autoritarios se afianzaron renovado dictaduras o recreando monarquías, bajo el azote del mismo látigo represivo.
Israel potencia el desastre humanitario que impone Estados Unidos en Medio Oriente. Esa tragedia no obedece a conflictos religiosos, divisiones identitarias, competencias tribales o resentimientos sectarios.
La prensa hegemónica suele difundir esas banalidades, para ocultar la depredación económica y la agresión contra los pueblos, que motoriza la entente norteamericano-israelí (Capasso; Kadri, 2023). Ningún encono nacional y ninguna rivalidad entre comunidades explica el desangre de la región.
Ese padecimiento obedece al atropello imperial, que presenta una dimensión monstruosa en el caso de los palestinos. La matanza premeditada de ese pueblo no constituye un hecho excepcional. Sintetiza la tragedia que afronta una región esquilmada por los opresores del planeta.
FUNCIONES PRIMORDIALES
Todos los analistas coinciden en subrayar que el alineamiento de Estados Unidos con Israel es muy superior al pasado. La autorización del Departamento de Estado a Netanyahu para cometer ilimitadas atrocidades, es la evidencia más chocante de ese entrelazamiento. Biden y Trump han convalidado todas las aventuras del gobierno israelí, con mayor permisividad que sus antecesores.
Esos mandatarios solían imponer ciertas limitaciones. Truman mantuvo un embargo de armas contra los beligerantes en 1948, Eisenhower le exigió a Ben Gurion la salida inmediata de Sinaí en 1956, Reagan le impuso a Begin el fin del bombardeo a Beirut en 1982 y Bush padre forzó al gobierno israelí a sentarse en la mesa de negociaciones (Hearst, 2023).
Demócratas y Republicanos no muestran actualmente esa disposición a contener el belicismo de Tel Aviv. Biden cargó con el sobrenombre de “genocida Joe” por su convalidación del furioso militarismo israelí y Trump justifica las nuevas agresiones con argumentos disparatados.
Ese aval es presentado, a veces, como un libreto impuesto por Israel a Estados Unidos. Pero debe interpretarse en forma inversa, como un curso que Washington concreta a través de Tel Aviv. No hay olvidar nunca que, el comando norteamericano del sistema imperial incluye al sionismo como apéndice del poder estadounidense. A través de ese agente, el sector neoconservador del Departamento de Estado ha impuesto su estrategia para Medio Oriente.
Ese curso expresa, a su vez, la tendencia más general de todos los gobiernos norteamericanos a contrarrestar el declive económico, con una escalada mayor de belicismo. Intentan preservar la decreciente primacía productiva, financiera y comercial de Estados Unidos con las acciones bélicas que implementa Israel.
Desde hace décadas el Estado sionista es el niño mimado del complejo industrial-militar y en los últimos años reforzó ese privilegio, con una especialización en aplicaciones militares de la informática. El desatado uso de las armas que exhibe Israel no es el rumbo endógeno de un pequeño país. Obedece a la agresiva estrategia externa de los gobiernos norteamericanos.
Con el sostén del proveedor yanqui, Israel se ha ubicado en el podio del ranking mundial de exportadores de armas per cápita y Tel Aviv ya es la principal organizadora de ferias internacionales del sector de seguridad. Cuenta con la experiencia acumulada en la vigilancia y encarcelamiento de los palestinos. Con ese acervo, los gendarmes israelíes han desarrollado un brutal modelo de policía colonial, que suscita la admiración y envidia de muchos gobiernos derechistas.
Desde la privatización de la principal compañía de producción de armas (1985), despuntó en Israel una enriquecida elite que multiplica sus negocios con numerosos países. El preponderante grupo Elbit Systems ya es un subcontratista de peso en ese universo. Pero para consumar sus grandes operativos de agresión, Tel Aviv continúa atado a la provisión externa. Esa dependencia fue muy visible en la reciente incursión a Gaza, cuando el agotamiento potencial de municiones obligó a Netanyahu a solicitar partidas adicionales a los proveedores de Estados Unidos y Europa (Hever, 2025).
La inagotable belicosidad israelí es sostenida en Washington por los neoconservadores, que impusieron el libreto ultra militarista a los halcones liberales. Han generalizado el hábito de ignorar a las Naciones Unidos, con acciones unilaterales frente a cada conflicto. El consenso bipartidista que se instaló para sostener ese atropello se verifica en la aprobación de todas las aventuras de Israel (Veneziale, 2022).
