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La trastienda de la guerra

Ammán, refugio de incertidumbre y esperanza

Fuentes: Rebelión

Las vidas de refugiados confluyen en la capital jordana bajo el recelo de su asilo y el sueño del retorno.

«La experiencia me dice que los migrantes que vienen [con el estallido de una guerra] no retornan», deduce Al-Halawani, jordano de unos setenta años. Al menos, eso ha ocurrido con los palestinos expulsados de su tierra en 1948, en lo que se conoce como la Nakba, y con algunos iraquíes llegados por Oriente desde la invasión de Irak en 2003. A día de hoy, también está sucediendo con los miles de personas que han cruzado o cruzarán la frontera del Sur de Siria para buscar refugio de la guerra. Los mayores ven que la historia se repite y se muestran «preocupados porque no sabemos si Jordania va a tener capacidad para acoger más gente». 

Para defender sus vidas, miles de personas deciden emprender un viaje con gran carga de dolor. A la vez que se consuman los instintos de supervivencia, crece el deseo de establecerse. En Ammán esa constante búsqueda de un nuevo ‘hogar’ origina hostilidades, sin embargo, pocas ciudades habrán dado a este asunto respuesta más ejemplar. Los refugiados «son un gran problema, pero son nuestro problema», defiende Al-Halawani , ya que «tanto palestinos como sirios son nuestros hermanos». Con la situación humanitaria que se agrava aparece un profundo sentimiento de incertidumbre: «Ni sirios ni jordanos sabemos cuándo se solucionará este problema y la gente se está buscando un futuro». Aunque legalmente no pueden trabajar, «los sirios aceptan un salario más bajo y los jordanos se pueden quedar sin empleo».

Se suman más razones para la desconfianza. Una evaluación del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) señala la caída de los salarios por la competencia laboral. También se encarece la vida, «aumenta el precio del alquiler de la vivienda, de otros productos y servicios esenciales». Jordania es un país sin muchos recursos. «Somos el tercer país con menos agua del mundo», dice Al-Halawani señalando a unas botellas de plástico; e insiste después de un silencio: «Tenemos gran falta de agua potable». Por todo esto, siente que «actualmente hay miedo». Todavía solo se oyen tímidas manifestaciones pero, si la realidad empeora, sospecha que la gente, «confundida», ante un futuro incierto, «protestará y, pelearán unos con otros».

Por otra parte, Al-Halawani se sitúa entre los más escépticos a la hora de ver una pronta solución. Destruida y fragmentada, «veo a Siria como Somalia». En este sentido prefiere no hacerse ilusiones con las conversaciones de paz de las élites políticas: «No confió en la Conferencia de Ginebra». Sus dudas sobre la eficacia de la cumbre quizá se deban a que supone un acuerdo tácito en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para una guerra de larga duración. En las pasadas semanas, mientras la diplomacia ‘de las partes’ se reunía en Ginebra II, un informe publicado en diario The Guardian evidenció, con 55.000 imágenes cedidas por desertores de la policía-militar, la tortura y la ejecución en masa de opositores apresados por el régimen sirio. Además otro informe de Human Rights Wacht revelaba la demolición de viviendas como arma de guerra.

El escenario bélico ha traído el más injusto de los mundos para millones de personas que, ante tanta crueldad, siguen luchando por dejar la muerte atrás. En casi tres años de conflicto, unos 600.000 afectados han llegado al reino hachemita. La citada evaluación de Naciones Unidas estima que habrá «800.000 refugiados en necesidad de protección para finales de 2014». Desde un inicio, valora la portavoz de ACNUR del Estado español, María Jesús Vega, ha habido una gran solidaridad con los ellos: «Todos los países vecinos han dejado abiertas las fronteras y la respuesta que han dado ha sido impresionante. Los jordanos, los turcos, los libaneses abrían las puertas de sus casas durante muchos meses». Sin embargo, hoy todo está desbordado: «Estamos casi entrado el tercer año y donde comen 2 no comen 18».

Más de la mitad de los refugiados proceden de Daraa, ciudad al Sur de Siria, a unos diez kilómetros de la frontera jordana donde, al calor de la primavera árabe, prendió la mecha de la revolución en solidaridad con los familiares de unos adolescentes torturados. Llama la atención que los refugiados representan una amplia clase media y provienen de zonas urbanas, donde también prefieren concentrarse. Así lo elige el 80%, de los cuales un tercio (160.000) habita en Ammán. La familia Awad solicita la ayuda de Naciones Unidas en el registro de la capital con la intención de instalarse allí. «No queríamos quedarnos en Zaatari, hay mucha miseria», opina Musalla, hermano mayor, mientras ojea si su formulario de inscripción está debidamente cumplimentado. Los padres de Musalla y sus cinco hijos esperan al llamamiento del guardia que anuncie su turno. La concesión, de entre 50 dinares jordanos y 200 JD (un JD equivale aproximadamente a un euro) dependiendo del tamaño de la familia y del alquiler, les serviría para quedarse en Ammán. Significaría, además que «mis hermanos pequeños podrían ir a la escuela».

