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Elites y blancura en América Latina

Color de piel humilde, color de piel privilegiado

Fuentes: Revista Nueva Sociedad

A pesar de que el mestizaje ha sido un prisma para tratar de entender la realidad latinoamericana, en América Latina la riqueza y la blancura están estrechamente vinculadas, tanto de forma simbólica como material. Varios trabajos cualitativos recientes sobre el estudio de elites permiten demostrar que tanto el fenotipo como un conjunto de hábitos asociados con la blancura son utilizados para demarcar ideas de pertenencia e identidad.

¿Existe el color de piel humilde? En su estudio acerca de las percepciones sobre la diáspora africana entre alumnos de primaria en la ciudad de Guadalajara, México, la estudiante de doctorado Marleys Meléndez Moré encontró que los niños que poseían un fenotipo semejante al atribuido a lo africano no se autoidentifican como miembros de esta comunidad en ningún sentido1. Más bien, los estudiantes afirman que su piel «es de color humilde». Esta descripción fue hecha en un contexto de estudiantes de clase trabajadora en una escuela pública del área urbana de Guadalajara. El adjetivo «humilde» puede entenderse como una actitud de modestia ante la grandeza, pero en el entorno en el que Meléndez Moré lo registró, la noción de humildad más bien sugiere una situación carente de riqueza material o de distinción de clase. El vínculo entre color de piel y posición de clase parece fuera de lugar en un país donde el mestizaje asegura haber eliminado todo tipo de jerarquías étnico-raciales, y más aún si se toma en cuenta que México es el país donde la noción de mestizaje latinoamericano tuvo uno de sus más destacados intelectuales2. En este marco, ¿por qué los alumnos de una escuela de clase trabajadora asocian los tonos de piel oscura con lo humilde? Asimismo, en sentido inverso, podríamos preguntar: ¿cuál es el opuesto equivalente al color de piel humilde? La relación entre riqueza y pertenencias étnico-raciales se ha documentado por largo tiempo en Estados Unidos. En ese país, una familia blanca posee en promedio una riqueza acumulada por hogar de 171.000 dólares, mientras que una familia latina tiene reservas económicas por 20.700 dólares y un hogar negro posee solo 17.600 dólares3. Asimismo, sabemos que el tipo de empleo, el valor de una vivienda y el nivel educativo, entre otros indicadores socioeconómicos, varían de forma considerable según la adscripción étnica y racial de las comunidades estudiadas4. De hecho, las categorías étnico-raciales influyen tan profundamente en la distribución de los recursos materiales que las primeras suelen ser un indicador muy cercano para determinar posiciones de clase en ese país5. En oposición, América Latina se ha visto a sí misma como un modelo radicalmente diferente. Parafraseando a Enrique Krauze, uno de los intelectuales públicos mexicanos más destacados, esta región poseería un modelo de tolerancia en el que el problema no sería de corte étnico-racial –y, por ende, racista– sino más bien de estructuras de clase6. De esta forma, la adscripción étnico-racial no sería determinante de la posición de clase. El mestizaje habría permitido superar tal atavismo al crear un modelo en el que se podría transitar con relativa facilidad por diversas categorías simbólicas, en donde el fenotipo no sería el principal organizador de la distribución de recursos materiales (como sí sucede en eeuu).

