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Competitividad e ideología única

Fuentes: Rebelión

Una palabra inunda actualmente la fraseología política y económica en los círculos de poder europeos. La palabra en cuestión es: «Competitividad». La R.A.E. recoge en el Diccionario, dos acepciones para esta palabra: 1. Capacidad para competir. 2. Rivalidad para la consecución de un fin. Según la ideología predominante, ejecutada por los gobiernos europeos y la […]

Una palabra inunda actualmente la fraseología política y económica en los círculos de poder europeos. La palabra en cuestión es: «Competitividad». La R.A.E. recoge en el Diccionario, dos acepciones para esta palabra: 1. Capacidad para competir. 2. Rivalidad para la consecución de un fin.

Según la ideología predominante, ejecutada por los gobiernos europeos y la UE, así como sus instituciones, un objetivo fundamental para España es el de la mejora de la competitividad. En términos económicos competir es producir a un precio menor que la competencia. En el caso español, las empresas productivas (hoy todas son privadas) deberán mejorar su capacidad competitiva para acceder a mercados donde sean fuertes.

¿Cómo se es más competitivo en términos productivos? Influyen de manera profunda dos factores: la calidad del producto y el precio del mismo.

El aumento de la competitividad a través de la mejora de la calidad del producto tiene su razón de ser en tejidos productivos como el alemán, el japonés o el de los países escandinavos, donde la producción tecnológica y la investigación e innovación llevan haciendo acto de presencia durante mucho tiempo. Son economías que se muestran fuertes a la hora de competir en sectores tecnológicos e industriales y cuyos productos, para ser competitivos, requieren de la especialización, la investigación, la formación y la innovación tecnológica, además de un mercado apto para su consumo. Por otra parte, hacerlo a través del nivel de precios del producto está reservado a economías como la griega, la portuguesa o la española, donde el tejido productivo no se nutre de una industria que apueste por la investigación y el desarrollo. En concreto en España, desde hace mucho tiempo, se abandonó cualquier tentativa en este sentido. Se apostó por el turismo y la construcción como pilares del sistema productivo así como por el consumo interno para poner los cimientos de la economía española.

Sería ingenuo pensar que el cambio de modelo productivo se puede hacer de la noche a la mañana, ya que ello requiere de una gran planificación e inversión (tanto económica como temporal) así como de unas condiciones favorables que en la coyuntura actual no se dan.

Huelga decir que estos dos factores no tienen que aparecer de forma disociada. Es más, el fin último de una empresa para mejorar su capacidad competitiva debe contemplar el aumento de la calidad junto con la disminución del precio del producto.

Por tanto, nos encontramos con una situación en la que aparecen un tejido empresarial y productivo español sujeto a las características anteriormente señaladas, así como un modelo de crecimiento, adoptado desde décadas, cuyo eje motriz es el consumo interno.

Esta vía, de la que se desprende la bajada de precios del producto, es la que ahora desde Europa se señala.

En nuestras condiciones, esto necesariamente ha de conducir a una bajada de los costes de producción, ya que una disminución del precio del producto llevará aparejada lo anterior. El recorte en los costes de producción no es viable desde el punto de vista de las materias primas, las materias auxiliares o los medios de producción, pues esto iría en detrimento de la calidad del producto final y se opone frontalmente al objetivo marcado. Más bien será el capital invertido en la fuerza de trabajo, que reproduce su valor equivalente así como la ganancia (plusvalía), el que se verá mermado a fin de reforzar el poder competitivo de las empresas. Serán los salarios, márgenes comerciales (que afectarán fundamentalmente a la pequeña y mediana empresa) y las condiciones laborales las que soporten esta disminución y la supuesta mejora de la capacidad competitiva.

