El miedo generalizado a que el Covid-19 se expanda por territorio estadounidense ya comienza a mostrar sus primeros signos en las masas: exigiendo medidas más duras y actitudes más autoritarias e intransigentes para contener a la epidemia (haciendo lucir a Trump como un «demócrata de consensos y mano blanda ante los problemas»).
El proceso electoral en Estados Unidos avanza sin detenerse—a pesar de las torpes decisiones tomadas por el ejecutivo de la Unión en torno de la diseminación del Covid-19. Y en el terreno de las definiciones demócratas, la brecha entre los dos principales punteros de la contienda (Sanders y Biden) se abre cada vez más, con cada nueva ronda de votaciones. Entre el Super Tuesday, el pasado tres de marzo; y los más recientes comicios celebrados, este martes diecisiete; diez Estados de la Unión celebraron elecciones para elegir, tanto por parte de los demócratas como de los republicanos, a los candidatos que habrán de contender por la presidencia del país para el siguiente cuatrienio.
Ahora bien, para los republicanos, la definición del candidato no es un tema que esté siquiera a debate. Cuatro años de presidencia de Donald J. Trump lograron organizar —al parecer contra todo pronóstico inclusive al interior del propio partido— a las filas de ese instituto político en torno de una agenda programática y una base ideológica más o menos comunes y unificadas, si bien no homogéneas y libres de toda contradicción. Es en el espectro demócrata, no obstante, en donde la disputa por la nominación y por los contenidos que habrán de ponerse en juego de cara a las elecciones presidenciales se encuentran, hoy, en una de las situaciones más difíciles que hayan tenido que enfrentar los adeptos y las adeptas a este partido.
Entre el tres de marzo y el martes diecisiete del mismo mes, pues, en las primarias demócratas comenzaron a cobrar una mayor consistencia las trayectorias a seguir por cada uno y cada una de las contendientes, y el único resultado sólido obtenido hasta el momento es que Biden, por un lado, sigue creciendo en términos de popularidad electoral; y por el otro, sigue acrecentando la diferencia que lo separa de su contendiente más próximo: Bernie Sanders. Y es que, en efecto, luego de que el diez de marzo se celebraran primarias en Dakota del Norte, Idaho, Michigan, Misisipi, Misuri y Washington; y de que el diecisiete se hiciera lo propio en Arizona, Florida e Illinois; al cierre de la jornada de ese día, Biden ya se posicionaba en la contienda con 1,147 delegados asegurados; mientras que Sanders apenas logró alcanzar la marca de 861.
¿Cómo entender el impulso tan fuerte del que es objeto la campaña de Biden, un político por lo demás poco carismático, con habilidades oratorias pobres y apenas reconocido nacionalmente por haber sido el vicepresidente de Barack Obama durante la presidencia de este último? En principio, sin duda, los dos factores hasta ahora más decisivos en proyectar una mayor fuerza son, por una parte, la narrativa que las grandes corporaciones de la comunicación y la información en el país comenzaron a construir a partir del Super Tuesday —y que han sostenido y potenciado en días recientes—, en la que Biden es construido discursivamente como la mejor opción política capaz no sólo de ganar por el margen más amplio la nominación demócrata, sino, además, la capaz de vencer a Trump en las elecciones generales; y por la otra, la rapidez y la cohesión con la que el aparato electoral demócrata logró llegar a un consenso que ofreciese la mejor de las alternativas posibles para hacer de la de Biden la candidatura principal del partido, frente al peligro (siempre falso exagerado) que representa Sanders para el status quo liberal del país.