Mestizaje latinoamericano

El origen del argumento según el cual en América Latina las ideas étnico-raciales juegan un papel menor en la organización social se remonta a principios del siglo xx. En ese momento, los modernos Estados latinoamericanos buscaron nuevas formas de dejar atrás el modelo colonial y las estructuras legislativas que habían seguido arrastrando categorías coloniales durante el siglo xix. Para este fin, las obras de los intelectuales José Vasconcelos7 en México y Gilberto Freyre8 en Brasil fueron de enorme influencia. Con peculiaridades nacionales, Vasconcelos y Freyre propugnaron variantes de la idea de que las nociones étnico-raciales en América Latina devinieron en un modelo de tolerancia. Según estas visiones, en la región la mezcla cultural y matrimonial de múltiples grupos étnico-raciales dio forma a «democracias raciales» basadas en la inclusión9. Este argumento se contraponía a lo sucedido en eeuu, donde la exclusión y la violencia de origen colonial no desaparecieron en la versión moderna e independiente de esta nación. De las influyentes obras de Vasconcelos y Freyre emanó una amplia bibliografía que cimentó la visión sobre la inclusividad del modelo de mestizaje. El argumento se siguió realzando en el trabajo de una amplia gama de destacados intelectuales. Por ejemplo, el afamado sociólogo mexicano Pablo González Casanova aseguró a mediados del siglo xx que en México no existía la discriminación racial sino la exclusión de clase10. En sus palabras, «[u]n hombre de raza indígena con cultura nacional no resiente la menor discriminación por su raza: puede resentirla por su estatus económico, por su papel ocupacional o político. Nada más»11. De esta línea argumentativa se desprende que las nociones étnico-raciales carecen de importancia en la organización de las inequidades sociales. Es en las estructuras de clase donde residen los grandes problemas latinoamericanos. 

A pesar del consenso, algunas voces críticas plantearon dudas sobre tal argumento. Este fue el caso del sociólogo brasileño Alberto Guerreiro Ramos, quien desde finales de la década de 1950 resaltó el papel que las nociones étnico-raciales jugaban en la legitimidad de los análisis de la realidad social (y en la distribución de recursos para realizar investigaciones). Este autor cuestionó la insistencia –en su opinión, patológica– de la intelectualidad brasileña en estudiar la negritud, acto que simultáneamente ignoraba la identidad étnico-racial blanca de los propios investigadores12. Guerreiro Ramos argumentó que el deseo de estudiar a comunidades negras e ignorar al mismo tiempo a las comunidades blancas materializó la primera identidad en tanto que ofuscó a la segunda. Este proceso transformaría la identidad blanca en una categoría neutra, casi inexistente. Esta línea de investigación pasó desapercibida en el contexto general latinoamericano. La pregunta sobre quién es blanco en América Latina y cómo es que esta identidad étnico-racial se articula con otras dinámicas de poder no fue tomada como un eje serio de análisis. 

A pesar del consenso sobre la escasa importancia de las categorías étnico-raciales dentro del universo mestizo latinoamericano, el vínculo entre clase y categorías racializadas no dejó de aparecer al realizar trabajos de campo. Por ejemplo, en su afamado estudio sobre la Nicaragua de los años 90, el antropólogo estadounidense Roger Lancaster advirtió una singular relación entre variables étnico-raciales y sociales13. Los nicaragüenses solían referirse a los barrios pobres como zonas «negras», en tanto que el lenguaje popular comúnmente describía los barrios ricos como áreas «blancas». La asociación iba más allá de simples referencias geográficas. Según Lancaster, los nicaragüenses parecían entender la riqueza y lo blanco como bienes de un extraordinario valor, aunque de gran escasez en esa nación centroamericana, al tiempo que la pobreza y la negritud se entendían como elementos de nulo valor, pero de gran abundancia. Trayendo a cuento nuevamente el comentario inicial, el vínculo entre estructuras de clase y jerarquías étnico-raciales parecería un sinsentido en una región que se autorrepresenta en términos de mestizaje y donde la inclusión étnico-racial se ve –por lo menos en el plano discursivo– como la fuente de su riqueza cultural. 

En naciones donde el mestizaje es el modelo imperante, ¿cómo es posible que la pobreza se vea como una característica negra o indígena, en tanto que la abundancia de bienes se ve como una característica blanca? El trabajo de Lancaster nuevamente nos remite a la pregunta inicial: ¿existe el color de piel humilde en América Latina?