Poniendo en duda que dichas medidas lleven de la mano la consecución del objetivo marcado y la consiguiente creación de empleo -debido a la naturaleza de la crisis en la que estamos inmersos y teniendo en cuenta que la demanda interna necesariamente es menor, con lo cual se produce un aumento de existencias y por consiguiente una menor demanda de producción-, por el camino aparecen disminuciones salariales, merma de los derechos del trabajador, destrucción de los convenios laborales, aumento de las jornadas de trabajo, destrucción sindical, desregulación del empleo, etc. Como muestra ya se han visto ejemplos en muchos países de la UE: desde los órganos de poder de la misma se ha pedido la eliminación del salario mínimo en Grecia y en España, las reformas laborales emprendidas por un gobierno «socialista» han apuntado en esa dirección y han dejado el camino más allanado a los nuevos inquilinos de la Moncloa.

Patronal y mercados (no podemos olvidarnos de ellos ya que al fin y al cabo quieren saldar la deuda al precio que sea) vociferan de júbilo y se frotan las manos. Siglos de luchas sociales y sindicales que han dado a luz derechos, estatutos, políticas y que han propiciado que el obrero cobre entidad legal y dimensión humana, corren el riesgo de verse borrados progresivamente. Sin prisa pero sin pausa.

Muchos economistas del pensamiento único argumentan de este modo que «es necesario que la economía española crezca más para lo cual es imprescindible que la política económica ayude a incrementar la competitividad de nuestra economía, es decir, que tengan más peso los sectores o empresas que exportan bienes y servicios. Además, se deben seguir haciendo las reformas estructurales que están pendientes: la de la negociación colectiva, energía, sanidad, educación, las Cajas de Ahorros, introducir mucha más competencia en el transporte ferroviario, reducir el gasto de las Comunidades Autónomas y privatizar o cerrar buena parte de las más de 1.000 empresas públicas autonómicas. Todas estas políticas permitirían, a medio plazo, salir de ese estancamiento económico que padece España y alcanzar mayores niveles de empleo».

Esta no es la única alternativa posible. Una política económica basada en reformas laborales que lleven implementadas las situaciones anteriormente planteadas consolidaría el hundimiento de una gran parte de la población, abocándola a la subsistencia más elemental y a la beneficencia. Las reformas estructurales que persigue este ideario propone la mercantilización de sectores estratégicos en cuyos pilares se sustenta el estado del bienestar. La supresión de una educación o una sanidad pública crearía dos o más categorías de servicios esenciales -el modelo americano de educación y sanidad nos da un buen ejemplo de esto-, rompiéndose una de las reglas democráticas más esenciales: el derecho por igual de todos. La privatización de todo el sistema bancario y financiero llevará consigo el control total por parte de manos particulares de una ingente cantidad de recursos destinados a financiar y desarrollar procesos de producción colectivos, mientras que reducir el gasto en Comunidades Autónomas sólo es apuntar con más tino hacia lo mismo: la privatización de sectores estratégicos, hasta ahora, en manos públicas. ¿A qué precio ha de pagarse una mayor creación de empleo con esta forma de entender el mundo, la economía y las sociedades? ¿En qué condiciones quedaría la ya maltrecha situación laboral? Realmente, ¿quiénes sacarían el rédito?

Más bien las reformas tendrían que ir encaminadas a la creación de un sistema de banca pública que hiciera fluir el crédito (a unos intereses que ya no perseguirían la especulación) hacia el tejido productivo y las instituciones públicas, a la creación de empleo público, a la recuperación de sectores productivos estratégicos como son la energía o las telecomunicaciones entre otros, y a la imperiosa reforma de un sistema tributario que con el paso de los años se ha convertido en una forma de contribución cada vez más injusta e insolidaria. ¿Por qué no es viable esta forma de entender el mundo, la economía y las sociedades? ¿A quiénes no interesa?

Citando a Marx, «mientras los negocios marchan bien, el capitalista está demasiado metido en la obtención de ganancias para pararse a mirar este regalo del trabajo. Las interrupciones violentas del proceso de trabajo, las crisis, se lo hacen notar de una manera sensible».

Jorge Alcázar. Colectivo Prometeo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.