Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En las Américas, el tsunami Trump está asolando los dos continentes y la «marea rosa» del progresismo ha desaparecido prácticamente de la mitad sur del hemisferio. En Europa, con la reciente excepción de España , la izquierda ha quedado desterrada a los márgenes políticos. En África y Asia, el socialismo se ha convertido en nacionalismo, autoritarismo o simplemente corrupción. Y olvídense de Oriente Medio.
En esta marea creciente de populismo de derechas que recorre todo el planeta, la izquierda liberal impera en solo unas pocas islas desconectadas: Islandia, México, Nueva Zelanda, Corea del Sur, España, Uruguay. En muchos otros países, nos topamos con líderes cada vez más antiliberales. Sumen las cifras y se encontrarán con que más de la mitad de la población mundial vive actualmente bajo algún tipo de gobierno populista o autoritario de derechas, por cortesía de Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en la India, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Vladimir Putin en Rusia y Xi Jinping en China, entre otros.
Los optimistas se aferran en política a la teoría del péndulo: los conservadores están ahora tomando el protagonismo, pero llegará el día en que la derecha se caerá de boca inevitablemente y la izquierda volverá a la acción; vean los resultados de las elecciones de medio mandato en Estados Unidos de 2018.
Además, los pragmáticos señalan que muchos de estos autócratas actuales, a pesar de todas sus tendencias antidemocráticas, llegaron al poder mediante elecciones. Sí, desde entonces han tratado de cambiar las constituciones, ocupar los tribunales, amordazar a los medios de comunicación y acabar con la sociedad civil, pero siguen estando limitados por las barreras de sistemas políticos más o menos liberales aún en funcionamiento. Al final, eso es lo que se piensa, la democracia prevalecerá. Miren cómo, con el tiempo, algunos populistas de derechas fueron desalojados mediante las urnas (Vladimir Meciar en Eslovaquia), derribados por escándalos de corrupción (Alberto Fujimori en Perú), o forzados a renunciar tras caer en desgracia (Silvio Berlusconi en Italia).
En última instancia, tanto optimistas como pragmáticos tienen fe en que las democracias son organismos autorregulados, no muy diferentes del ecosistema de la Tierra. El planeta ha logrado sobrevivir a innumerables ataques de asteroides, erupciones solares y condiciones climáticas extremas. La democracia también durará más que el Huracán Donald y todos los demás ejemplos de clima político extremo, gracias a que los votantes, tarde o temprano, despertarán y a los mecanismos resilientes de controles y equilibrios de poderes.
Desafortunadamente, dado el impacto maligno que los humanos tienen sobre el planeta, esta analogía es ahora mucho menos tranquilizadora de lo que fue alguna vez. Solo los obstinadamente ignorantes confían en que alguna oscilación natural en la temperatura global o los propios ajustes de la Tierra a sus circuitos de retroalimentación climática lleguen a tiempo de salvarnos. La humanidad se ha puesto claramente palos en las ruedas y se enfrenta ahora a un futuro especialmente difícil, cuando no desastroso. Por todo el mundo, el péndulo electoral parece haberse pegado, de forma parecida, al lado de la reacción y la nueva generación de populistas de derechas bien podría estar a punto de cambiar el campo del juego político, al igual que los humanos están inmersos en el proceso de transformar irrevocablemente el planeta.
Bolsonaro, Erdogan, Putin, Trump y otros tipos semejantes deben entenderse como el equivalente político del calentamiento global. En lugar de carbono mortal, escupen odiosas invectivas y muestran una notable determinación a destruir un statu quo que está lejos de ser perfecto. Por otra parte, no son el producto de eventos extraterrestres ni de las flatulencias del ganado , sino de actos egoístas de los seres humanos. En un espacio político cada vez más restrictivo, liberales y progresistas se parecen cada vez más a tantos osos polares sobre cada vez menos témpanos, con un espacio de maniobra que va reduciéndose.
No apuesten en política por bajar la temperatura y detener la oleada de fea intolerancia de este momento. Como la naturaleza del juego ha cambiado, aquellos que se oponen al Nuevo Derecho global deben participar en un replanteamiento estratégico, o nos ahogaremos todos en aguas que van cada vez más crecidas.