Más allá de ambos componentes —que hoy por hoy son los dos caballos de batalla de la candidatura de Biden—, no obstante, quizá un par de elementos que no habría que perder de vista para comprender por qué sigue creciendo el arrastre de Biden entre la sociedade estadounidense tendrían que ver con el hecho de que el exvicepresidente de Barack Obama ha optado, también a partir del Super Tuesday, por adoptar una estrategia de campaña en la que, a medida que avanzan las elecciones internas del partido, suma a su plataforma política las principales propuestas de campaña de sus adversarios y adversarias, desplazando, hasta un margen de maniobra lo suficientemente cómodo como para no poner en riesgo a su base electoral propia, su posición ideológica y programática más hacia la izquierda de lo que se encontraba al comienzo del proceso —y definitivamente mucho más hacia la izquierda de lo que jamás estuvo durante sus funciones como vicepresidente.
Así pues, en los últimos días, por ejemplo, en materia migratoria Biden se ha retractado de la dura posición que adoptó durante la presidencia de Barack Obama y las trumpistas políticas antimigratorias que el primer presidente afrodescendiente de la Unión americana implementó sobre todo hacia la segunda mitad de su segundo periodo presidencial. Hoy, en esa materia, Biden procura ser más cauto con su lenguaje, mucho más moderado con sus propuestas y definitivamente más demagógico con la manera de exponer sus sentimientos respecto del tema de separar a familias de migrantes. En términos generales, esa atemperación de su posición en temas de migración por su puesto que no se compara con la más radical aún de Sanders relativa a la eliminación del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés). Sin embargo, lo que es un hecho es que, al parecer, en el radar electoral del equipo de campaña de Biden el voto latino (hasta ahora propiedad casi exclusiva de la campaña de Sanders) comienza a ser visto como un tema de relevancia y un problema serio cuando de la aritmética electoral se trata.
En términos similares, además, Biden —el candidato que personifica mejor que ningún otro y ninguna otra en la presente contienda los intereses del gran capital financiero estadounidense— ha optado por recuperar (aunque con matices importantes) la iniciativa de Elizabeth Warren respecto de la necesidad de reestructurar el sistema de bancarrota de la nación, introduciendo en esa tesitura, además, uno de los temas que mas popularidad le ha granjeado a Sanders entre las juventudes del país: la deuda del sector educativo nacional.
¿Cómo explicar esos virajes, matices y cambios de postura —graduales y en ocasiones apenas perceptibles— en la candidatura de Biden cuando falta tan poco para dar por concluidas las elecciones internas de candidateables a la presidencia de la Unión? La respuesta que más pronto surge y que mayor sentido hace, por lo menos hasta el momento, es que el exvicepresidente y su equipo están pensando en la necesidad de captar, desde ahora, a los círculos de votantes más moderados (y hasta cierto punto indecisos) de los otros y las otras aspirantes demócratas a la presidencia: primero, para no tener que desperdiciar esfuerzos tratando de convencerles una vez que Biden haya ganado la candidatura; y luego, para concentrar energías, llegado ese escenario, en hacer labor política con énfasis en las bases electorales que hoy por hoy apoyan a Donald J. Trump para un segundo periodo o que simplemente no son adeptas al partido demócrata, pero tampoco se hallan tan lejos de su espectro ideológico y de sus agendas programáticas históricas.
Este movimiento, hay que señalarlo, es atrevido no sólo porque corre el riesgo de que al forzar la adhesión de la ciudadanía, en un lapso de tiempo tan corto, podría conducir al resultado opuesto del deseado: que lejos de privilegiar el pragmatismo tan vociferado por los medios de comunicación para convencer al electorado de votar no por la mejor opción, sino por aquella que tenga posibilidades de sacar a Trump de la Casa Blanca, la población observe en Biden poco menos que un sicario electoral dispuesto a lucrar retóricamente con las apuestas más nobles de sus adversarios y adversarias de partido, con tal de sumar más votos a su candidatura sin que ello signifique, necesariamente, que aquello se traducirá en acciones concretas.
