I. En diversos espacios se ha asumido la práctica de endosar a los jóvenes «calificativos» distintivos, que si válidos para aproximar una caracterización de este grupo, no deben asumirse como verdades universales. Alegres, irreverentes, inmaduros, dinámicos, activos, indecisos… son apelativos que se reiteran en espacios públicos, en las escuelas y los medios de difusión. […]
I.
En diversos espacios se ha asumido la práctica de endosar a los jóvenes «calificativos» distintivos, que si válidos para aproximar una caracterización de este grupo, no deben asumirse como verdades universales. Alegres, irreverentes, inmaduros, dinámicos, activos, indecisos… son apelativos que se reiteran en espacios públicos, en las escuelas y los medios de difusión. En rigor, la propia autovaloración que realizan los jóvenes – al menos la que se presenta en estos espacios a través de entrevistas o documentos – jerarquiza estas características, en una suerte de círculo que se mueve constantemente entre autoreconocimiento – legitimación pública.
Esta dialéctica entre lo público y lo privado se produce y define sus matices en una nación en crisis económica, significativos reordenamientos sociales y permanencia de un esquema político que cumple más de medio siglo sin transformaciones significativas.
El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 constituyó un acontecimiento parteaguas en la historia de América y en sentido general, en la contemporaneidad. Los principios políticos que definieron a la primera experiencia de poder socialista en un Estado-nación del continente americano, mantienen su vigencia y su carácter revolucionario en medio de un mundo marcado por la persistencia del capitalismo como sistema de dominación múltiple. Ante esta realidad, se le exige con más fuerza al proyecto cubano «revolucionar» su Revolución, o mejor, continuar dinamizando las estructuras económicas, sociales y políticas como corresponde a una Revolución que se sigue proclamando como tal.
En este sentido, cuando la urgencia de esta «dinamización» se contrapone a las verdaderas posibilidades de un retroceso al capitalismo, vuelve a situarse sobre la mesa el papel de los jóvenes en el panorama de los próximos quince años. Cualquier análisis sobre el particular, debe deconstruir la «estigmatización» que mencionamos al principio. Sutilmente, esos apelativos contienen una carga que los supera. ¿Qué peso tienen para un actor político la falta de seriedad, la indecisión y la inmadurez? Esa carga, se traduce en que los jóvenes constituyen un grupo no hecho, no preparado y – en el peor de los casos – casi aventurero para la actividad política.
II.
Resulta evidente que la actual dirección del país y las figuras paradigmáticas de la Revolución Cubana que han sobrevivido durante más de medio siglo, deben finiquitar – por una exigencia biológica – en los próximos cinco o diez años. Por tanto, si antes podía presentarse la renovación política como una voluntad o aspiración; ahora mismo es una pretensión impostergable. Para ello, resulta necesaria una (re)construcción en el imaginario colectivo del potencial revolucionario de los jóvenes en la Cuba actual.
A continuación, de forma sintética, expongo algunas líneas para esa (re)construcción:
1. Polemizar sobre la «crisis de valores» que se produjo en Cuba a partir de los años 90 del pasado siglo y la saga que le ha acompañado en la afirmación «la juventud está perdida».
No se trata de negar los efectos éticos que provocaron la llamada «crisis de los 90» y el Período Especial, sino de matizar un proceso que de forma soterrada lanza sobre los nacidos entre los años 80 y 90 la carga de constituirse en los portadores (no portadores en realidad) de esos valores en crisis y al propio tiempo sitúa las tres décadas precedentes como la época de formación de un sistema de valores que encarnarían la realización socialista en el orden moral. Desde hoy, no considero paradigmática una herencia que también dejó muestras de intolerancia religiosa, irrespeto a la diversidad en la orientación sexual, limitaciones a la creación artística y a la aprehensión de la cultura universal y triunfalismo. En la actualidad, los valores relacionados con estos fenómenos se encuentran en un momento más favorable – o mejor, más revolucionario – cuestionando la absolutización de los análisis que presentan una denominada «crisis de valores».
2. (Re)significar el término «relevo» utilizado eufemísticamente para denominar la renovación en la dirección del Estado, el Gobierno y el Partido Comunista de Cuba.
Se insistió anteriormente en la inevitabilidad y urgencia de este proceso. Para quienes mantenemos la certeza de que el socialismo es una opción viable, liberadora y superior al capitalismo la idea de ese «relevo» está identificada con la perdurabilidad de los principios que inspiraron la Revolución que triunfó en enero de 1959; pero también – y sobre todo – con revolucionar y «cambiar lo que debe ser cambiado», barriendo consideraciones ortodoxas que han presentado como inamovibles determinados aspectos que para nada están identificados con el Socialismo. En este sentido, la idea de «mantener la Revolución» como principal tarea de la generación que irrumpirá en el poder en apenas una década supera y niega el axioma de «mantener exactamente lo que se ha hecho». En ello debiera insistirse sistemáticamente; y sería agudo desde el punto de vista estratégico – además de una muestra de humildad revolucionaria – que la actual generación en el poder fuera pionera en este proceso.