Un caso extremo de esa convalidación fue el aval de la Casa Blanca al fracasado operativo para asesinar a los negociadores de Hamas, durante las tratativas de intercambio de prisioneros que se desenvolvió en Qatar. Los sicarios israelíes intentaron ese crimen, a poca distancia de la mayor base militar de Estados Unidos en Oriente Medio (Al Udeid), localizada en el país anfitrión de los negociadores. El ataque contó con el guiño del gobierno de Trump, que confirmó esa complicidad en su obstrucción a cualquier condena de la incursión en el Consejo de Seguridad de la ONU (Villar, 2025).
Israel hizo otra demostración de su agresividad sin límite y el protector yanqui convalidó esa bravuconada, para enviar una señal de domesticación a los emiratos y monarquías árabes.
Con esa conducta Trump ilustró actúa a dos puntas, propiciando tanto los convenios pacificadores de Abraham, como las aventuras bélicas de su apéndice sionista. Pero en ese equilibrio juega con fuego, porque facilita una sobre expansión descontrolada del militarismo de Tel Aviv, que socava los planes imperiales de estabilización de la zona.(Peral, 2025)
El aval a todo que hace Israel no es una peculiaridad reciente de Trump. Los gobiernos norteamericanos recientes han optado por transferir un mayor protagonismo al apéndice israelí en Medio Oriente, para corregir las falencias de las intervenciones directas de los marines. La humillación en Afganistán, el fracaso en Irak y el fiasco en Libia fueron recientemente completados con las frustraciones en Siria.
En ese último país, Estados Unidos promovió la misma devastación, que auspicia contra todos los gobiernos reacios a aceptar sus exigencias. Pero optó por prescindir de tropas norteamericanas y adiestró con muchas prevenciones a los mercenarios que habitualmente contrata. Intentó evitar lo ocurrido con los muyahidines y talibanes que terminaron actuando por cuenta propia.
Pero esas vacilaciones le impidieron colocar bajo su órbita a los opositores al régimen sirio y terminó observando, cómo las organizaciones fundamentalistas capturaban el arsenal y el personal reclutado por destruir el país.
El gobierno liberal en el exilio alentado por Washington se desplomó y los milicianos entrenados por el Pentágono desertaron al campo islamista. Estados Unidos volvió a perder en Siria, mucho más de lo que aspiraba a lograr y este nuevo fracaso lo indujo a reforzar la gravitación de su delegado israelí en el escenario regional (Katz, 2023: 268-282).
DIVISIÓN DE TAREAS
Trump ha consolidado el protagonismo de Tel Aviv, mediante la división de tareas que diseña a escala internacional. Apuesta a que Israel tenga en Medio Oriente, la misma centralidad que propicia para Europa en las tensiones con Rusia. Luego de crear el fantasma de una agresión de Moscú, le ha impuesto al Viejo Continente el despilfarro del 5 % su PBI en el sostén de la OTAN. Con esa finalidad, sus voceros resucitaron la paranoia bélica de la socialdemocracia, restauraron la rusofobia y rehabilitaron al militarismo alemán (Rodríguez, 2025).
La centralidad de Europa contra Rusia y de Israel contra el mundo árabe, apunta a dejar a Estados Unidos con las manos libres frente a China. Washington maneja los hilos de los operativos imperiales, pero desplaza acciones hacia sus socios y subordinados, en todas las áreas complementarias de la prioridad asiática.
Existe un total consenso en el establishment norteamericano sobre la necesidad de concentrar esfuerzos en la batalla contra el gigante oriental y para apuntalar esa campaña, se han establecido frentes en Europa y Medio Oriente, con menor involucramiento directo de Estados Unidos (Elbaum, 2025).
Esa estrategia explica por qué Israel ha cobrado tanta autonomía bélica en su zona de influencia. Esa gravitación no obedece a su incidencia sobre padrino yanqui, sino a la misión que recibió de su mandante.
El incendio bélico de Netanyahu en Medio Oriente comienza a presentar puntos de contacto con el conflicto actual en Ucrania. Esta segunda conflagración estalló al cabo de una prolongada presión de la OTAN, para instalar misiles contra Rusia en Europa Oriental. El Pentágono forjó un cerco militar sobre su gran rival, mediante la integración de toda la periferia occidental de Rusia al esquema bélico de Washington.
Esa captura comenzó al día siguiente del desplome del bloque socialista y el desbande de su coraza defensiva (Pacto de Varsovia). Estados Unidos incorporó a los fragmentados países del Este europeo a su dispositivo militar, localizando en esos territorios una monumental artillería contra su enemigo.
