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Ahogados por no mojarse los pies

Fuentes: Rebelión

¿Quién puede ser realmente libre bajo la pesada carga de la injusticia ajena?

A las 12: 20, a esa hora en que los estudiantes salen de sus clases y se vuelcan a los parques del campus para el primer alivio del día, me dirigía de un edificio a otro para recluirme en mi oficina. En un recodo de árboles y plantas donde algunos suelen descansar de sus obligaciones menos creativas, alguien me hizo señal con una mano para que me acercase. Dos colegas tomaban café en una pequeña mesa y parecían haber estado en medio de una discusión. Eran dos colegas y amigos que quiero mucho, a quienes, a los efectos de estas notas y para evitar cualquier invasión a la privacidad ajena, llamaré Albert y Marie. Ambos son brillantes científicos, autores de reconocidas investigaciones en sus áreas.

No les costó mucho informarme del tema que los ocupaba. Está en todos los medios nacionales, después de la guerra en Ucrania. Solo en el último año, varios congresos en Estados Unidos han aprobado leyes para evitar que en la educación pública se continúe estudiando la historia que menciona de forma crítica el racismo (Critical Race Theory) y para que no se mencione siquiera la existencia de gays y lesbianas. Las excusas son para niños, pero funcionan a la perfección, ya que el rol central de los grandes medios es infantilizar a los votantes: “algunos muchachos blancos se pueden sentir incómodos cuando se habla de la esclavitud y la discriminación racial” y “hay que evitar que los jóvenes sean sexualizados” cuando se reconoce que, además del amor entre hombres y mujeres, hay otra gente rara que ama por igual, pero a la persona equivocada.

Albert y Marie estaban indignados y no encontraban explicación a semejante retroceso. Las nuevas leyes aprobadas por el congreso de Florida estaban listas para ser firmadas por el gobernador DeSantis, guardián de la moral del pueblo bendecido por Dios. Sobre las nuevas políticas macartistas contra periodistas, profesores y librepensadores, ya nos detuvimos en otro recodo, hace unas semanas. 

—A nosotros no nos afecta porque estamos en una universidad —dijo Albert— y el gobierno no puede escribirnos los programas de estudio. Pero ¿hasta dónde vamos a llegar con este absurdo? 

—Más o menos no nos afecta —agregué—. Por ahora. El hecho de que no seamos profesores de secundaria, ni gays, ni mujeres, ni nos consideren negros o amarillos es irrelevante. ¿Quién puede ser realmente libre bajo la pesada carga de la injusticia ajena? Unos cuantos, me dirán. Yo no. La injusticia está por todas partes y la mayoría de las veces no se ve o no se quiere ver. Aquí mismo, por ejemplo.

—¿A qué te refieres?

—En la última asamblea de profesores nos informaron que vamos a recibir estudiantes de Ucrania, exonerados de pagar matrícula.

—Ah, sí. Eso de preguntar si le íbamos a otorgar el mismo beneficio a los jóvenes de Yemen, Siria o Palestina estuvo muy duro.

—Volví a insistir en Twitter, por si se decidían a contestar.

—¿Contestaron?

—“Te hemos escuchado” y esas cosas. 

—Bueno, es que tú puedes hacer esos cuestionamientos. 

—¿Por qué yo? Siempre que lo hago encuentro poco respaldo de gente como ustedes, que luego resulta que estaban de acuerdo conmigo, pero no dijeron ni a cuando llegó el momento.

—Es que tú puedes hacerlo.

—Sigo sin entender.

—Porque eres conocido en muchas partes y nadie se atrevería a…

—¿…a pedirme la renuncia? ¿Esperan que yo cometa un “error” para hacerlo?

—Nadie quiere un escándalo —insistió Marie.

