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Códigos de guerra

Fuentes: Brecha

Entre drones y robots Un semblante joven, sudoroso, desfigurado por el barro. Un cuerpo, sacudido por las palpitaciones y la claustrofobia de la selva tupida. El enemigo está por todas partes: conoce las mil y una trampas de los caminos, el calor insoportable, y la densidad de la naturaleza es su manto protector. El sonido […]

Entre drones y robots

Un semblante joven, sudoroso, desfigurado por el barro. Un cuerpo, sacudido por las palpitaciones y la claustrofobia de la selva tupida. El enemigo está por todas partes: conoce las mil y una trampas de los caminos, el calor insoportable, y la densidad de la naturaleza es su manto protector. El sonido de las hélices de la nave salvadora ya es un recuerdo lejano. El soldado ha quedado abandonado a su merced. Secuencias de ese tipo son las que el cine y los libros han prodigado para representar uno de los traumas más profundos que ha debido soportar Estados Unidos: la guerra de Vietnam.

Había una superioridad tecnológica innegable en favor de la potencia bélica, pero los militantes del Vietcong se desplegaron como un ejército de hormigas. Su guerra de guerrillas fue capaz de tumbar al elefante. Y en definitiva, más allá de las diferencias que pudiesen existir entre los fusiles de asalto de uno y otro bando, o el espanto físico y psicológico del napalm estadounidense rociado sobre la población civil, un componente de carne y hueso todavía merodeaba por allí. El combate cuerpo a cuerpo podía sobrevenir en cualquier momento. Y seguramente más de un piloto debió verse obligado a emprender un vuelo más o menos rasante para soltar su veneno: veía el rostro de sus víctimas.

Más atrás, el cine clásico proporcionó otros fotogramas, a veces demasiado teñidos de épica y soldados desconocidos. Pero en aquellos que son memorables aparecía el pertinaz miedo del combatiente. Cómo olvidar el paisaje de la angosta y honda trinchera de la Primera Guerra Mundial, filmada en blanco y negro, en Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone (basada en una novela de Erich Maria Remarque). La escasez de cigarros y de comida. El humo de la metralla. Las manos amputadas. Los alambres de púa. O en otras escenas bélicas del siglo pasado: la cruz roja rústica en el brazalete de los médicos, el capitán de guerra estudiando el mapa (sí, posiblemente, a varios quilómetros del frente de batalla), planeando emboscadas, interceptando rudimentarias comunicaciones para anticiparse a la táctica del enemigo, con alguna ligera huella en su mente de El arte de la guerra, de Sun Tzu. Claro que debieron producirse cientos de juicios sumarios, o incalculables «daños colaterales». Los romanticismos están vedados, cuando en la otra gran guerra una potencia mundial fue capaz de lanzar desde el infame Enola Gay (bautizado así por la propia madre del piloto Paul Tibbets) una bomba atómica sobre la población entera de Hiroshima. «¿Sabés lo que hiciste, Claude? Mataste a 200 mil personas en cinco minutos», le dijeron sus compañeros de la base al recién llegado Claude Eatherly, el hombre encargado no de arrojar el artefacto (apodado Little Boy), sino de precisar el blanco. Algunos hasta lo felicitaron. Eatherly quedó tieso, y nunca pudo superar la culpa. Terminó en un hospital de veteranos de guerra, con graves trastornos mentales. Tibbets, en cambio, alardeó del goce de buen sueño hasta el último de sus días.1

Pero la tecnología bélica evolucionó siempre a un ritmo mucho más acelerado que otras ingenierías destinadas a resolver necesidades básicas insatisfechas. Y en el siglo xxi no deja de ostentar sofisticación. No la debe pasar todavía muy bien el infante de marina en las polvorientas rutas de Afganistán o Pakistán, aunque los conflictos sean presentados actualmente como «quirúrgicos» y «antisépticos». Como una marca de las relaciones posmodernas (las de amor y las de guerra), su empeño es el margen de error cero y la seguridad para el perpetrador, que no da la cara. De acuerdo al London Bureau of Investigative Journalism (lbij), en Pakistán, desde 2004 hasta hoy, la cifra de civiles muertos como consecuencia de ataques con drones llegaría a los 928. Los drones son aviones no tripulados (unmanned aerial vehicle, o uav, el inglés en este caso suena muy ajustado para remitir a la ausencia humana), a veces también llamados «espías», manejados de modo remoto por cómodos aeromodelistas de la cia. Suelen ser dirigidos hacia presuntos refugios de terroristas.

Como es de esperar, la Casa Blanca sólo reconoce la mitad de las víctimas civiles, desde que los prolijos drones forman parte de la estrategia para la zona. Se calcula que ya un tercio de la flota aérea estadounidense está compuesta por estos ingenios (hasta ahora también fabricados por Israel, aunque Francia ya les ha echado el ojo), supuestamente menos costosos que las prolongadas movilizaciones de ejércitos. A diferencia de un misil, estos artefactos -una de las presentaciones más conocidas se llama Predator- son capaces de mantener un nivel de vuelo sostenido y son reutilizables. Y la novedad es que los últimos modelos ya no son siquiera conducidos por el ser humano mediante una suerte de joystick, sino que tienen un sistema de programación autónomo capaz de decidir un ataque por sí mismo (al punto que los expertos en defensa ya se plantean si no habrá que insertarle al «cerebro» de la máquina alguna herramienta de «control ético» para que no pase algo similar a la rebelión del hal 9000 de Arthur C Clarke).

Pensar que la tecnología es en sí misma perversa podría ser simplista, porque el avión a control remoto -o eventualmente robótico- puede ser utilizado para extinguir incendios, explotar yacimientos mineros o vigilar zonas expuestas a contaminación. Parece, en cambio, inquietante que la guerra del futuro confíe en la inteligencia artificial para reconocer, apuntar y erradicar al enemigo correcto. Y ni que hablar de los profundos cuestionamientos en el plano del derecho internacional humanitario que los drones acarrean. Amnistía Internacional ha advertido recientemente sobre las «ejecuciones extrajudiciales» realizadas por los uav, ya que violan los tratados internacionales, a fuerza de una interpretación del escenario de guerra sumamente laxa por parte del gobierno de Estados Unidos. La onu, que en este tablero de guerras «preventivas» y selectivas actúa como un corredor raquítico y rezagado, también ha reparado en la necesidad de llegar a un compromiso serio y con contenido «antes de que nos encontremos en un mundo con máquinas con el poder de matar seres humanos».2

Puede resultar ingenuo imaginarse alguna guerra ética. ¿Es posible pensar -cuando la ciencia ya se ha apoderado de la ficción- en una violencia efectivamente reglada, contenida en algún código universal que no sea constantemente acribillado por las excepciones?

Notas:
1.     «Los dos pilotos de Hiroshima», de José Pablo Feinmann, en Página 12 (11-VIII-13).
2.     El relator especial de la ONU Cristof Heyns calificó a los drones como «robots asesinos».

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