Estudiar a las elites

Al inicio de la segunda mitad del siglo xx, un pequeño grupo de intelectuales estadounidenses propuso dejar de estudiar solamente a los grupos subalternos y comenzar a mirar a los grupos con poder económico, político y social14. La antropóloga Laura Nader llamó a esta perspectiva «studying up» [investigar hacia arriba]15, y con ella invitaba a los investigadores a indagar sobre la manera en que los sectores más pudientes de la sociedad reproducen sus posiciones de privilegio. En el caso estadounidense, esta perspectiva buscaba generar interés en las estructuras y dinámicas de clase entre los poderosos. En el caso latinoamericano, los trabajos antropológicos y sociológicos de corte cualitativo que han seguido esta línea de investigación han abordado (casi invariablemente) el vínculo entre las estructuras de clase y las nociones étnico-raciales, en particular aquellas que tienen que ver con lo blanco y la blancura. 

Por ejemplo, el antropólogo Hugo Nutini dedicó la mayor parte de su labor académica a estudiar a la «aristocracia» mexicana16. Aunque el término podría sugerir un sarcasmo para describir a grupos socialmente pretenciosos, Nutini pormenoriza el entorno social y cultural de un pequeño sector de clase media alta que remonta su linaje y distinción familiar hasta la nobleza indígena y los conquistadores españoles de la época colonial. En tiempos recientes, algunos miembros de este grupo han perdido la capacidad financiera para equipararse con los sectores más poderosos de la sociedad mexicana. Sin embargo, la distinción social y el renombre de su linaje han permitido a esta «aristocracia» mantener una posición importante entre las clases altas. Así, a pesar de la carencia de reconocimiento legal o el limitado reconocimiento popular, la «aristocracia» mexicana forma parte de la elite en este país. Nutini da cuenta de la manera en que los «aristócratas» dibujan los límites simbólicos y materiales de esa comunidad, siendo el fenotipo un elemento central en la definición de pertenencia. Este elemento muestra que, si bien el vínculo con la aristocracia indígena es importante, la relación con España y Europa tiene un mayor peso.

Por ejemplo, además de la riqueza material transmitida de forma intergeneracional y de un conjunto de vínculos sanguíneos, la gran mayoría de los miembros del grupo poseen rasgos corporales que los acercan a lo que en México se considera blanco, particularmente español (como la nariz aguileña, la piel y los ojos claros, así como el pelo rizado). Nutini indica que aquellos miembros del grupo que mostraban variaciones fenotípicas de ese patrón (ya sea porque poseen tonos de piel moreno claro o una nariz más ancha que el resto del grupo) frecuentemente iniciaban las entrevistas para hablar sobre la comunidad explicando su conexión directa con algún miembro de la nobleza indígena colonial. Este hecho no sucedía con otros miembros del grupo. La necesidad de explicar los rasgos físicos a través de conexiones directas con distinguidos personajes indígenas del pasado parecía una forma de autojustificación. Este dato pone el foco en la relación entre la pertenencia a un grupo de elite y la necesidad de poseer ciertos rasgos fenotípicos vinculados con la blancura. De ese modo, el trabajo de Nutini da pistas para contestar la pregunta sobre el opuesto equivalente al color de piel humilde en el México contemporáneo. 