Y es que, en efecto, hasta ahora, su apuesta más seria por ganarse a los sectores de izquierda más moderada y menos fieles a un candidato o una candidata demócrata en particular, tiene que ver con las decisiones de escoger como fórmula a la vicepresidencia a una mujer (con lo cual intenta captar, por supuesto, las simpatías de los movimientos de mujeres que el sexismo trumpista tanto atizó estos cuatro años); y como jueza de la Corte Suprema a otra mujer, pero específicamente a una mujer negra (deuda histórica de la presidencia de Obama), con el propósito, ésta última designación, de fortalecer la ya relativamente consolidada posición que Biden tiene en los sectores afrodescendientes por su participación en el mandato de Obama. Fuera de ello, la verdad es que los matices discursivos hechos por el exvicepresidente en otras materias siguen pareciendo demagogia pura, y de ello a traducirse en apoyo electoral inmediato, sólido y permanente para cuatro años, hay un enorme trecho.
Aun es pronto para aventurar alguna respuesta tentativa sobre cómo va a reaccionar el electorado demócrata ante los distintos matices que Biden va construyendo en estos días en diversas materias de política doméstica y exterior. Sin embargo, lo que es un hecho es que la manera en que lo hace ya desde este momento refleja una urgencia de él y de su equipo por preparar el terreno para que, de seguir la trayectoria observada en las rondas comiciales del último mes y ganar la mayoría de delegados necesaria para obtener la candidatura, la transición entre las bases de apoyo de Sanders y de Warren no sea tan ríspida y se encuentre libre de tropiezos ideológicos mayores que lleven a nuevas rupturas y tensiones internas en el partido, debilitando la fuerza con la que sea capaz de llegar el exvicepresidente a la contienda general por la presidencia, contra Trump.
Después de todo, aunque la distancia con Sanders ya es significativa (más aún respecto de Warren), con el segundo puntero demócrata no es tan grande como para asegurar que Biden llegará con la mayoría de apoyo popular a los comicios presidenciales. Ello, en otras palabras, implica un esfuerzo político que Trump no tendrá que realizar en su propia campaña gracias al relativamente unificado y cohesionado compromiso de las distintas corrientes y fuerzas internas del partido republicano. Esfuerzo, pues, que implica, por un lado, consolidar los compromisos demócratas en una posición centrista capaz de mantener a la mayor cantidad posible de sectores contentos, y al mismo tiempo convencer al electorado externo a los círculos más próximos al partido demócrata de optar por él para la presidencia, y no por Trump.
Donald J. Trump, en este sentido, desde el principio de las contiendas internas se ha esforzado en concentrar sus baterías en debilitar a los demócratas, mientras que estos han tenido que lidiar, entre otras cosas, con un proceso de impeachment (coordinado por Nancy Pelosi, presidenta por los demócratas de la Casa de Representantes) que únicamente desvió fuerzas de las campañas internas hacia un intento de destitución presidencial condenado al fracaso desde el comienzo; con la profunda fragmentación en la que quedó el partido luego de la candidatura de Hillary Clinton a la presidencia; con la polarización interna, con el avance de las posiciones conservadoras y reaccionarias al interior, con los cambios demográficos de sus bases electorales, más un larguísimo etcétera.
Por lo pronto, el miedo generalizado a que el Covid-19 se expanda por territorio estadounidense ya comienza a mostrar sus primeros signos en las masas: exigiendo medidas más duras y actitudes más autoritarias e intransigentes para contener a la epidemia (haciendo lucir a Trump como un demócrata de consensos y mano blanda ante los problemas). De propagarse ese estado de ánimo, quizáss el leve desplazamiento hacia la izquierda por parte de Biden resulte no ser la mejor de las estrategias frente a una población que al sentir en riesgo su vida (pese a la poca letalidad del Covid-19), opta por entregarse irreflexivamente al autoritarismo social. Una paradoja, después de todo, luego de que el brote en Wuhan fuese visto por las democracias occidentales como el factor que evidenciaría las fallas del autoritarismo chino y la necesidad de responder a pandemias de este tipo a través de sistemas político democráticos (entendida la democracia como sólo se entiende en el Occidente capitalista).
Ricardo Orozco: Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios