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Almería, más de cuarenta años después de «Campos de Níjar»

Fuentes: Rebelión

El lunes 5 de julio de 2004 partía rumbo a la Provincia de Almería, tierra que viera nacer a mis abuelos, tatarabuelos y así consecutivamente. Tras un breve recorrido por Andalucía (Sevilla, Ronda, Granada capital, Trevelez, etc.) volvía de nuevo a la tierra de mis orígenes con inquietud renovada. Conforme me adentraba en la provincia […]

El lunes 5 de julio de 2004 partía rumbo a la Provincia de Almería, tierra que viera nacer a mis abuelos, tatarabuelos y así consecutivamente. Tras un breve recorrido por Andalucía (Sevilla, Ronda, Granada capital, Trevelez, etc.) volvía de nuevo a la tierra de mis orígenes con inquietud renovada. Conforme me adentraba en la provincia almeriense y me alejaba del verde alpujarreño comenzaba a deslumbrar la luminosidad del paisaje, llegaba paulatinamente a un terreno dominado por el esparto, las ramblillas, los ríos secos y el sonido emitido por el aleteo de las cigarras. Almería, como indicara Juan Goytisolo en su obra «Campos de Níjar» (1960), sigue asemejándose a un mar arenizo y revuelto, a un pequeño desierto al otro lado del estrecho.

En la actualidad, este mar arenizo se conjuga con una magna mancha blanca de invernaderos que erosiona la tierra hasta dejarla yerma y con un litoral terriblemente explotado por la economía turística. En definitiva, la belleza del paisaje almeriense se encuentra en su ocaso, al borde de su particular apocalipsis producido por el crecimiento económico capitalista. El caminante, que en otra hora divisara una tierra oprimida por la pobreza y la escasez, ahora puede encontrar -siguiendo el estilo de vida californiano- el contraste agudo entre la riqueza desproporcionada de los nuevos ricos y la miseria de miles y miles de inmigrantes que llegan a Almería en busca de una mejor vida.

Almería experimenta un crecimiento económico que da vértigo y que, a su vez, augura el advenimiento inevitable de una nueva crisis, de las fatalidades que en otro tiempo impregnaron la provincia tras la frustrada industrialización decimonónica. Si el primer intento de industrialización en la provincia se realizó sobre la base de la uva (Berja, Dalía, Adra, Alhabia, etc.) y la minería (Las Minas de Serón, Bacares, Rodalquilar, Benhadux, etc.), ahora el desarrollo económico acelerado se basa en el turismo, en la especulación del suelo y la construcción exagerada que se dan entre Aguadulce y Roquetas, en los invernaderos que van desde Ejido hasta Almería capital y, finalmente, no podía ser de otra manera, en la explotación despiadada de la clase obrera autóctona e inmigrante.

En el sector acomodado de la población almeriense predomina el culto al dinero, la apolitización y la escasez de cultura. El vocabulario hegemónico es dominado por palabras como «trato», «inversión» y «negocio». La riqueza desproporcionada e inconmensurable de una minoría de nuevos ricos paletos y pseudomafiosos tiene en los inmigrantes a sus principales víctimas y, por tanto, su vital fuente de acumulación de capital. Paradojas de la historia, la tierra que viera, a partir de los años 50, vaciarse sus pueblos, calles y casas, que viera emigrar a sus habitantes atraídos por la acción gravitatoria del trabajo en Barcelona, ahora se ha constituido en un polo atractor, en una masa enorme de ánimo de lucro capitalista, que atrae la fuerza de trabajo de miles y miles de marroquíes, subsaharianos, latinoamericanos y rumanos.

Pocos obreros almerienses saben qué derechos le asisten y cuál es la mejor forma de defenderlos. En el caso concreto de los obreros inmigrantes, la mayoría carece de papeles y, por tanto, de cualquier derecho laboral. Por ejemplo, en Llegüa Verde, la carretera del butano, los cortijos de Marín, etc. se amontonan los inmigrantes para conseguir un jornal, esperan que pase el encargado o dueño del invernadero y que éste les de trabajo sin contrato alguno.

Los obreros trabajan en los invernaderos a más de cincuenta grados centígrados, en las cooperativas las jornadas laborales pueden llegar a prolongarse hasta catorce y dieciséis horas. Las condiciones de trabajo son infernales, los tiempos de descanso inexistentes, algunos obreros aseveran que existe miedo a la hora de ir al lavabo, que se dan situaciones increíbles como la existencia de un único botijo de agua para saciar la sed de toda una plantilla. Si Federico Engels viviera para examinar las condiciones materiales de existencia de los obreros inmigrantes en Almería pocas rectificaciones tendría que hacer a su genial obra, escrita a mediados del siglo XIX, «La situación de la clase obrera en Inglaterra» (1845). Posiblemente Engels debería rectificar el título, «La situación de la clase obrera inmigrante en Almería», así como algunos escenarios y protagonistas: trasponer las fábricas por los invernaderos, la grasa por la tierra y el lienzo por el tomate.