Por su parte, el trabajo de Carmen Martínez Novo ofrece una vía diferente para observar la manera en que actúan las nociones raciales entre sectores privilegiados en Ecuador17. Esta autora examina las transformaciones sociopolíticas que el país andino experimentó entre el periodo neoliberal de los años 90 y los dos gobiernos posteriores (autodefinidos de izquierda). Durante el periodo neoliberal, las comunidades indígenas lograron adquirir cierto grado de reconocimiento e inclusión, lo que les permitió acceder al control de algunos centros educativos y a una mayor presencia en el espacio político. Estas conquistas se fueron diluyendo con los gobiernos de izquierda, particularmente durante el periodo de Rafael Correa. Las elites políticas ecuatorianas implementaron diversos mecanismos para recuperar los pequeños espacios políticos y recursos materiales que los sectores indígenas habían logrado en las últimas décadas. Lo relevante para el presente texto es notar la manera en que la elite política echó mano con facilidad de añejos discursos que presentaban a los indígenas que resistían el control del Estado como sujetos incivilizados que deseaban detener el progreso. A través de lo que Martínez Novo llama «ventriloquismo», actores políticos blancos se autoasignaron la legítima representación de las comunidades excluidas, incluso tomando decisiones por ellas. En relación con el censo de 2010, los ecuatorianos tuvieron un intenso debate sobre el término «blanco» y quién podría considerarse bajo esa adscripción. La autora señala que, entre las clases medias altas, un porcentaje importante de los hombres se sentía cómodo con la adscripción de blanco. Sin embargo, las mujeres del mismo estrato preferían el término «mestizo». La diferencia estribaba en que el término «blanco» se asociaba a connotaciones de arrogancia y cierto grado de extranjería, nociones que a los hombres no les molestaban pero que a las mujeres les causaban incomodidad18. Al final, el porcentaje de individuos que se autoadscribió como blanco disminuyó de 10,46% en 2001 a 6,1% en 201019

El caso ecuatoriano muestra la complejidad latinoamericana para entender el vínculo entre riqueza y fenotipo. Por un lado, a un sector de las clases altas ecuatorianas la categoría «blanco» les causaba un cierto rechazo por la asociación que esa adscripción tenía con engreimiento y extranjería, y preferían como sector social el término «mestizo». Sin embargo, a la luz del proceso de sojuzgamiento y exclusión que experimentaron las poblaciones indígenas ecuatorianas a manos de regímenes dirigidos en ocasiones por algunos miembros de estos mismos sectores, vale la pena preguntarse si la discusión de quién es legalmente blanco no nos ha hecho perder de vista formas más sutiles, pero más eficientes, en las que lo blanco opera en la cotidianidad. Es decir, en América Latina no existe la nitidez para determinar quién es blanco y quién no lo es, como sí existe en eeuu, donde esa identidad es una categoría legal. Dicho esto, en América Latina el poder, el prestigio y la distinción están vinculados a nociones sobre la «blancura», siendo este último elemento más asequible para aquellos que pueden demostrarla de forma corporal, entendiendo esta última como apariencia física, pero también como actitudes, visiones del mundo y hábitos. 

El trabajo de Ana Ramos-Zayas ofrece una propuesta novedosa para entender esta cuestión20. La autora examina los barrios de clase media alta y alta de Ipanema y Condado, en Brasil y Puerto Rico respectivamente. A pesar de las diferencias históricas entre el país y el territorio, estas dos zonas residenciales permiten apreciar cómo el privilegio de clase va de la mano del privilegio étnico-racial en América Latina. Este trabajo etnográfico detalla la forma en que estas dos comunidades desean alejarse del excesivo materialismo que suele definir a los estratos más altos. En oposición, los acaudalados sujetos de estudio buscan fomentar estilos de vida basados en el consumo ético, la promoción de hábitos de bienestar individual (como la práctica del yoga) y el desarrollo de formas empáticas de socialización (a través de la creación de espacios públicos que buscan el bienestar común). Todos estos elementos sugieren la existencia de comunidades de corte antihegemónico. Sin embargo, estas prácticas se basan en la abundancia material que caracteriza a ambas comunidades. Por ejemplo, la socialización se desarrolla en espacios que comúnmente conllevan algún costo o que tienen requisitos de residencia local, lo que termina por excluir a los sectores populares. En el caso de las prácticas que buscan fomentar la empatía y la espiritualidad, el costo de estas termina por generar espacios homogéneos en los que lo que se reproduce es la solidaridad de clase. 