3. Legitimar el potencial revolucionario de los jóvenes en su desempeño en tareas de dirección política.
Por razones diversas existe una percepción popular de que los jóvenes que han asumido responsabilidades políticas importantes «se han equivocado» o «han sido incapaces de estar a la altura de estas responsabilidades». Esta percepción – si dañina – no puede considerarse infundada. ¿Qué dinámicas han funcionado en esta dirección? En los últimos quince años los casos de defenestración política «mediatizados» con mayor fuerza y rigor (al menos desde el punto de vista público) han implicado a dirigentes que iniciaron su actividad entre los 80 y los 90. Sobre el particular, tres comentarios: «en última instancia» la responsabilidad en la promoción – y en ocasiones ascensos meteóricos – de estos dirigentes corresponde a miembros de la llamada «generación histórica» que en algunos casos auparon a figuras que ni siquiera contaban con ascendencia popular; no considero que los casos de corrupción y malas prácticas políticas no hayan tocado a hombres con una trayectoria revolucionaria que se remontara al período anterior a 1959, solo que fueron tratados con mayor discreción; y finalmente, las que podrían considerarse experiencias precedentes – como las Causas 1 y 2 – por su distancia temporal tienen una significación menor en el imaginario popular contemporáneo.
En este contexto, la legitimación del potencial revolucionario de los jóvenes constituye una tarea de primer orden. Para ello, un punto de partida estaría en los años que siguieron al triunfo de enero de 1959. Aunque la sostenibilidad de la Revolución Cubana durante más de medio siglo está marcada como un ejemplo de resistencia heroica, no puede negarse el dinamismo que acompañó el período comprendido entre 1959 y 1968, precisamente cuando se encontraban en el poder – en medio de importantes contradicciones políticas – los jóvenes protagonistas de la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Por otra parte, debe plantearse la interrogante ¿qué jóvenes interesa promover o legitimar? La estructuración del par juventud – condición revolucionaria constituye un mecanicismo. Nuestra historia ha evidenciado en varias ocasiones que pueden existir jóvenes (desde el registro etario) que en materia política se erijan abanderados del conservadurismo. Quizás las peores experiencias se manifiesten en las actuales organizaciones juveniles cubanas, particularmente en la Unión de Jóvenes Comunistas. Desde hace dos décadas al menos, hemos asistido a un fortalecimiento del aparato burocrático de esta entidad que se refleja en el privilegio a los indicadores estadísticos por encima del intercambio sistemático y horizontal con sus miembros; a un debilitamiento de la labor educativa y de propaganda revolucionaria efectiva, encubierto bajo la promoción de actividades que pretenden (re)fundar una identidad que la convierte en una organización de masas y la aleja de su misión política [1] ; y a una incapacidad propositiva que no alcanza solo las cuestiones políticas nacionales, sino también el funcionamiento interno, cuestionado en los espacios de discusión promovidos por el Partido Comunista de Cuba como el Congreso de 1997 y la Conferencia Nacional de enero de 2012.
La Unión de Jóvenes Comunistas es heterogénea. Su diversidad obedece a múltiples registros desde la edad de los militantes hasta la actividad profesional que desempeñan. Las formas de pensar la organización y el país también son diferentes. Sin embargo, su posicionamiento político está determinado más por sus estructuras de dirección que por los criterios de sus miembros. El verticalismo que distingue su funcionamiento limita el potencial (y en muchos casos actividad práctica) de jóvenes valiosos que la integran.
Pudiera decirse que la Unión de Jóvenes Comunistas – como organización nacional – se encuentra a la «derecha» del propio Estado y del Partido Comunista. El llamado del presidente Raúl Castro a la discusión y la confrontación de opiniones, así como su reiterada afirmación de que «unidad no significa unanimidad» es un camino que invita a situar en su lugar político a cada una de las organizaciones y sectores de la sociedad cubana. Si no fuera así, ¿qué sentido tiene manejar términos como «izquierda» y «derecha» al referirnos al mapa geopolítico mundial?, ¿es qué esos términos son aplicables solo al exterior, quedando en el territorio de nuestros analistas internacionales y de las mesas redondas?
Reconocer y señalar el desempeño conservador de una organización proclamada revolucionaria adquiere especial significación en las actuales condiciones de Cuba, especialmente si se supone que la entidad agrupa a los actores políticos del futuro inmediato en la isla y resulta evidente que una parte de sus miembros constituyen parte de la vanguardia política (aunque no sean los únicos). Por ello, legitimar el potencial revolucionario de los jóvenes, implica también una mirada crítica a la identidad organizacional; una mirada en que la aspiración socialista y anticapitalista constituya una plataforma de inclusión y diversidad desde una vanguardia juvenil, consciente de que su papel revolucionario supera el discurso y de que no es un pecado – sino una fortaleza – estar a la «izquierda» del Estado.
[1] En este sentido, la construcción de nuevas relaciones con el sector artístico constituye un esfuerzo interesante. Sin embargo, existen otras entidades (la Asociación Hermanos Saíz, la Brigada de Instructores de Arte) que fueron creadas en esta dirección. Esta superposición de funciones disminuye las posibilidades de la Unión de Jóvenes Comunistas de focalizarse en las importantes tareas políticas que tiene.
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