—Cada tanto veo que algunos estudiantes me filman con sus teléfonos cuando hablo de la responsabilidad de la CIA en la destrucción de las democracias latinoamericanas o sobre la promoción del comunismo en América latina por parte de Washington y de las Corporaciones privadas a través de su larga, centenaria historia de invasiones y dictadores títeres. Claro que si estuviese en América latina los mayordomos de la oligarquía funcional ya me hubiesen desaparecido. Aquí todavía es diferente. Nadie quiere un escándalo de ese tipo en el centro del mundo, ¿no? Lo hizo Trujillo en 1956, secuestrando al profesor Jesús Galíndez de Columbia University y Pinochet en 1976 con el atentado terrorista que mató a Letelier en Washington, pero esas son excepciones.

—El gobernador quiere que los estudiantes nos graben y nos denuncien por tendencias ideológicas.

—En tu caso, Albert, no investigas el calentamiento global. Relájate. En mi área de estudio es más complicado. Una vez tuve que parar la clase y decirles, “Guys, pierden el tiempo: todo lo que estoy diciendo ya lo dije o lo publiqué antes. Lo que ven es lo que es. Yo no soy un cobarde que se esconde en seudónimos o vigila las clases ajenas para luego reportar a sus jefes. No soy un agente mercenario que cobra para arruinarle la vida a nadie. Todo lo que hago lo hago por la verdad, esa que nadie quiere escuchar. Hace treinta años que digo y publico lo mismo, sin importar las consecuencias”. Eso duele, ¿no? 

—¿Nunca te han plantado una actriz de reparto?

—Alguna vez me visitó en mi oficina un agente federal con la excusa de confirmar las referencias laborales que había dado de una estudiante. Le dije que podía hacerlo por teléfono, pero insistió en verme personalmente. Me mostró una placa sin dejarme tiempo a leerla. Fue muy ridículo. Ellos saben que tienen que hacer más méritos si quieren llamarse inteligencia. Y yo sé que tarde o temprano voy a terminar cayendo. 

—¿Cómo?

—¿No han notado que los disidentes suelen morir de cáncer en una proporción significativa? ¿No?

—Edward Said…

—Frank Church…

—O líderes incomodos allá en el Sur. Pues, lo he dicho alguna vez, como una forma de protección. Una vez que te adelantas a sus planes, los obligas a cambiar y ser más creativos. Uno podría pensar que se está volviendo paranoico, pero ¿qué más paranoico que la realidad de los macartistas? Basta con profundizar en la historia para que no quede ninguna duda. No, yo no soy ni conocido ni nada. Vivo a la intemperie, desprotegido. Intelectualmente, soy un homeless. Y cuando se trata de levantar la voz contra una injusticia, no todos quienes están de acuerdo se mojan los pies. Ni en una asamblea de profesores. Como ustedes.

—Bueno, Jorge, debes comprender. No siempre es fácil. Además, el hecho de que haya gente que prefiere no pronunciarse sobre algunos temas, no significa que estén de acuerdo. Están en su derecho. Hoy en día todo está tan politizado que si viene alguien a hablarme del Super Bowl en lugar de la guerra en Ucrania o de las víctimas en Palestina, se lo agradezco. Eso no quiere decir que esté de acuerdo con nada de eso, sino que no puedo con todo. 

—Pues, acabas de responder a tu pregunta inicial. ¿Entiendes ahora por qué estamos inmersos en un Neomedievalismo? La obligación de no discutir el presente y ni siquiera el pasado racista de este país, la prohibición de reconocer o de hablar sobre diferentes tendencias sexuales no aceptadas por el Santo Oficio, no es una lluvia de sapos que cayó ayer. Detrás del gobernador y de los legisladores en el Congreso hay muchos millones que piensan igual: “oh, no, la política es toxica, mejor no me meto en esos temas”, “puedo ser una buena persona y no protestar cuando los derechos humanos de alguien son violados…” 

Total, siempre habrá alguien que ponga el pellejo y cuando las cosas salgan mal nos sumaremos al linchamiento del peligroso sujeto.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.