Puntos de inflexión
Los autócratas de hoy constituyen, a primera vista, una panda diversa de hermanos.
En Filipinas, Rodrigo Duterte ha atacado a la Iglesia Católica por defender la santidad de la vida humana y desafiar su campaña de asesinatos extrajudiciales. En Nicaragua, el antiguo revolucionario Daniel Ortega ha cortejado a la Iglesia Católica como pilar de su antidemocrático gobierno. Vladimir Putin se presenta a sí mismo y a su país como salvador del cristianismo, mientras que Recep Tayyip Erdogan de Turquía continúa promoviendo su propia forma de Islam político, Narendra Modi ha subido al poder gracias al nacionalismo hindú, y Xi Jinping huye totalmente de la religión. Algunos nacionalistas de extrema derecha como Bolsonaro tienen planes ambiciosos para privatizar los activos del Estado, mientras que otros, como quienes ocupan la actual dirección de Italia, quieren nacionalizar las principales propiedades. Viktor Orban, de Hungría, está preocupado por el cambio climático, pero la mayoría de los populistas de derecha como Donald Trump insisten en que tal amenaza no existe y quieren extraer cada vez más combustibles fósiles.
No obstante, no se engañen. Si bien puede que estos líderes no rimen unos con otros, todos ellos bailan al mismo ritmo.
Estos políticos intolerantes han llegado al poder atacando uniformemente la globalización. Han criticado las transformaciones neoliberales del pasado reciente que enriquecieron a unos pocos a expensas de muchos, al tiempo que desafiaban a los principales partidos políticos de centro-izquierda y centro-derecha que implementaron las reformas económicas que desataron tales fuerzas. Han tomado como objetivo la corrupción, que ha hecho metástasis en sistemas políticos mal preparados para manejar un repunte masivo en las transacciones financieras transfronterizas. Cuando les ha sido políticamente útil, han demonizado a los inmigrantes y refugiados que no son sino un efecto secundario, así como las víctimas de ese movimiento de globalización tan creciente. Han defendido la soberanía nacional contra las intervenciones de las organizaciones multilaterales, al mismo tiempo que echan por tierra los valores multiculturales y los grupos de derechos humanos que los promueven. Y se han aprovechado de medios sociales como Facebook y Twitter que promueven una versión del totalitarismo participativo en el que los individuos pueden renunciar libremente a su privacidad y abandonar los medios de comunicación convencionales por los mensajes diarios de sus autócratas célebres favoritos.
Los resultados de las elecciones en las democracias más pobladas del mundo sugieren que el liberalismo, en su forma económica de libre mercado -y en su versión política más tolerante, inclusiva y estatista-, se ha desacreditado a nivel popular. Una rápida ojeada a los títulos de algunos libros recientes ( Why Liberalism Failed , The Retreat of Western Liberalism , How Democracies Die , What Was Liberalism ) revela que también los tertulianos se han dado cuenta de esta tendencia global.
Los Trumps de este mundo han identificado astutamente un cambio fundamental en el campo de la actuación política aprovechando el vacío creado por la popularidad decreciente de los valores liberales. Viktor Orban dio un ejemplo temprano de tal oportunismo cuando en la década de 1990 se deshizo de su pasado liberal y optó por el lado derecho del espectro político húngaro. A raíz del colapso del comunismo en Europa del Este, la izquierda y la derecha se alternaban en el poder cuando los votantes se disgustaban con cualquier partido que controlara las palancas del Estado. Sin embargo, al conseguir vincular todos los males que enfrenta el país con los liberales y sus locuras, Orban se convirtió en director de una transformación genuina del panorama político. El primer partido liberal, la Alianza de los Demócratas Libres, desapareció efectivamente cuando Orban se convirtió en primer ministro en 2010, disolviéndose formalmente tres años después. Casi una década después de asumir el cargo, la única oposición seria a Orban está a su derecha .
