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Administrando la historia

Fuentes: Cubarte

Está haciendo aguas el hermoso sueño americano de que los documentos de las administraciones que han dirigido el país son patrimonio de la nación y que cualquier historiador o simple ciudadano está en el derecho de consultarlos libremente. Si alguna vez funcionó en la vida real, está por ver, pero lo cierto es que desde […]

Está haciendo aguas el hermoso sueño americano de que los documentos de las administraciones que han dirigido el país son patrimonio de la nación y que cualquier historiador o simple ciudadano está en el derecho de consultarlos libremente. Si alguna vez funcionó en la vida real, está por ver, pero lo cierto es que desde el 2001ese sueño se ha convertido en estremecedora pesadilla.

No se trata de un asunto menor. Como bien definía George Orwell en su famosa novela-profecía titulada «1984», «Quien controla el pasado, controla el futuro». Y tal definición, al parecer, ha calado muy hondo en la percepción del Presidente George W. Bush, a tal extremo que, a principios del 2001, curiosamente después de los atentados del 11 de septiembre, emitió una no menos curiosa Orden Ejecutiva, la número 13223, del mes de noviembre, mediante la cual se ampliaron los poderes de los ex presidentes norteamericanos, incluyendo el que se encuentre en funciones, para restringir el acceso del público a los documentos de sus respectivos mandatos.

La medida del 2001 estuvo dirigida a bloquear la acción de una ley de 1978, que como todas las de su tipo, no suelen ser un regalo presidencial a los ciudadanos norteamericanos, tras sufrir el inquilino de la Casa Blanca un rapto de democracia participativa, sino el fruto de arduas luchas cívicas dirigidas a recortar, en lo posible, los poderes dictatoriales de que gozan los mandatarios, y de someterlos al escrutinio y juicio, al menos de la Historia, para lo cual es imprescindible la consulta de las fuentes primarias.

Con todas sus imperfecciones, y a pesar de las astutas dilaciones y obstáculos que se solían poner en su camino, la llamada Presidencial Record Act, de 1978, otorgaba alguna protección al derecho de acceso a documentos públicos, vinculados a los Presidentes. No pocas dudas historiográficas y cuestionamientos políticos fueron esclarecidos gracias a su acción. Y esto era ya demasiado para los círculos dirigentes norteamericanos, conscientes de que el secreto es siempre la mejor garantía para defender y mantener el poder.

La política norteamericana es curiosa: en ella poco importa lo que ocurra fuera de sus fronteras, aún cuando el hecho pueda repercutir en lo interior. La esfera sacrosanta, intocable, la que no admite develamientos ni veleidades, es la del poder doméstico, allí donde se asienta el dominio clasista de quienes, más allá de los partidos y los presidentes, son los que realmente toman las decisiones. Y para que ello funciones como lo que es, una bien aceitada maquinaria hegemónica, implacable y despiadada, en primer lugar, con respecto al propio pueblo de ese país, no se admiten indiscreciones ni fisgoneos en los depósitos documentales, esos molestos almacenes de testimonios, siempre indiscretos y peligrosos en manos de los liberales, los izquierdistas, y los irresponsables historiadores que nada saben de política, ni de mantener a raya a los enemigos de la nación.

El Acta de 1978 establecía que, a partir de Ronald Reagan, todos los records presidenciales debían abrirse al público, en un plazo establecido. Pero una cosa es legislar sobre el acceso y otra muy distinta poder acceder a los documentos: cumpliendo lo establecido por la ley, los papeles de de sus dos períodos presidenciales solo fueron puestos parcialmente a disposición de los interesados en 1994, cinco años después de que este cesara al frente de los destinos de su país. Una buena parte de ellos debía serlo transcurridos doce años, en el 2001, y en ese preciso momento, por designio de los dioses del Olimpo yanqui, siempre burlones con las ilusiones de los mortales, es que Bush promulgó su ya citada Orden Ejecutiva. Y circulen, señores, que aquí no ha pasado nada.

Según otra ley, la Freedom of Information Act, o FOIA, aprobada a regañadientes en su momento por los legisladores norteamericanos, las agencias federales disponen de veinte días laborables para responder a las demandas de acceso a documentos públicos. Pero, como acaba de declarar Thomas Blanton, Director Ejecutivo del Archivo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos, un centro de investigación de la George Washington University, ante un Subcomité del Senado encargado de indagar acerca de estos temas, «la demora de una petición que se dirija a la Biblioteca Reagan, que custodia los papeles públicos de su mandato, es de un aproximado de 78 meses, o sea, de seis años y medio».