Ucrania fue la gota que rebalsó el vaso de esa ofensiva. Luego de implantar con provocaciones y complots un gobierno afín en Kiev, los delegados del Departamento empoderaron a los grupos derechistas más enemistados con el Kremlin. Esos batallones iniciaron una guerra, en una región del país muy emparentada con Rusia (en el plano económico, cultural e idiomático), con el propósito de forzar el ingreso de Ucrania a la OTAN.
Putin contrapesó con mucha cautela esas agresiones, apostando a negociar su freno, mediante un acuerdo que asegurara la neutralidad, en una región clave para la defensa de Rusia. Cuando esas tratativas naufragaron, decidió invadir Ucrania apostando a un rápido derrocamiento del gobierno títere de la OTAN. Pero Zelensky logró sobrevivir y generó en Occidente la esperanza de empantanar a Rusia, en un desgastante conflicto para su economía. A fin de potenciar esa adversidad, Washington impuso duras sanciones financieras y comerciales contra Moscú.
Pero la guerra se estancó en una larga batalla de trincheras, que terminó desangrando a mayor velocidad a Ucrania. Al cabo de un agotador desplome, hay muchos indicios de una balanza militar favorable a Rusia. Por eso, Putin negocia sin ningún apuro con un desconcertado Trump los términos de su victoria.
CONVERGENCIA DE CONFLICTOS
Los contrincantes de Medio Oriente se mantuvieron inicialmente alejados del conflicto ucraniano, con vagas expresiones de simpatías por sus aliados de cada bando. Israel evitó involucrase en esa confrontación y sus adversarios el mundo árabe eludieron pronunciamientos explícitos. Pero los efectos de ambas contiendas no tardaron en influir sobre los actores de esas batallas.
Rusia quedó más involucrada en Medio Oriente (donde mantiene desde hace décadas bases militares en Siria) y sostuvo política y militarmente al gobierno de Assad. Estados Unidos afianzó su provisión de armas a Israel y Ucrania y reforzó la dependencia de Netanyahu y Zelensky de su mandate.
Esas conexiones no impidieron que Rusia mantuviera sobrias relaciones con Israel, a través de la enorme comunidad de sus compatriotas asentados en el Estado sionista. El Kremlin conservó ese vínculo, mientras ofrecía a Moscú como ámbito de encuentro de la resistencia palestina.
Pero la intensificación de la agresión israelí y el prolongado choque bélico en Ucrania, han inducido a una convergencia de contrincantes, en torno a dos campos crecientemente definidos.
Ese empalme obedece a la lógica geopolítica subyacente en ambas confrontaciones. Israel es un apéndice de Estados Unidos y Ucrania se ha subordinado por completo a los dictados de Washington.
En el primer caso, el Pentágono apuntala sus objetivos en Medio Oriente y en el segundo, socava las defensas de su principal rival militar. Las guerras que expande Netanyahu y mantiene Zelensky, obedecen a la misma política de militarización que promueve Estados Unidos. Por esa vía intenta preservar su status de primera potencia, compensando el declive estructural de su economía.
Ese determinante común de ambos conflictos induce a una mayor convergencia de los alineados en cada bloque. De la misma forma que Rusia sostuvo a Assad, Israel converge con Zelensky en un empalme, que no se limita al plano geopolítico. Comienza a verificarse también en el campo de batalla, a medida que aumentan los indicios de acciones coordinadas entre ambos países. El ejército sionista opera con sus pares ucranianos en incursiones muy similares.
El operativo telaraña, que el Pentágono montó con escuadrones de Kiev para destruir aviones dentro del territorio ruso fue un ejemplo de ese empalme. El mismo tipo de acción implementaron las tropas israelíes en la antesala de la Guerra de 12 días contra Irán. El diseño y concreción de ambos ataques fue idéntico y apuntó contra los mismos objetivos de fuerzas enemigas.
Esa coincidencia comienza corporizar una tendencia más general hacia la unificación y generalización de las guerras en curso. Los conflictos que despuntaron en forma separada se entrelazan, siguiendo la lógica que ordena las confrontaciones globales. Ese curso está principalmente dictado por la ofensiva permanente que impulsa el imperialismo norteamericano, para mantener el timón que pierde en la disputa económica.
La necesidad de convertir cualquier disidencia en choque militar, explica por qué Washington forzó el estallido de la guerra de Ucrania, rompiendo sus promesas de contener la expansión de la OTAN. Rechazó la aspiración de las élites rusas de converger con Occidente y las incontables propuestas negociadoras del Kremlin. Estados Unidos mantiene aún cierta supremacía tecnológica, financiera y militar que pretende aprovechar, extremando el belicismo contra sus rivales.