La última vez que la globalización transformó el mundo a fondo, a principios del siglo XX, la reacción violenta que siguió condujo al primer fracaso catastrófico del liberalismo. En esos años, los liberales no entendieron en absoluto que el terreno se había movido bajo sus pies. En Rusia, los bolcheviques tomaron el poder al débil equipo de potenciales reformadores democráticos que habían derrocado al zar, inspirando un puñado de movimientos en Europa que intentaron algo similar. En Alemania, los políticos antiliberales atacaron los valores cosmopolitas de la República de Weimar. En Italia y España, sus líderes adoptaron un virulento nacionalismo, desafiando a instituciones mundiales incipientes como la Liga de las Naciones. A raíz de la Gran Depresión, los ultramilitaristas japoneses despacharon fácilmente la débil democracia Taisho. Mientras tanto, en Estados Unidos, los demagogos de la derecha, como el padre Charles Coughlin, forjaron una gran cantidad de seguidores a través de la radio despotricando contra los comunistas, Wall Street y «los cambistas internacionales del templo», aunque no consiguieron hacerse con el poder en la era de un carismático presidente liberal, Franklin Delano Roosevelt.
En los lugares donde sobrevivió el liberalismo, se debió en gran parte a que absorbieron algunas de las estrategias de los comunistas y fascistas no liberales, es decir, confiar en el Estado para mantener a flote la economía, como lo hizo Roosevelt con sus políticas del New Deal. Esta lección se trasladó a la era posterior a la II Guerra Mundial, en la que los liberales estadounidenses continuaron abrazando los principios del New Deal que culminarían en los programas de la Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson, mientras los liberales europeos abrazaban los compromisos que conducirían finalmente a la Unión Europea. A nivel global, las naciones de diversas disposiciones ideológicas se unieron para crear un conjunto de instituciones (las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional) destinadas a garantizar cierto grado de estabilidad permanente. La globalización económica se reanudó, pero esta vez en un entorno regulatorio que, en sus inicios, parecía distribuir los beneficios de manera más equitativa.
Todo eso cambió en la década de 1970, cuando, en un país tras otro, una nueva generación de liberales y conservadores comenzó a desmantelar esas mismas regulaciones con la esperanza de que un mercado sin restricciones impulsara el crecimiento a nivel mundial. Sin embargo, solo después de que China adoptara el capitalismo y la Unión Soviética se derrumbara, la globalización económica dio un salto cuantitativo a la verdadera globalización. Con ello el mundo volvió a los niveles de riqueza concentrada y desigualdad de los años dorados . No es de extrañar, pues, que la inestabilidad y la intolerancia de esa era lejana hayan vuelto otra vez.
Líderes como Putin, Erdogan y Trump no son precisamente expertos en política, tampoco afortunados o inusualmente despiadados. No obstante, percibieron el cambio en el estado de ánimo del momento y pudieron capitalizar un profundo descontento con el statu quo que los liberales habían creado, un descontento que no desaparecerá simplemente porque los populistas de derechas queden expuestos como fraudulentos, incompetentes o tramposos. Peor aún, astutos manipuladores con agendas aún más ambiciosas están preparados para destruir el statu quo liberal de una vez por todas.
El archipiélago Bannon
Una Internacional Nacionalista debería ser una contradicción en sus propios términos, pero eso no ha impedido que Steve Bannon intente crear una. El antiguo editor y cineasta, el querido de la derecha alternativa , el que en alguna ocasión se puso a susurrarle a Trump, anda ocupado en una gira mundial ampliada destinada a construir una red imprecisa de populistas de derechas que él llama el Movimiento . Tiene su sede -mira por dónde- en Bruselas, el hogar de la Unión Europea.
Bannon confía en aprovechar el euroescepticismo pos-Brexit para llevar el caballo de Troya de su movimiento al corazón del campo del enemigo. Con el apoyo de varios oligarcas de derechas , como el financiero John Thornton, se ha reunido ya con neofascistas asociados con grupos como el belga Vlaams Belong, el Frente Nacional de Francia y el Partido Demócrata de Suecia, así como con populistas de derechas más convencionales en Italia y Hungría. Llega de lejos para apoderarse de la UE de los socialdemócratas y de los insípidos conservadores, del Vaticano del demasiado permisivo Papa Francisco y de Occidente de las garras de los inmigrantes y los multiculturalistas.
