Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Tal vez habéis oído hablar de «Makin’ Thunderbirds,» una amarga canción de rocanrol de Bob Seger que escuché hace 30 años mientras iba a la universidad. Trata de trabajadores de la industria automovilística en 1955 que se sentían «jóvenes y orgullosos» por estar fabricando coches Thunderbird de Ford. Pero a principios de los ochenta, Seger cantaba: «las plantas han cambiado y tienes suerte si trabajas». Seger captó la realidad de una infraestructura manufacturera estadounidense que se erosionaba gravemente mientras puestos de trabajo sindicalizados, capacitados y bien pagados, eran reducidos o enviados al extranjero, y pocas veces volvían a ser vistos por estos lares.
Si la industria automovilística estadounidense ha mostrado recientemente señales de nueva vida (aunque ya no producimos T-Birds, o Mercurys u Oldsmobiles o Pontiacs o Saturns), hay una forma de manufactura en la cual EE.UU. sigue siendo dominante. Cuando se trata de armamentos, parafraseando a Seger, todavía somos jóvenes y orgullosos y fabricamos Predators y Reapers (es decir vehículos aéreos sin tripulación, o drones) y Eagles y Fighting Falcons (es decir jets de combate F-15 y F-16) y equipándolos con las armas más letales. En ese nicho del mercado, todavía somos la envidia del mundo.
Sí, somos los más destacados «mercaderes de la muerte», título de un aclamado éxito de ventas que denunció el tráfico internacional de armas, publicado en EE.UU. en 1934. En aquel entonces, la mayoría de los estadounidenses se veían como evasores de la guerra, más que como especuladores con la guerra. Los malévolos especuladores con la guerra eran sobre todo fabricantes europeos de armas como Krupp de Alemania, Schneider de Francia o Vickers de Gran Bretaña.
No es que EE.UU. no haya tenido sus propios mercaderes de armas. Como señalaron los autores de Mercaderes de la Muerte, nuestro país demostró temprano una «propensión yanqui por extraer chucherías letales de [nuestra] bolsa de buhonero». Sorprendentemente, el Comité Nye del Senado de EE.UU. dedicó 93 audiencias entre 1934 y 1936 a sacar a la luz los propios «codiciosos intereses en armamentos» de EE.UU. Incluso en esos días desesperados de la depresión, un deseo de beneficios y empleos era equilibrado por un fuerte sentido de ansiedad ante este mortífero comercio, una ansiedad reforzada por los horrores y hecatombes de la Primera Guerra Mundial.
Ya no sentimos ansiedad. Actualmente nos enorgullecemos (o por lo menos no nos avergonzamos) de ser de lejos la nación del mundo que exporta más armas. Unas pocas estadísticas lo demuestran. Desde 2006 a 2010, EE.UU. fue responsable de casi un tercio de las exportaciones de armas del mundo, sobrepasando fácilmente a una Rusia resurgente en la carrera de los «Señores de la Guerra». A pesar de una disminución de las ventas mundiales de armas en 2011 debido a las presiones de la recesión, EE.UU. aumentó su parte del mercado, y fue responsable de un inmenso 53% del comercio en ese año. El año pasado EE.UU. iba a entregar más de 46.000 millones de dólares en ventas de armas al extranjero. ¿Quién dice que EE.UU. no sigue siendo número uno?
Para una lista de compras de nuestros negocios de armas, vale la pena buscar en la base de datos para exportaciones e importaciones de armas del Instituto Internacional de Investigación de la Paz de Estocolmo. Revela que, en 2010, EE.UU. exportó «grandes armas convencionales» a 62 países, de Afganistán a Yemen, y plataformas de armas que van desde jets de combate F-15, F-16 y F-18 y tanques de batalla Abrams M1 a helicópteros de ataque Cobra (enviados a nuestros compañeros paquistaníes) a misiles teleguiados de todos los sabores, colores y tamaños: AAMs, PGMs, SAMs, TOWs – una verdadera sopa de letras de acrónimos de misiles. No importa su significado específico: todos han sido hechos para hacer volar cosas por el aire; todos han sido hechos para matar.
Pocas veces se discute en el Congreso o en los medios noticiosos de EE.UU. la sabiduría o la moralidad de esos negocios de armas. Durante los últimos días tranquilos de diciembre de 2011, en anuncios separados cuya oportunidad no puede haber sido accidental, el gobierno de Obama expresó su intención de vender casi 11.000 millones de dólares en armas a Iraq, incluidos tanques Abrams y caza bombarderos F-16, y casi 30.000 millones en cazas F-15 a Arabia Saudí, como parte de un mayor negocio de 60.000 millones de dólares en armas para los saudíes. Pocos en el Congreso se oponen a tales negocios de armas ya que los contratistas de la defensa proveen empleos en sus distritos – y donaciones fáciles para las campañas electorales al Congreso.
