No es la primera vez que Angela Davis pisa Euskal Herria. Hace más de medio siglo, un 15 de setiembre de 1963, se encontraba en Biarritz cuando un grupo de extremistas blancos mató a cuatro menores en una iglesia de Birmingham (Alabama), muy cerca del lugar donde Davis creció con las leyes de la segregación […]
No es la primera vez que Angela Davis pisa Euskal Herria. Hace más de medio siglo, un 15 de setiembre de 1963, se encontraba en Biarritz cuando un grupo de extremistas blancos mató a cuatro menores en una iglesia de Birmingham (Alabama), muy cerca del lugar donde Davis creció con las leyes de la segregación racial como paisaje de fondo. Un lugar conocido como Dynamite Hill, la colina dinamita, por los atentados racistas perpetrados allí por el Ku Klux Klan contra familias negras.
El atentado quedó grabado en la memoria de la joven Davis, que posteriormente dedicará varias de sus obras a las cuatro víctimas. Pero en aquel año 63, en plena efervescencia de la lucha por los derechos civiles en EEUU (en agosto el mundo escuchó el sueño de Martin Luther King), se encontraba estudiando en la Sorbona de París gracias a una beca; luchando con su particular versión de Jano, el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales, representado con una cabeza de dos caras. Una imagen que la acompañará y a la que se referirá en más de una ocasión a lo largo de su vida.
Gracias a unos resultados extraordinarios, su carrera académica pasaba entonces por Europa, pero su compromiso militante la llamaba a casa. «Tenía la cabeza de Jano fijada; una cara llena de ganas de estar en la hermandad de Birminghan, la otra contemplando mi propio futuro. Pasó un largo tiempo antes de que ambos perfiles convergiesen», escribió en su autobiografía.
La balanza de Jano basculó así de un lado a otro hasta encontrar un siempre difícil equilibrio. Después de seguir sus estudios en la Universidad Goethe de Alemania, rechazó realizar el doctorado al lado de nombres propios de la escuela de Frankfurt como Theodor X. Adorno o Jürgen Habermas y regresó a EEUU, a la Universidad de California en San Diego, junto al filósofo Herbert Marcuse. Eran los años de los Black Panthers y la lucha contra la guerra de Vietnam.
Davis encontró cobijo militante en el Partido Comunista y refugio académico en la Universidad de California de Los Ángeles. Jano acecha y la primera trinchera le costará la segunda, junto a la enemistad vitalicia del entonces gobernador del Estado y posteriormente presidente Ronald Reagan. Fue expulsada después de que un agente oculto del FBI denunciase su militancia comunista. No sería su último encontronazo con los servicios secretos. Tampoco con un presidente de los EEUU.
Perseguida y amenazada por siglos de racismo institucionalizado y por el anticomunismo enfermizo herencia de los años de McCarthy, en ocasiones armada y con guardaespaldas, Davis se implicó con todo en el caso de los Soledad Brothers, tres afroamericanos acusados sin pruebas de la muerte de un carcelero blanco en el penal de Soledad. El 7 de agosto, el hermano de uno de los acusados, de 17 años, irrumpió fuertemente armado en el juicio para reclamar la libertad de los prisioneros. En la acción mueren él, dos presos y el juez. Davis es acusada de participar en la acción, el FBI la incluye entre los 10 criminales más buscados del país y comienza una huida que finaliza el 13 de octubre de 1971 en New York. El entonces presidente Nixon felicita al eterno director del FBI, J. Edgar Hoover, por la captura de la «peligrosa terrorista».
Tras unos meses en prisión, y arropada por la espectacular campaña «Free Angela», ella misma asume su defensa en un juicio en el que la acusaron de «asesinato», «secuestro» y «conspiración criminal», tres cargos penados con la condena a muerte. Fue absuelta. Más aun, Angela Davis recuperó la libertad convertida ya en icono de la lucha contra el racismo en EEUU y en el mundo. Desde Pablo Milanés a los Rolling Stones, pasando por John Lennon, no hubo quien no le dedicase una canción a Davis en aquellos años.