La doctrina Wolfowitz-Rumsfeld de agresión imperial explícita, conceptualiza esa política. Explica tanto la brutalidad conquistadora que guía a Israel, como la provocación sin norte que desploma a Ucrania. El mismo cambio de reglas se verifica en ambos conflictos. Mientras los sionistas dan rienda suelta al horror, los derechistas de Ucrania aniquilan a su país para cumplir con el Pentágono.
Los dos apéndices de Estados Unidos siguen las órdenes de sus mandantes para prolongar las guerras. Por eso evitan los compromisos de paz y tienden trampas a los negociadores, en sintonía con el belicismo que motoriza Washington.
También los éxitos en un frente inducen a embestidas más fuertes en otro, como ocurrió luego de la caída de Assad en Siria. El Pentágono leyó esa derrota de Rusia, como una oportunidad para relanzar una fallida contraofensiva en la doblegada trinchera del este ucraniano.
COMPARACIONES HISTÓRICAS
La coordinación de campos de batalla distantes, expresa la tendencia a unificar las guerras de la OTAN, en un choque crecientemente homogeneizado (Altamira, 2024). Esa conjunción induce a trazar comparaciones del escenario en gestación, con las conflagraciones globales de la centuria pasada.
El cotejo más acertado es con la Segunda Guerra Mundial por la similitud de los bloques en contienda. La alianza que se forjó en torno al Eje (Alemania, Japón, Italia) presenta significativos parecidos con el entramado occidental actual (Estados Unidos, Europa Israel Europa). A su vez, la contraparte de los Aliados (Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Unión Soviética), tiene semejanzas con los afectados por embestida de la OTAN (Rusia y el mundo árabe en forma directa, China y los BRICS de manera indirecta).
Algunos paralelos acotados entre ambas situaciones ya despuntan en las evaluaciones actuales de Medio Oriente y Ucrania. Las semejanzas de Netanyahu con el fascismo saltan a la vista, en la crueldad de acciones copiadas de los nazis. A su vez, la familiaridad de las fuerzas ultraderechistas de Kiev con sus antecesores hitleristas es tan conocida, como el estandarte desnazificador de sus opositores.
Las comparaciones con lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial se verifican también en el plano bélico, en las similitudes observadas entre el reciente ataque de Israel a Irán, con los fallidos bombardeos de Alemania a Inglaterra (Hearst, 2025).
OPCIONES EN JUEGO
La comparación con la Segunda Guerra Mundial no es una analogía estricta, ni involucra pronósticos de repetición de ese antecedente. Tampoco presupone el inexorable o inminente estallido de una Tercera Guerra Mundial.
Existen al menos dos contrapesos a ese devenir. El primero es la disuasión atómica, que introduce una paradójica limitación a la multiplicación de la guerra. En la medida que los contendientes cuentan con fuerzas para destruir todo el planeta (y por lo tanto a sí mismos), ese poderío incide como un freno de la escala bélica.
Ese antídoto operó de manera significativa durante la segunda mitad de siglo XX, impidiendo que la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS desembocara en el temido choque de bombas atómicas. En la actualidad, la proliferación nuclear en un mayor número de contendientes potencia ese efecto disuasivo.
El segundo contrapeso a una reiteración de lo sucedido en 1939-1945 deriva de la posibilidad derrotar a los agresores, antes que consumen su atropello militar. Fue la contención que faltó con Hitler por la conducta conciliadora de sus adversarios de Occidente. Los gobiernos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos permitieron que el nazismo avanzara, sin cortarlo cuando era factible evitar la tragedia que provocó.
Un devenir semejante puede evitarse actualmente, si el imperialismo es contenido antes que desate un escenario bélico de inmanejables proporciones (Ross, 2022). Se ha verificado que Estados Unidos responde con reacciones condicionadas por la postura de sus contendientes. Cuando se percibe dominante, multiplica las agresiones y cuando afronta la adversidad recula.
La primera conducta fue visible luego de la implosión de la URSS (apuesta unipolar) y la segunda despuntó en varias ocasiones, luego de la crisis financiera del 2008. La posibilidad de transformar esos síntomas de debilidad en derrotas del imperialismo depende de la firmeza de los contendientes.
DEVENIR BÉLICO INCIERTO
El tipo de guerras en curso ilustra también el nuevo perfil de las conflagraciones. Muchos especialistas intentan dilucidar, si introducen un nuevo modelo de enfrentamiento militar (Fazio, 2025).