Blanton reconoció en su testimonio que, a principios del 2001, recibir una respuesta semejante podía demorar 18 meses, pero desde que asumiera el cargo un nuevo consejero legal de Bush, quien actualmente se desempeña como Fiscal General de los Estados Unidos, diversos procedimientos fueron utilizados, en buena medida como argucias legales y tecnicismos, para frustrar o demorar, todo lo posible, el cumplimiento de la norma. Aquella ley de 1978, que Blanton calificó como «gloria de nuestra democracia», hoy se encuentra, según su testimonio, en una «profunda crisis».

El Representante Henry A. Waxman, demócrata por California, declaró ante ese mismo Subcomité, que el Presidente Bush «…ha convertido el Acta de Records Presidenciales en un Acta de Secreto Presidencial», lo cual evidencia de manera alarmante, una vez más, el modus operandi del clan neoconservador, guardia pretoriana que rodea a Bush, siempre celosa de mantener lejos de los asuntos de gobierno a todos los intrusos, en primer lugar, a los propios ciudadanos del país, para tener las manos libres en sus aventuras hegemónicas, y poder llevar hasta el final el proyecto de subversión y desmontaje de las instituciones y contrapesos democráticos de la nación.

En su declaración, el señor Blanton denunció también que otros de los mecanismos hipócritas mediante los cuales se burla la aplicación debida de las leyes, y que, en la práctica impiden el acceso, son la extrema carencia de recursos materiales y financieros que sufre el Archivo Nacional de la nación, sin los cuales no puede cumplir su cometido y atender debidamente las solicitudes que se someten a su consideración. También la existencia de un enorme acumulado de records que han sido desclasificados y son, por lo tanto, susceptibles de ser consultados, en teoría, pero que en la práctica aún no se encuentran disponibles. Para ejemplificar, el Sr Blanton afirmó que «decenas de millones de correos electrónicos de los gobiernos de Clinton y Bush han quedado fuera del debido procesamiento, por lo que muy pocos de ellos pueden ser consultados por los investigadores.

Poco impacto tuvo en las audiencias la intervención del polémico Allen Weisntein, Director del Archivo Nacional, quien ocupa el cargo tras su designación por Bush, violando los procedimientos establecidos para ello y sin someter la propuesta a consideración de los gremios de archiveros e historiadores del país. En su opinión, la Orden Ejecutiva del 2001 no ha obstaculizado para nada, con una excepción en el 2004, el acceso a materiales solicitados. Con refinada ironía le respondió el abogado Scout Nelson, en representación de una organización no gubernamental que sigue el caso, quien afirmó: «No haber sido invocada es todo lo bueno que puede decirse de la Orden Ejecutiva de Bush».

El Representante Waxman, junto a otros tres colegas, está proponiendo la anulación del Decreto imperial del Presidente Bush relativo al acceso de los documentos presidenciales. Otra interesante medida que se ha adelantado, sin especificar la razón que la motiva, aunque no es difícil deducirla, es que se considere obligatorio que toda donación a las bibliotecas presidenciales que exceda la cifra de los $200 USD, deberá incluir la identificación del donante.

Más claro ni el agua: los legisladores norteamericanos están preocupados por el creciente secreto, y en consecuencia, la limitada supervisión y control que sobre la acción de los presidentes del país se pueda ejercer, a partir del 2001, precisamente cuando, como han evidenciado diferentes escándalos, mayor debe ser esta, y también por la creciente corrupción que la compra de silencio denota cuando se hacen grandes donaciones anónimas a las bibliotecas presidenciales.

¿Se imaginan la generosidad de las donaciones de la Halliburton cuando se comience a organizar la biblioteca memorial de George W. Bush?

En rigor, al paso que avanza el golpe de estado palaciego que tuvo lugar en septiembre del 2001 en la nación que se imagina como la más democrática del planeta, hacia el 2008 no quedará nada que ocultar en los archivos y bibliotecas del Imperio. Para entonces ya todo habrá sido congelado eternamente, bien lejos de miradas indiscretas y manipulaciones indeseables, allí donde ni los arqueólogos del futuro puedan encontrar las pruebas para acusar a gente como Bush, de hacer lo que, sin necesidad de prueba alguna, todo sabemos que hacen.