Detengámonos a fin de considerar lo que implica un negocio de armas semejante para Iraq. En primer lugar, Iraq solo «necesita» tanques y cazas avanzados porque destruimos su generación anterior de los mismos, sea en 1991 durante Escudo/Tormenta del Desierto o en 2003 durante Operación Libertad Iraquí. En segundo lugar, Iraq «necesita» ostensiblemente semejantes poderosas armas convencionales para disuadir una invasión iraní; sin embargo el actual gobierno en Bagdad está estrechamente alineado con Irán, por cortesía de nuestra invasión en 2003 y la ocupación fracasada que vino después. En tercer lugar, a pesar de sus «necesidades», los militares iraquíes no están ni cerca de poder poner en marcha y mantener semejante armamento avanzado, por lo menos sin un continuo entrenamiento y apoyo logístico suministrado por los militares de EE.UU.
Como dijo preocupado hace poco un oficial de la Fuerza Aérea de EE.UU. que sirvió de asesor a la incipiente Fuerza Aérea Iraquí, o IqAF:
«¿Podrá reabastecer la IqAF a sus propios aviones? ¿Pueden ofrecer los militares iraquíes una protección adecuada y seguridad para sus bases? ¿Puede la IqAF suministrar servicios de administración de aeropuertos en sus bases cuando vuelvan al control iraquí después de ocho años de dirección estadounidense? ¿Puede la IqAF asegurar la simple generación de electricidad para mantener la operación de sus instalaciones? ¿Podrá la IqAF capacitar y retener a sus aviadores?… Solo el tiempo dirá si nos fuimos demasiado pronto [de Iraq]; a pesar de todo, incluso sin un nuevo acuerdo de seguridad, la Fuerza Aérea de EE.UU. puede seguir estando junto a la IqAF.»
Dicho sin ambages: Dudamos de que los iraquíes estén listos para poner en marcha y volar F-16 construidos en EE.UU., pero se los vamos a vender a pesar de todo. Y si la historia pasada nos ha de servir de guía, si los iraquíes llegan a volver esos aviones contra nosotros, los haremos volar en pedazos o los derribaremos – y después (ojalá) les venderemos algunos más.
Nuestro mejor cliente de armas
Seamos realistas: las armas que vendemos a otros palidecen en comparación con las armas que nos vendemos a nosotros mismos. En el mercado de armas letales, somos nuestro mejor cliente. Los estadounidenses están enamoradas de ellas, mientras más alta tecnología y más caras, tanto mejor. Yo debiera saberlo. Después de todo, soy un adicto a las armas en recuperación.
Bien avanzada mi adolescencia, me fascinaba el armamento militar. Construí modelos de los que eran entonces los últimos aviones de guerra de EE.UU.: el A-10, el F-4, los F-14, -15 y -16, el B-1, y muchos otros. Leía Aviation Week y Space Technology en la biblioteca para mantenerme al día con los más recientes desarrollos en la tecnología militar. No es sorprendente, tal vez, que haya continuado para promoverme en ingeniería mecánica en la universidad y que haya entrado a la Fuerza Aérea como ingeniero de desarrollo.
Enamorado como estaba de dispositivos de poscombustión y de la construcción de armas impecables, también comencé a leer libros como National Defense de James Fallows (1981) entre otras tempranas críticas del desarrollo de la defensa de Carter y Reagan, así como el ligeramente subversivo y siempre intuitivo Augustine Laws (1986) de Norman Augustine, más tarde director ejecutivo de Martin Marietta y de Lockheed Martin. Eso y mi propia experiencia en la Fuerza Aérea me pusieron en alerta sobre los miles de millones de dólares que estábamos dedicando a la construcción de armas de alta tecnología con precios cada vez mayores pero una utilidad cuestionable.
