Recomiendo:
0

Borbón y Primo, dos genocidas

Fuentes: Colectivo Cádiz Rebelde

Me llegan noticias de que en Jerez de la Frontera (Cádiz), algunos grupos de ciudadanos andan protestando por la amenaza institucional de regresar a la ciudad la estatua ecuestre de aquel lugareño indeseable que hizo tristemente famoso el apellido Primo de Rivera, empeorado, si cabe, por su hijo José Antonio. Lo que no se explica […]

Me llegan noticias de que en Jerez de la Frontera (Cádiz), algunos grupos de ciudadanos andan protestando por la amenaza institucional de regresar a la ciudad la estatua ecuestre de aquel lugareño indeseable que hizo tristemente famoso el apellido Primo de Rivera, empeorado, si cabe, por su hijo José Antonio.

Lo que no se explica es que la estatua de marras (que ahora se encuentra en el taller de reparaciones) haya permanecido expuesta durante tantos lustros de mandato pachequista. O, a lo peor, sí se explica, y eso es lo grave. Porque Pedro Pacheco, de profesión alcalde, aunque durante dos años haya tenido que ceder el cargo a una flecha pelaya del PP, es un especialista en nadar, guardar la ropa y jugar al ping pong, todo al mismo tiempo.

Alguna de estas organizaciones jerezanas, demostrando una elogiable visión histórica, ha apelado a la memoria recordando quién era el personaje. Porque Miguel Primo de Rivera fue un asesino múltiple, un genocida. Como lo fue su comandante en jefe. Que pregunten, si no, a los hombres y mujeres de El Rif, ese pueblo bereber, hospitalario y sufridor, que sobrevive en el norte de Marruecos, otro reino maldito en manos de la megalómana familia alauí, autoproclamada descendiente directa del Profeta.

En 1.923, dos años después de la derrota de las tropas colonialistas españolas en Annual a manos de los guerrilleros dirigidos por Mohamed Abdel Karim al Khatabbi (Abd el Krim), y recién sublevado Primo, el nefasto Alfonso XIII (abuelo del actual monarca, tan Borbón como aquél) encargó al nuevo dictador una operación de «castigo», que se concretó en el bombardeo de la población civil rifeña con armas de destrucción masiva y que tuvo como resultado el exterminio de miles de hombres, mujeres y niños. El arma de destrucción masiva más empleada contra los rifeños fue el llamado gas mostaza, expresamente prohibido por el Tratado de Versalles y, unos años después, por la Convención de Ginebra, tras haber sido utilizado en la Gran Guerra (luego conocida como Primera Guerra Mundial). Pasándose las leyes internacionales por su real escroto, el borbón autorizó la construcción de una fábrica de armamento químico, su preferido, en la localidad madrileña de La Marañosa -pequeña pedanía de San Martín de la Vega, próxima a Getafe, ubicada en pleno Parque Regional del Sureste-, que aún sigue produciendo y exportando muerte y destrucción, mientras sus señorías -de todas las formaciones políticas, incluida Izquierda Unida- miran hacia otro lado.

Así, Primo inauguró la siniestra factoría, que el pueblo bautizaría como La Fábrica de Alfonso XIII, ordenando que se diera prioridad a la elaboración de gas mostaza, que, según sus asesores alemanes, era el ideal para acabar con los díscolos resistentes rifeños, matando, de paso, su ganado y arrasando sus plantaciones e inutilizando sus depósitos de agua potable. Dicho y hecho. A partir de entonces, hasta el definitivo «triunfo» español de 1.925 -y, con menor intensidad, aún dos años después-, las ciudades y aldeas de El Rif fueron bombardeadas sistemática y rutinariamente por las tropas primo-borbónicas, siendo elegidos cuidadosamente los objetivos de los gases: los concurridos zocos, claro, y en horas punta, a poder ser.

No fuera a escaparse con vida alguna futura abuela de un peligroso activista de Al Qaeda, que los borbones son reyes por la gracia de Dios y Él sabe más del porvenir que el mismísimo Rappel. Todavía hoy, si viajan a Al Hoceima y se sientan a compartir un té a la menta con algún amigable paisano, escucharán cosas terribles sobre los efectos de aquellos bombardeos. Déjenle que les hable sobre el número de muertos; que les explique, tal y como a él se lo contaron sus padres y abuelos, las trágicas secuelas del gas mostaza, las tremendas enfermedades que sufrieron sus mayores, las espantosas quemaduras, las irreversibles lesiones en la piel, en los ojos, en los pulmones, en los fetos… Si la emoción no se lo impide, posiblemente les diga qué fue del ganado o de la pequeña huerta que mantenía a su familia.

Tal vez mencione cómo fueron obligados a beber agua contaminada y los tipos de cáncer que desarrollaron en los años posteriores gracias al binomio Borbón-Primo. Hasta puede ser que su interlocutor pertenezca a la Asociación de Víctimas del Gas Tóxico, fundada hace cuatro años para mantener vivo el recuerdo de aquel «crimen contra la humanidad» -así lo consideran y se quedan cortos- y exigir la justicia que siempre les fue negada por sus verdugos españoles. Aseguran las crónicas que, en cierta íntima reunión celebrada en 1.925, su católica majestad Alfonso XIII dijo a voz en grito que «lo importante es exterminar, como se hace con las malas bestias, a los Beni Urriaguel y a las tribus más próximas a Abd el Krim». No cuentan si hizo estas piadosas declaraciones antes o después de comulgar.

El genocidio rifeño creó escuela. A aquella inefable promoción pertenecieron los generales Sanjurjo, Franco y Millán Astray, tres orates sanguinarios que aprovecharon su experiencia africana para sublevarse contra la República y liquidar cualquier atisbo de progresía. Pero esa es otra historia. Cualquier día se la cuento. De momento, ya he decidido el titulo: «Loca academia de militares». No la busquen en El Mundo. Tampoco en El País. No sé por qué, pero últimamente no me publican nada.

[email protected]