Este privilegio material cobra una dimensión étnico-racial cuando el universo antihegemónico de los residentes de Ipanema y el Condado se contrasta con el universo de los trabajadores. Estos últimos no pueden seguir las pautas de consumo/no-consumo de sus patrones. Ante ello, los trabajadores son incapaces de crear hábitos «antihegemónicos» que los acerquen a la moralidad que sus patrones han adoptado. Si a este entramado de relaciones añadimos que la gran mayoría de los integrantes de las clases medias altas que residen en estos barrios son blancos y la inmensa mayoría de los trabajadores son no blancos, se puede divisar cómo es que la superioridad de clase se extiende a nociones étnico-raciales. La obra de Ramos-Zayas muestra que las clases altas no solo habitan espacios donde el privilegio material ofrece estilos de vida inaccesibles para las mayorías, sino que además estos estilos de vida permiten la creación de hábitos que refuerzan la legitimidad de la riqueza de estos grupos. La abundancia material da pie a una supremacía moral basada en el supuesto rechazo del derroche de clase. El recurrente patrón racial entre los trabajadores no blancos y los residentes blancos permite la creación de una división «natural» entre unos y otros. Esta naturalidad se expresa, entre otros mecanismos, en el exitoso cabildeo de los residentes de Ipanema para prohibir el funcionamiento del transporte público durante los fines de semana, cuando los trabajadores no blancos y de escasos recursos podrían socializar con los residentes blancos y acaudalados en las míticas playas de la zona. La exclusión de los trabajadores se basa tanto en su condición de clase como en su carencia de distinción étnico-racial. En este entorno, el tono de piel está profundamente vinculado con el privilegio. 

Mi trabajo sobre clubes de golf en la Ciudad de México ofrece otro ejemplo para pensar sobre la existencia de un tono de piel privilegiado21. Vale la pena señalar que el golf es un deporte que solo se practica en clubes privados. En esta ciudad, el costo promedio de una membresía ronda los 35.000 dólares, lo que convierte este deporte en una práctica accesible únicamente para sectores acomodados. El mundo del golf en México no es nuevo: el deporte llegó a esta nación hace más de 100 años. Los primeros clubes fueron fundados en los últimos años del siglo xix por acaudalados inmigrantes ingleses que llegaron al país para explotar yacimientos petrolíferos y mineros en diversos puntos. Para la década de 1930, el deporte había crecido de forma considerable de la mano de inmigrantes estadounidenses que dirigían diversos enclaves económicos destinados a la extracción de recursos naturales. Este era el caso del complejo algodonero más grande del mundo, al norte del país, que dio pie a la creación del Laguna Country Club. Para este momento, los clubes de golf imponían restricciones sobre el tipo de personas que podían afiliarse a la comunidad. Por ejemplo, el Mexico City Country Club (uno de los clubes más distinguidos) estipulaba en sus reglas que por lo menos 75% de los socios tenían que ser ciudadanos estadounidenses o ingleses («of good moral standing» [de buena posición moral])22. La lista de los socios mexicanos del club en ese momento permite entender que solo lo más selecto de la clase alta local tenía acceso a tales espacios. La Segunda Guerra Mundial transformó el patrón de enclave angloestadounidense de estos clubes. La precaria situación económica de Gran Bretaña y la recomposición económica estadounidense llevó a los clubes de golf a abrir sus puertas a los sectores dominantes locales, que hasta la década anterior solo entraban en cantidades mínimas. 

En el presente, la limitación de clase es evidente en el costo de las membresías, las cuales no incluyen otros gastos, como consumo mínimo de comida, anualidades, compra de equipo, clases, inscripción a torneos, entre otros. En mi estudio, no encontré ningún club que articulara de forma explícita nociones étnico-raciales para determinar el ingreso a nuevos miembros. Este último dato podría avalar la tesis de que el problema mexicano y latinoamericano no es de corte étnico-racial (ni racista), sino de clase. Sin embargo, encontré que el privilegio de clase de la comunidad constantemente se entrelazaba con referencias étnico-raciales en las cuales la blancura se contraponía a la no blancura. Es interesante en este sentido el caso de los caddies. Se trata de los trabajadores que auxilian a los jugadores durante un partido de golf y resuelven cualquier inconveniente que estos tengan, llevan mensajes entre grupos de jugadores, encuentran pelotas perdidas, además de ofrecer sugerencias sobre estrategia. Algunos de estos trabajadores son extraordinarios jugadores de golf, pero los golfistas con los que traté nunca los consideraron jugadores. En el entendimiento de los socios, un caddie es la figura opuesta a un golfista. 