En los campamentos permanecen vulnerables quienes carecen de ahorros y no pueden prescindir de la ayuda humanitaria. En el interior del campamento de Zaatari, convertido en la cuarta ciudad más poblada del país, la mayor fuente de ingresos se obtiene echando imaginación para desplegar el mercado informal y vendiendo productos de las donaciones de las organizaciones y agencias de cooperación. El paso a las zonas urbanas, observa el citado documento de ACNUR, implica una mejora de la realidad de los asilados. Sin embargo, a quienes llegan a la ciudad y se les acaba el dinero se ven obligados a poner a «sus hijos a trabajar y reducir el consumo de alimentos», incluso, hay «familias extensas de 20 ó 30 personas que comparten dos o tres habitaciones».

De camino al centro, conduciendo por estiradas colinas, resaltan centros comerciales propios de una ciudad moderna, en contraste, con algún descampado que hace las veces de vertedero. Edificios de la administración muestran enormes fotos de la dinastía Hussein. Entre algunas de las megalómanas imágenes de fachada se intercalan edificios negruzcos, ensuciados por la escasa lluvia con lodo y la polución de un tráfico incesante. Las calles se estrechan al bordear los vestigios de una ciudad milenaria. El zoco guarda un universo de vidas, aromas y colores. Las bombillas que cuelgan de los toldos iluminan los puestos de frutas y verduras que se amontonan por tipos. Los tenderos gritan el precio de sus productos: «Un kilo de dátiles un JD» repite un vendedor. Pasado el mercado de frutas un bazar hace esquina. En aquel local sobreviene el movimiento de personas de toda condición y fortuna: desde los hijos mayores de la familia Rani de origen sirio, propietaria del negocio, hasta parientes y amigos, que encuentran allí sostén diario.

Wesaam entra constantemente a por pedidos a la tienda de los Rani. Este sirio, todavía en la pubertad, trabaja de camarero en el café contiguo. Tiene quince años aunque parece mayor en su desenvoltura con el cliente. Moreno y rollizo desprende simpatía. Cuenta con orgullo que sirve para ayudar a su familia y únicamente cierra su sonrisa al nombrar a su padre: «Está triste, todavía no ha encontrado trabajo y le gustaría regresar a Damasco». Wesaam llegó hace medio año a la capital jordana huyendo del conflicto junto a su familia. Antes de seguir atendiendo con energía cuenta que, gracias a viejos conocidos, no ha tenido que solicitar auxilio.

Por lo general, los recién llegados prefieren no pedir ayuda hasta necesitarla. La delegada Vega observa que primero anteponen su seguridad. «Hay gente que no quiere pedir protección, que no quiere registrarse como refugiada o que prefería pasar desapercibida como jordana». Al principio esto es posible, «pero luego ya no tienen de que vivir. Por eso, muchos de ellos están empezando a acudir al registro pidiendo la máxima discreción». Tienen miedo «de con quién hablan y con quién no hablan». Hay jóvenes que se sienten vigilados y temen las represalias que pueda haber contra sus familiares todavía atrapados en la guerra. Es el caso del primo de Maher Rani, encargado del bazar, que teme se desvele su identidad. «Todo el mundo sabe que escapó después de combatir en la oposición» y solamente si cae Al-Asad piensa que podrá regresar.

De alguna forma, los países limítrofes se convierten en esa trastienda de la guerra. Allí muchas vidas pasan al inventario de las agencias de cooperación y muchas otras se pierden entre registros y estadísticas. Así, esas vidas oscilan entre dos lados, el de la esperanza de volver algún día o el del desánimo de no regresar por no tener a donde. Zigmunt Bauman en su ensayo Archipiélago de excepciones indaga cómo «los refugiados son el residuo humano personificado: […] sin intención ni posibilidad realista de ser asimilados e incorporados al nuevo elemento social. […] Las perspectivas que tienen de ser reciclados para ser convertidos en miembros legítimos y reconocidos de la sociedad humana son, como mucho, poco halagüeñas e inmensamente remotas». En Ammán todavía se arraigan muchas vidas robadas. Ahora bien, ¿por cuánto tiempo más? El único consuelo que sosiega tanta incertidumbre, es recordar que muchas de esas vidas se levantaron por justicia y dignidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.