Los presidentes de Estados Unidos han gozado siempre de poderes imperiales, pero hasta George W. Bush habían guardado cierta apariencia de formas republicanas, que el texano detesta. Ergo, su declaración del sábado 17 de diciembre es una sonora bofetada a la legalidad y a la supuesta división de poderes al anunciar que mantendrá la operación […]
Los presidentes de Estados Unidos han gozado siempre de poderes imperiales, pero hasta George W. Bush habían guardado cierta apariencia de formas republicanas, que el texano detesta. Ergo, su declaración del sábado 17 de diciembre es una sonora bofetada a la legalidad y a la supuesta división de poderes al anunciar que mantendrá la operación de la Agencia de Seguridad Nacional para intervenir, sin autorización judicial, las comunicaciones telefónicas y de correo electrónico de los estadunidenses. Claro, justificó la medida como indispensable para evitar ataques terroristas.
La publicación dos días antes en The New York Times de que se estaba llevando a cabo esta práctica desde principios de 2002 por una orden secreta del presidente armó tal escándalo que condujo al Senado a bloquear la prórroga de la Ley Patriótica. Ello provocó la brutal declaración de Bush, quien puntualizó que los principales líderes del legislativo habían sido informados de esta operación desde el principio.
El escenario político en el coloso del norte ha llegado a un grado de descomposición que difícilmente pueda comprenderse si no es como una profunda y acaso irreversible crisis del sistema. Aunque tenga hondas raíces desde su mismo nacimiento como democracia esclavista y en el carácter expansionista adoptado en el siglo XIX a partir de la anexión de la mitad del territorio mexicano, es con el gobierno de Bush II que los síntomas de lo que parecería ser una enfermedad terminal del sistema, se han revelado en toda su magnitud.
Abandono a su suerte de millones de estadunidenses y gobierno exclusivamente para millonarios, fusión como nunca antes de la política con los negocios de los amigotes, super déficit fiscal y comercial, desfachatada práctica y justificación de la tortura y exacerbación de la xenofobia antiinmigrante. Como telón de fondo, una inmoral política de guerra preventiva violatoria de los principios del derecho internacional, el rechazo a toda colaboración internacional para prevenir la contaminación ambiental, así como a los tratados sobre armas químicas, biológicas y de control de las nucleares. El signo que emana, en suma, de las altas esferas de poder en Estados Unidos, muy a tono con su fundamentalismo cristiano, es el del apocalipsis.
Cabe preguntarse si las instituciones estadunidenses, bajo una creciente presión de la opinión pública para poner fin a la ocupación de Irak, serán capaces de cumplir con su obligación de salvar a la nación del más humillante y traumático de sus trances después de la derrota de Vietnam. Sectores del Establishment rechazan la permanencia indefinida de las tropas en Irak desde que percibieron que es una guerra perdida y han iniciado una campaña anti-Bush, como se aprecia en el cambio de línea editorial de los más influyentes diarios, y se escuchan censuras de políticos, pero aún aisladas y esporádicamente. La guerra de Irak, tronó en la cámara de representantes el legislador demócrata John Murtha es «una política envuelta en ilusión. El público estadunidense está muy delante de nosotros… es tiempo de cambiar. Nuestros militares están sufriendo. El futuro de nuestro país está en riesgo. Es evidente que la continuación de la acción militar en Irak no está en el mejor interés de Estados Unidos, del pueblo de Irak o de la región del golfo Pérsico». Murtha es un conservador catalogado como halcón, que sirvió muchos años en el cuerpo de marines y goza de gran prestigio en el liderazgo y la oficialidad de las fuerzas armadas, por lo que sus palabras se han interpretado como un mensaje de los militares, imposibilitados de opinar sobre la guerra por su condición no deliberante. Sin embargo, aparte del apoyo recibido de Nancy Pelossy, líder demócrata en la cámara de representantes, la mayoría de sus colegas de partido se refugian en la ambigüedad sobre Irak, como la senadora Hillary Clinton; cuando no asumen al pie de la letra el discurso de Bush, como el también senador y ex candidato a vicepresidente Joseph Liebermann. Por eso muchos analistas consideran que el rechazo popular a la estancia de las tropas en Irak no se traducirá en mayor provecho para los demócratas en las elecciones legislativas de 2006.
En todo caso, la cuestión no se decidirá en Estados Unidos en primera instancia, sino en Irak. Ni farsas electorales, ni discursos sobre el nuevo faro de la democracia en Medio Oriente, ni «redespliegues» pueden parar el flujo de ataúdes de regreso a casa.