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Biocombustibles y verdades convenientes

Fuentes: La Jornada

El cambio climático , los altos precios del petróleo y el aumento de la demanda de energía son el trasfondo para justificar una nueva industria energética: los biocombustibles. Aclamados por las trasnacionales de los agronegocios y algunos ambientalistas, conllevan nuevos impactos para los pobres del medio rural y el ambiente, al tiempo que aumentan la […]

El cambio climático , los altos precios del petróleo y el aumento de la demanda de energía son el trasfondo para justificar una nueva industria energética: los biocombustibles. Aclamados por las trasnacionales de los agronegocios y algunos ambientalistas, conllevan nuevos impactos para los pobres del medio rural y el ambiente, al tiempo que aumentan la dependencia de los países del sur.

Desde hace décadas existen datos fehacientes sobre el calentamiento global y el cambio climático. Es uno de los fenómenos que tienen y tendrán más impactos sociales y económicos, ya que aun pequeñas variaciones en la temperatura media global han tenido efectos devastadores, que serán peores, para poblaciones locales humanas, vegetales y animales, en forma de violentos huracanes, lluvias y sequías prolongadas, entre otros. Sin embargo, los causantes de estos cambios -los dueños y los que lucran con la civilización petrolera- los han negado sistemáticamente para mantener sus privilegios.

No obstante, ahora parece que, en un extraño ataque de sensatez, esos mismos actores reconocen el problema. Desde el año pasado, George W. Bush comezó a declarar que ya no era necesario discutir las causas del fenómeno (antes decía que era «natural»), sino encontrar las formas tecnológicas de solucionarlo. Es el nuevo marco de su administración para justificar el impulso a la energía nuclear, a la construcción de represas hidroeléctricas y a megaproyectos de geoingeniería que podrían desviar huracanes, tejer en la estratosfera una pantalla de nanopartículas que bloqueen radiaciones solares o liberen microorganismos vivos artificiales para bajar la temperatura del mar.
Converge así con el oportunista demócrata Al Gore, quien aprovecha la crisis global para vender su «capitalismo verde». En su reciente película Una verdad incómoda presenta datos e imágenes de las catástrofes que nos amenazan sin cuestionar sus causas, tras de lo cual se infiere que todos somos responsables. Según Gore, la solución sería asumir nuestra responsabilidad individual, entregándonos al consumismo «verde». Por ejemplo, cambiar nuestro automóvil, refrigerador y todos los objetos que consumen energía por otros alimentados con fuentes de energía verde. Sugerencias muy apropiadas para los damnificados de Katrina o Stan, o para los que mueren de hambre y sed en los países subsaharianos. De fondo Bush y Gore coinciden en lo que realmente importa al sistema que los mantiene: los desastres ambientales son una oportunidad de negocios.

Bajo el conveniente paraguas de la justificación «ambientalmente responsable» y en la coyuntura de los precios del petróleo más altos de la historia, surge una nueva panacea: los biocombustibles, que son combustibles para transporte, a partir de aceites y alcoholes derivados principalmente de cultivos oleaginosos (como soya, girasol o ricino) o con alto contenido de azúcares (caña de azúcar, maíz) para producir biodiesel y etanol. Esto no es nuevo; aun en sistemas locales con baja demanda de energía podrían funcionar como alternativas viables, pero ahora se trata de su producción masiva, industrial y en gran escala. El etanol es hoy favorito de la industria (representa 99 por ciento de los biocombustibles producidos en Estados Unidos y la mayoría de la de Brasil, el primer productor mundial), seguido por el biodiesel.

Un primer problema es que para alimentar la producción de estos biocombustibles hay que ampliar drásticamente las superficies de cultivo y hacerlo más intensivo, con el consecuente aumento de agrotóxicos, uso de agua (la agricultura ya utiliza 70 por ciento del agua dulce disponible en el planeta) y erosión de suelos.

Países como Reino Unido y Suecia han evaluado que esto es ambiental y económicamente inviable en su territorio, por lo que plantean aumentar el consumo de biocombustibles, pero importados de países del sur, donde la producción es más barata y el ambiente es su problema. Ya se promueven en muchos países del sur, a menudo con subsidios gubernamentales y del Banco Mundial, grandes monocultivos energéticos para exportación en desmedro de la producción de alimentos para consumo nacional y avanzando sobre áreas ecológica y culturalmente únicas, como el Amazonas y el Cerrado, en Brasil. Así, la supuesta ganancia energética que tendrían los biocombustibles (en una medición fragmentada del ciclo total) desaparece o da saldo negativo.

Significativamente, Nature Biotechnology dedicó el editorial de su edición de julio pasado a explicar que los costos ambientales de la producción de etanol en desgaste de suelos, aumento de agroquímicos, contaminación del Golfo de México y destrucción de hábitats naturales superan sus supuestos beneficios. Siguiendo la lógica bushiana, esto no es problema, sino un nuevo negocio. Lo que se necesita, argumenta el editorial, son cultivos transgénicos y procesos biotecnológicos que hagan más eficiente el proceso. Nature no especula: reporta. A la cabeza de estas transformaciones, como parte de los grandes ganadores de la conversión a los biocombustibles, ya están colocadas Syngenta, Dupont y Monsanto, tres de las seis empresas mundiales que controlan agrotransgénicos. Cada una está desarrollando maíz transgénico para producción de etanol en colaboración con Diversa Corporation y con Archer Daniels Midland y Bunge, dos de las cinco que dominan el comercio mundial de granos.
En México esto tendría consecuencias graves por la nueva amenaza que representa para el maíz nativo y a las economías campesinas. Pese a esto, ya se discute la legislación para favorecer este desarrollo con los lineamientos que requieren las trasnacionales y apoyan todos los partidos políticos.