Tal vez el mejor ejemplo de la persistencia de este fenómeno es el F-35 Lightning II. Producido por Lockheed Martin, se había previsto que el F-35 fuera un caza bombardero «asequible» (a unos 50 millones de dólares por copia), un perfecto complemento para el mucho más costoso F-22 Raptor de «superioridad aérea». Pero las usuales demoras, excesos de costes, problemas técnicos, y cambios en requerimientos han elevado el precio del F-35 a 160 millones de dólares por avión, suponiendo que los militares de EE.UU. persistan en sus planes de comprar 2.400. (Si el Pentágono decide comprar menos, el costo por avión aumentará al nivel del F-22.) Según cálculos recientes el F-35 costará ahora a los contribuyentes estadounidenses (tú y yo) por lo menos 382.000 millones de dólares en desarrollo y producción. Una suma semejante para un solo sistema de armas es suficientemente vasta como para ser incomprensible. Por ejemplo, financiaría fácilmente todos los gastos del gobierno federal para educación en los próximos cinco años.
El creciente coste del F-35 recuerda la más famosa de las leyes de Norman Augustine: «En el año 2054», escribió a principios de los años ochenta, «todo el presupuesto de defensa [bastará] para comprar solo un avión». Pero la pregunta más profunda es si nuestros militares realmente necesitan el F-35, una pregunta que es formulada pocas veces y que nunca es siquiera considerada seriamente, por lo menos por el Congreso, cuya filosofía sobre la construcción de armas se parece en mucho a la del Rey Lear: «Oh, no razonéis la necesidad».
Pero razonemos la necesidad en términos puramente militares. Actualmente, la Fuerza Aérea se orienta cada vez más hacia drones sin tripulación. Mientras tanto, siguen existiendo numerosas «plataformas» perfectamente buenas y útiles para misiones de ataque y de apoyo aéreo, de F-16 y F-18 en la Fuerza Aérea y la Armada a helicópteros Apache en el Ejército. Y aunque muchos de nuestros cazas de combate existentes se pueden estar acercando a los límites de integridad estructural, nada impide que los militares de EE.UU. produzcan versiones actualizadas de los mismos. ¡Qué diablos!, es precisamente lo que les estamos vendiendo a los saudíes – versiones actualizadas del F-15, desarrollado en los años setenta.
Por el puro coste, es probable que compremos menos F-35 de los que desean nuestros militares, pero muchos más de los que necesitamos realmente. Lo haremos por Weapons ‘R’ Us. Porque construir cazas de combate ultra-costosos es una de las pocas industrias de alta tecnología que no hayamos exportado (por preocupaciones de seguridad nacional y de secreto), y por lo tanto una de las pocas industrias en EE.UU. que todavía tiene empleos manufactureros bien remunerados con decentes prestaciones para sus empleados. ¿Y quién puede disputar eso?
El coste en última instancia de nuestra mercancía letal
Evidentemente, EE.UU. ha tenido éxito en el tráfico global de armas. Cuando se trata de invertir en fuerzas armadas y armamentos, ningún país se puede comparar con nosotros. Somos supremos. Y a pesar del habla de modestos recortes del presupuesto del Pentágono durante la próxima década, seguirá creciendo, según el presidente Obama, lo que significa que en términos de armas el futuro sigue siendo brillante. Después de todo, los gastos del Pentágono en investigación y desarrollo ascienden a 81.400 millones de dólares, lo que representa un sorprendente 55% de todos los gastos federales en investigación y desarrollo y posibilita mucha oportunidad de desarrollo de nuestra próxima generación de armas maravilla.
¿Pero a qué precio para nosotros y el resto del mundo? Nos hemos convertido en los abastecedores de armamentos para los puntos candentes del planeta. Y esas entregas de armas (y el entrenamiento y las misiones de apoyo que las acompañan) tienen hacer que esos puntos sean aún más candentes – como en plomo caliente.
Como país, parecería que tenemos la fascinación de un adolescente con el equipamiento militar, una adicción que nos impulsa a reventar nuestra propia asignación presupuestaria. Al mismo tiempo, vendemos armas de la manera como punks adolescentes venden fuegos artificiales a niños más jóvenes: por beneficios y con poca consideración por cómo podrían ser utilizados.
Hace sesenta años, se decía que lo que era bueno para General Motors es bueno para EE.UU. En 1955, como cantó Bob Seger, éramos jóvenes y fuertes y construíamos
Thunderbirds. Pero hoy tocamos una nueva canción con un texto nuevo: lo que es bueno para Lockheed Martin o Boeing o [coloque su gran contratista de la defensa preferido] es bueno para EE.UU.
¡Cuán lejos hemos llegado desde los años cincuenta!
……………
William J. Astore, teniente coronel (USAF) en retiro es colaborador regular de TomDispatch. Aprecia comentarios de los lectores en [email protected].