Las elecciones para el Parlamento Europeo de finales de mayo deberían constituir un campo de pruebas para el Movimiento de Bannon. En este momento, si el sondeo es preciso y los partidos euroescépticos, populistas y de extrema derecha combinan sus esfuerzos, podrían, sorprendentemente, convertirse en la coalición más grande de ese organismo. Es cierto que algunos partidos destacados de derechas, como Ley y Justicia de Polonia , siguen sin dejarse seducir por Bannon. Pero es un error subestimarlo , como lo fue desestimar a Trump en 2016. El éxito puede ser muy persuasivo, como demostró El Donald en su toma del poder de un Partido Republicano cuyos líderes inicialmente, y casi universalmente, lo habían despreciado.
Pero Europa es solo una parte del plan de Bannon. Para alguien que ha descargado tanto odio en «globalistas» como el financiero y filántropo George Soros, Bannon resulta bastante internacionalista. En América Latina, ya ha nombrado al hijo menor de Jair Bolsonaro como su representante regional para que le ayude a construir estructuras a partir de los éxitos electorales de la derecha en Brasil, Colombia, Guatemala, Honduras y Paraguay. Bannon se ha asociado también con un multimillonario chino para crear un Fondo para el Estado de Derecho que pretende ser una punta de lanza dirigida contra el régimen en Beijing.
En busca de un establo de príncipes, este Maquiavelo en potencia visitó también Japón a invitación del fanático Partido de la Realización de la Felicidad, un culto político que se adhiere al militarismo japonés. Israel también debe formar parte del archipiélago de la derecha alternativa de Bannon porque el autoproclamado » sionista cristiano » considera al primer ministro Benjamin Netanyahu como un vínculo fundamental en un futuro frente antiislámico. En su pensamiento también destaca Rusia, un país inmenso, de mayoría blanca , dirigido por un crítico del liberalismo occidental y del » islamismo radical «, aunque Bannon reconoce que el informe Mueller ha retrasado temporalmente sus esfuerzos.
Bannon no creó la nueva ola populista de derechas, pero ha sido lo suficientemente inteligente como para agarrar una tabla de surf, sumergirse en las aguas e intentar guiar el oleaje más hacia la derecha. A tal fin, está creando lo que denomina «sala de guerra». Y dice:
«Es lo que hicimos para Trump en EE. UU.: escribir artículos de opinión, contratar a personas en los medios de comunicación, buscar medios sustitutos, todo eso. La última parte de todo ello tiene que ver con las redes sociales de base y con organizarse físicamente y alentar el voto«.
Sin embargo, esta no es solo una versión global de la «estrategia del Sur» de Richard Nixon, un intento oportunista de solidificar una realineación política. Bannon y los de su calaña tienen en mente un proyecto mucho más ambicioso. Al descartar al actual residente del Vaticano por demasiado liberal, Bannon se ha presentado como el papa de un nuevo movimiento para combatir a los bárbaros (según él los define).
Exmilitar y católico de toda la vida, evoca una tradición papal mucho más antigua, la del Papa Urbano II, quien lanzó la I Cruzada para retomar Jerusalén a fines del siglo XI. Bannon quiere recrear una Europa pre-UE, más blanca, marcial y nacionalista. Al igual que los papas y los príncipes del siglo XI, los populistas de derechas en Europa han estado ya conjurando a enemigos externos para unificar a los de ideas afines. El Islam sigue siendo un adversario adecuado, ya sea en forma de inmigrantes normales o terroristas extraordinarios. Pero también está China, que representa el mayor desafío para Occidente desde la última vez que el Reino Medio gobernó el mundo del comercio, la innovación y la cultura hace muchos siglos. Finalmente, nos encontramos con el enemigo interno: los globalistas, que no tienen paciencia para el nacionalismo, los secularistas, que quieren mantener a la religión al margen y los multiculturalistas, que hacen campaña contra el privilegio blanco.