Conciliando a Jano
Mujer, negra y comunista, asumió con orgullo los tres dones que, cinco años antes, desde un mundo paralelo, la poeta catalana Maria Mercé Marçal agradeció al azar: «haber nacido mujer, de clase baja y nación oprimida». De hecho, es en la cárcel donde arranca la serie de reflexiones que desembocarán en su obra canónica, publicada en 1981: ‘Mujeres, raza y clase’.
Basado tanto en sus investigaciones académicas como en su experiencia militante, el libro, vigente 35 años después, reconcilia las dos caras de Jano, que son teoría y práctica, y que son también pasado y futuro. Echa mano del siempre semienterrado hilo de la historia e incluye la perspectiva de género a una todavía hoy incompleta historia de la esclavitud, del mismo modo en que denuncia el racismo y el clasismo de ciertos movimientos de mujeres, como el sufragista. Todo en vista a la construcción de futuro que pretende igualitario, pero del cual no se acaba de fiar.
«Sentía una insoportable tensión, era como si yo fuese dos personas, dos caras de la cabeza de Jano. Un perfil miraba fija y desconsoladamente el pasado, el fastidioso, violento y limitante pasado roto solo por ocasionales manchas de sentido. El otro miraba fijamente, con deseo y aprensión, el futuro; un futuro iluminado por el reto, pero que al mismo tiempo albergaba la posibilidad de la derrota», había dejado escrito antes en la autobiografía ya citada, publicada en 1974.
De la esclavitud a las prisiones
Davis ha pasado las dos últimas décadas estudiando el sistema penitenciario estadounidense y luchando por la abolición de las prisiones. En unos EEUU que, con el 5% de la población mundial, aportan el 25% de la población carcelaria, de la que una parte igualmente desproporcionada la constituyen presos y presas afroamericanas, dedicarse al estudio de las prisiones no fue ningún cambio de tercio en la carrera académica de Davis.
De hecho, no fue sino la evolución lógica y natural de un recorrido que sigue puntada a puntada el hilo histórico que de la esclavitud pasó al sistema de arrendamiento de convictos, un esquema con el que la población negra fue criminalizada en la segunda mitad del siglo XIX, detenida masivamente para luego, con la condena sobre la espalda, convertirse en mano de obra a disposición del Estado. En una frase: los negros y las negras dejaron de ser esclavos para convertirse en criminales. Y como tales, carentes de cualquier tipo de derechos civiles.
El sistema de arrendamiento de convictos como tal pasó a la historia, pero su herencia sigue bien vigente a día de hoy, en un país en el que 5,85 millones de personas, uno de cada cuarenta, no tienen derecho a voto a consecuencia de un juicio criminal. En porcentajes, el 7,7% de la población afroamericana tiene vetada su participación política en los EEUU, frente al 1,8% del resto de la población. La cifra, que clama al cielo, es la que lleva a Davis a denunciar que el fuertemente militarizado sistema carcelario estadounidense no es sino la prolongación de un estado de excepción con siglos de antigüedad. «De la prisión de la esclavitud, a la esclavitud de la prisión», resumió la propia Davis en un texto de 1995. Es esta constatación la que le lleva a rechazar la reforma del sistema de prisiones y a defender la abolición completa de las cárceles, asegurando que, mientras tanto, será la democracia la que quede permanentemente abolida.
Lejos de limitarse al sistema penitenciario estadounidense, Davis ha abordado los sistemas penales de diversos países (Cuba y Holanda, especialmente), consciente de que las vulneraciones de derechos pocas veces conocen fronteras. Un internacionalismo aprendido en el París de finales de los años 60, en plena lucha de liberación argelina, y que hoy, 7 de febrero de 2016, medio siglo después de la angustiosa jornada vivida en Biarritz, le lleva a viajar a Logroño a exigir la libertad de otro preso político [Arnaldo Otegi].