Las explicaciones de los socios para justificar la diferencia entre golfistas y caddies eran extensas, pero se pueden resumir en frases como que los caddies «no entienden la estrategia del juego», «es gente que carece de educación», «no saben pegarle a la pelota, nadie les ha enseñado», «desgraciadamente no tiene una buena alimentación, nada más ve lo que comen», «no tienen ética de trabajo», «por más que los ayudes tarde o temprano se dedican a beber [alcohol]», «los caddies son los que meten las drogas a los clubes», o «ni aun juntando a los mejores caddies tendrías un jugador que pudiera competir en las mejores ligas del mundo». En resumen, los caddies carecerían del entendimiento, sagacidad, alimentación, moralidad, determinación y carácter para triunfar en este deporte y por ello no pueden ser considerados golfistas. Estos argumentos se articularon con un contexto en el que la mayoría de los socios de los clubes eran blancos (incluso bajo estándares angloestadounidenses), en tanto que la abrumadora mayoría de los caddies poseían tonos de piel morena (lo que en México se interpreta como «color café»). 

La exclusión de los caddies parecía tener razones de tipo clasista al enfatizar cuestiones como la falta de educación de estos trabajadores. Sin embargo, estos discursos constantemente se vinculaban con ideas étnico-raciales al presentar las limitaciones de los caddies como características innatas y compartidas de forma homogénea por todos ellos (quienes poseían un fenotipo semejante). Este era el caso de las quejas sobre su falta de ética de trabajo, propensión al alcoholismo o prácticas alimenticias. Este último argumento se conecta con añejas consideraciones de la comida de las clases populares como la fuente de su atraso material, ya que esta se asocia con ingredientes de origen indígena como el maíz y el frijol23. Tales argumentos parecían sugerir que la distinción entre caddies y golfistas se arraigaba en un conjunto de diferencias inherentes, casi biológicas, entre ambos grupos. Sin embargo, como parte del trabajo de campo encontré el caso de varios caddies con un extraordinario nivel de juego, lo que los podría colocar en una sólida trayectoria rumbo al golf profesional (deporte que a pesar de su limitado número de seguidores a escala global está entre las prácticas deportivas con premios económicos más altos para los jugadores profesionales)24. Empero, los caddies reportaban que este camino era extremadamente difícil para ellos ante la falta de apoyo económico por parte tanto de los clubes en los que trabajaban como de la Federación Mexicana de Golf. Encontré el caso de un caddie que había obtenido una invitación para jugar en el European Golf League por su destacado nivel de juego. 

Sin embargo, el jugador había perdido las dos primeras fechas por «abandono» porque no pudo obtener fondos que le permitieran viajar al torneo. La entrevista con este caddie tuvo lugar dos semanas antes de la tercera fecha de la liga, y para entonces el caddie aún seguía sin conseguir los fondos para viajar (cuando lo volví a buscar, el jugador había perdido por tercera vez consecutiva por «abandono»). 

Al cuestionar a los socios de estos clubes, algunos incluso miembros directivos de la Federación, por la falta de apoyo hacia los caddies sobresalientes, la mayoría de los entrevistados recurría a una variedad de explicaciones. En ellas, la culpa era compartida parcialmente entre las instituciones (las cuales no hacían los suficiente para apoyar) y los propios caddies (que tenían demasiadas carencias como para triunfar en este deporte). Sin embargo, en una ocasión, uno de los entrevistados articuló un argumento abiertamente étnico-racial sobre el problema. Esta entrevista se llevó a cabo en una cafetería en un barrio de clase media alta. Hacia el final de la charla, el participante hizo una larga pausa, se volteó para ver a los comensales sentados atrás de nosotros (parecía que quería cerciorarse de que ningún conocido estuviera en el establecimiento) y entonces señaló:

Hace un rato me preguntaste por qué los clubes o la federación no apoyan a los caddies [para volverse jugadores profesionales]; off the record te voy a contestar lo que pienso. Creo que la mayoría de los golfistas no apoyan a los caddies, a pesar de que algunos son muy buenos jugadores, porque los caddies se parecen a sus trabajadores domésticos. Los caddies se parecen a sus sirvientas y a sus choferes.