El primer cambio significativo es la generalización de terrorismo como instrumento usual del agresor. Israel comete asesinatos con inédita naturalidad, sin ocultar su autoría, violando fronteras, quebrantando códigos de negociación y disparando contra diplomáticos y mediadores. Esa modalidad vulnera todas las reglas tradicionales de la guerra.
El segundo dato es la gravitación del intercambio de misiles entre las partes en conflicto. Esa centralidad le asigna una altísima incidencia a la alta tecnología en la dinámica bélica, pero reintroduce también la vieja guerra de posiciones como una modalidad dominante.
Por un lado, irrumpe un radicalismo geo-militar con misiles sofisticados y corazas protectoras afines al imaginario de la guerra de las galaxias, que comenzó cobrar cuerpo con la presidencia de Reagan (Tooze, 2025).
Por otra parte, reaparece la antiquísima variante de choques estabilizados en espacios inamovibles de trincheras (o países), que intercambian disparos en períodos prolongados. Este modelo que prevalece en el territorio de Ucrania se verifica también en la pulseada aérea entre Israel e Irán. En este último caso, la confrontación de largo plazo está signada por el cálculo político de cada disparo.
Los dos beligerantes evalúan con mucho cuidado la magnitud del daño que esperan causar a su enemigo, en interminables secuencias de ataques y represalias. En esa guerra negociada, rigen de hecho los viejos principios del cuidado y la proporcionalidad que guían la disuasión.
Israel evita incursionar en las instalaciones que albergan a los ingenieros rusos e Irán elude disparos próximos al arsenal atómico de Dimona. La antigua lógica de la guerra acotada, continúa definiendo la escalada entre rivales con poderes destructivos semejantes.
Un tercer elemento llamativo es la capacidad demostrada por un actor de pequeña envergadura para trastocar el equilibrio de fuerzas en lugares estratégicos. Con armamento militar moderno y de bajo costo, Yemen ha logrado convulsionar el Mar Rojo, forzando a Israel a actuar en un frente inconveniente e imprevisto (Fazio, 2004).
Esa sorpresa se asienta en un cuarto dato, que es el uso de la guerra digital por las víctimas de esa tecnología. No solo Yemen, sino también Hamas y Hezobllah se han apropiado de innovaciones informático-militares como los drones, para afectar a sus agresores.
Pero la generalización de escenarios de potencial descontrol atómico suscita la quinta y mayor preocupación de Occidente. Por un lado, la prepotencia de Estados Unidos e Israel empuja a Irán a dotarse del arsenal nuclear que prefería evitar (Ali, 2025). Por otra parte, el viraje geopolítico de países poseedores de ese polvorín -como Pakistán- trastoca todos los libretos.
Arabia Saudita financió en el pasado el programa nuclear de ese último contrincante, para contener a la India aprovisionada por Rusia. Pero ahora, Islamabad modifica su alineamiento, mediante fuertes acuerdos con Beijing, renovados convenios con Riad y ciertos lazos con Teherán.
La actual expansión del armamento atómico limita y disuade por un lado la extensión de las guerras, pero crea por otra parte el peligro de un descontrol con efectos devastadores. Paradójicamente, Israel que posee un gran número de esas bombas tiene limitado su uso por la pequeñez de su territorio. No las puede utilizar contra los vecinos, sin afectar de inmediato a su propia población.
Los contrincantes de las batallas en curso han recurrido también, con gran cautela, a la extorsión petrolera por las inmanejables consecuencias de un encarecimiento del crudo.
El cierre del estrecho de Ormuz, por ejemplo, ha sido evitado porque se desconoce quién sería más afectado por una turbulencia en los precios del combustible. A diferencia del pasado Estados Unidos exporta petrolero, en cierta competencia con Arabia Saudita y China hace valer su influencia para evitar escenarios inmanejables. Pero el trasfondo central de todas las convulsiones en Medio Oriente es la causa palestina y la heroica resistencia de su pueblo, que analizaremos en el próximo texto.
RESUMEN
Israel participa en la remodelación estadounidense de Medio Oriente, con guerras para dividir al mundo árabe, contener a las potencias regionales y sepultar los intentos democratizadores. Genera un desastre humanitario que no obedece a conflictos religiosos. Es el niño mimado del complejo industrial-militar y complementa la agresión de la OTAN en Europa contra Rusia. Corporiza, además, la tendencia a unificar las guerras en sintonía con los alineamientos geopolíticos. Ya despuntan más semejanzas con la Segunda que con la Primera Guerra Mundial, aunque la proliferación nuclear y el potencial freno de las agresiones contrapese esa analogía. Seis nuevos datos trastocan los enfrentamientos militares.
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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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