Tras este comentario, la persona ofreció una multitud de ejemplos en los cuales ya fuera los clubes o la federación veladamente excluían o saboteaban las iniciativas para que los caddies destacados pudieran acercarse al mundo profesional. Este fue el único participante que de forma explícita utilizó la relación entre clase y percepciones étnico-raciales para describir la marginalización de los trabajadores. Para este socio, la falta de apoyo institucional se basa en la cercanía fenotípica de los caddies con otros trabajadores igualmente carentes de prestigio. En este caso, la clase social («sirvientas y choferes») y la jerarquía fenotípica («se parecen») se entremezclan formando una dinámica común que explica la falta de oportunidades y recursos que enfrentan las clases bajas. En la mayoría de los casos, el vínculo entre estas dos estructuras se establecía a través de discursos sobre moralidad, ética del trabajo o inteligencia, según los cuales las clases altas poseían abundantes cantidades de estas características, en tanto que los sectores trabajadores carecían de ellas. Estos comentarios tenían lugar en un contexto en el que los primeros poseían un fenotipo mucho más cercano a lo que se entiende en eeuu como blanco, en tanto que los segundos poseían diversos rangos de tonalidades oscuras de piel. Quizá en este marco los entrevistados no tenían la necesidad de articular el argumento explícitamente: la condición social de unos y otros hablaba por sí misma.

Reflexiones finales

El presente texto ha usado trabajos cualitativos recientes sobre el estudio de elites para cuestionar la difundida noción de que el modelo de mestizaje latinoamericano creó un sistema flexible e inclusivo en el que las nociones étnico-raciales no influyen en la distribución de los recursos. Mi trabajo no busca negar la posibilidad de un cierto grado de fluidez racializado entre sectores de clases trabajadoras o clases medias en la región. Tampoco busca sostener que la realidad latinoamericana sigue las mismas pautas que la estadounidense, ni mucho menos sugerir que la última es mejor que la primera o viceversa. De la misma forma, no deseo situar el estudio de las dinámicas étnico-raciales de forma aislada. Más bien, este artículo buscó cuestionar el discurso autocelebratorio del mestizaje, el cual borra cualquier discusión sobre las jerarquías racializadas y su vínculo con estructuras de clase. 

A contrapelo, el ensayo pone el acento en la necesidad, incluso la urgencia, de estudiar las inequidades de clase y las relaciones étnico-raciales como dinámicas que actúan de forma conjunta. Cuando estas dos dinámicas se analizan en un marco de estudios de las elites, podemos ver que existe tanto un tono de piel humilde como uno privilegiado. El primero se asocia con el mundo de lo popular, de las clases trabajadoras, de quienes comúnmente se ven como no blancos. El segundo es el mundo de las clases altas, que articulan su prestigio a través de nociones de moralidad, así como de su condición étnico-racial blanca; mientras más arriba se sube en la pirámide, más se consolida esta relación. Como se ha mencionado anteriormente, América Latina no es eeuu, y es posible encontrar sujetos no blancos entre las elites nacionales. Sin embargo, cuando estos casos se siguen por largo tiempo, se pueden ver las estrategias matrimoniales de blanqueamiento de la descendencia, que termina por poseer tanto los recursos económicos como la blancura necesaria para pertenecer. 

La discusión sobre quién tiene un tono de piel humilde y quién uno privilegiado no se remite a un mero elemento estético, como comúnmente se quiere presentar en medios masivos de comunicación. El gran problema latinoamericano estriba en la forma en que el universo de los sujetos con piel humilde se asocia con elementos de poco valor y, por consiguiente, con individuos y comunidades explotables, contaminables y desechables. En cambio, el universo de lo blanco es un mundo que requiere cuidado y protección porque es un bien de gran valor, pero de gran escasez. La solución a los grandes problemas latinoamericanos pasa tanto por el análisis de la gran acumulación de riqueza como por el estudio de cómo la blancura opera como una forma más de capital en la región.

Notas:

  1. Entrevista con el autor, Guadalajara, 10/6/2022.
  2. Ver José Vasconcelos: La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana [1925], Agencia Mundial de Librería, Barcelona, 1958.
  3. Reserva Federal de EEUU: «Median Household Wealth in the United States in 2016, by Race (in us Dollars)», gráfico, 27/9/2017.
  4. Mustafa Emirbayer y Matthew Desmond: The Racial Order, University of Chicago Press, Chicago, 2021; Elizabeth Korver-Glenn: Race Brokers: Housing Markets and Segregation in 21st Century Urban America, Oxford UP, Nueva York, 2021. 5. Herbert J. Gans: «Race as Class» en Contexts vol. 4 No 4, 2005. 6. E. Krauze: «Latin America’s Talent for Tolerance» en The New York Times, 10/7/2014. 7. J. Vasconcelos: ob. cit. 8. G. Freyre: Casa-grande y senzala [1933], Marcial Pons Historia, Madrid, 2010. 9. Peter Wade: «Repensando el mestizaje» en Revista Colombiana de Antropología No 39, 2003. 10. P. González Casanova: La democracia en México [1965], Era, Ciudad de México, 2003. 11. Ibíd., p. 103. 12. A. Guerreiro Ramos: «Patologia social do ‘branco’ brasileiro» en A. Guerreiro Ramos: Introdução crítica à sociologia brasileira, Editora UFRJ, Río de Janeiro, 1957. 13. R. Lancaster: «Skin Color, Race, and Racism in Nicaragua» en Ethnology vol. 30 No 4, 1991. 14. Charles Wright Mills: «The Power Elite» [1956] en Craig Calhoun et al.: Contemporary Sociological Theory, Wiley-Blackwell, Nueva York, 1981; William Domhoff: Who Rules America?, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, 1967. 15. L. Nader: «Up the Anthropologist: Perspectives Gained from Studying Up» en D.H. Hyme (ed.): Reinventing Anthropology, Pantheon Books, Nueva York, 1972. 16. H. Nutini: The Mexican Aristocracy: An Expressive Ethnography, 1910-2000, University of Texas Press, Austin, 2008. 17. C. Martínez Novo: Undoing Multiculturalism: Resource Extraction and Indigenous Rights in Ecuador, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 2021. 18. Por lo limitado del espacio no tengo posibilidad de abordar la relación entre dinámicas de clase, género y nociones étnico-raciales. Sobre este tema, v. H. Cerón Anaya: Privilege at Play: Class, Race, Gender, and Golf in Mexico, Oxford UP, Nueva York, 2019. 19. C. Martínez Novo: ob. cit., p. 81. 20. A. Ramos-Zayas: Parenting Empires: Class, Whiteness, and the Moral Economy of Privilege in Latin America, Duke UP Books, Durham, 2020. 21. H. Cerón Anaya: Privilege at Play, cit. 22. Harry Wright: A Short History of Golf in Mexico and the Mexico City Country Club, Country Life Press, Nueva York, 1938, p. 45. 23. Sandra Aguilar-Rodríguez: «Nutrition and Modernity: Milk Consumption in 1940s and 1950s Mexico» en Radical History Review No 110, 2011, pp. 36-58. 24. Ver H. Cerón Anaya: Privilege at Play, cit.

Fuente: https://www.nuso.org/articulo/303-elites-blancura-america-latina/