Esta cruzada de Bannon y la extrema derecha es un esfuerzo desesperado para mantener a Estados Unidos y una gran franja de Eurasia como bastiones de la cristiandad blanca. Durante décadas, aquellos que sostuvieron tales puntos de vista poblaron los extremos a los que pertenecían. Sin embargo, los fracasos económicos de la globalización, un aumento enorme del flujo de refugiados y una disminución general de la fe en las instituciones democráticas han demostrado ser un terreno fértil para que se forme una nueva cruzada.
Movimiento versus movimiento
En Estados Unidos, organizaciones como Indivisible , un grupo progresista creado por antiguo personal del Congreso a raíz de las elecciones de 2016, que cuenta ya con 5.000 capítulos locales, no esperan que el péndulo político oscile por sí solo. Están trabajando duro para empujar la política hacia la izquierda, y su organización produjo resultados en las elecciones de mitad de mandato de 2018 cuando el Partido Demócrata retomó la Cámara de Representantes.
No obstante, las elecciones presidenciales de 2020 son un tema diferente. Trump tiene ahora la ventaja del titular y, por el momento, el viento a favor de una economía fuerte. De hecho, algunos analistas económicos le predicen una victoria aplastante mientras la economía no se venga abajo. El equipo del presidente ha asegurado también que las áreas del país donde su base es sólida están experimentando un mayor crecimiento del empleo que en los bastiones del Partido Demócrata.
Además, Trump y sus secuaces están trabajando arduamente para erosionar los cimientos de la sociedad democrática: demonizan a los medios de comunicación, trabajan para sofocar la participación de los votantes, minimizan las barreras entre la iglesia y el Estado y llenan los tribunales con ideólogos que apoyan su agenda. La gran mayoría de los grupos que se movilizan para derrotar a Trump en 2020 están trabajando con herramientas tradicionales para lograr un cambio político. Después de haber aprendido de anteriores maestros del populismo como Orban y Erdogan, el Equipo Trump está muy ocupado cambiando el campo de juego.
Eso es lo que hace diferente el momento político actual. La teoría del péndulo del cambio político solo se aplica si los principales actores electorales cumplen con las mismas reglas. Sin embargo, los populistas de derechas han estado ocupados transformando las reglas del juego para permanecer en el poder el mayor tiempo posible mientras utilizan las palancas del Estado para enriquecerse a sí mismos y a sus amigos. Putin lleva dos décadas gobernando Rusia. Erdogan se mantiene en el poder desde hace 16 años. Orban se está acercando a una década en el cargo. Incluso en un país no democrático como China, Xi Jinping ha alterado las reglas colectivas de sucesión para garantizar que seguirá siendo el líder de por vida.
Una posible respuesta al populismo de derechas sería, por supuesto, reforzar el populismo de izquierdas . Esta fue una estrategia ganadora en 2015 para el partido político griego Syriza, que lleva ya cuatro años al frente de ese país. También le funcionó a Evo Morales, quien lleva capitaneando Bolivia más de una docena de años. Y, por supuesto, Bernie Sanders estuvo cerca de ser el abanderado del Partido Demócrata en las elecciones de 2016, al tiempo que promovía su versión del populismo de izquierdas que aprovecha una realidad política esencial: que la pasión mueve a las personas más eficazmente que las políticas.
Pero es difícil ver el populismo de izquierdas como una respuesta a largo plazo ante la Nueva Derecha. O fracasa electoralmente, como descubrió Jean-Luc Melenchon, el abanderado del movimiento de la Francia Insumisa en la última elección presidencial de ese país; o se enfrenta al tipo de «realidades económicas» que forzaron a Syriza a adaptarse a las demandas de austeridad de los burócratas y bancos europeos; o, como Morales ha demostrado en Bolivia, termina presidiendo la misma erosión de las prácticas democráticas que sus homólogos de derecha.
Sí, la organización práctica de grupos como Indivisible es indispensable. Sí, la pasión de los populistas de izquierdas es esencial. Pero tal politiquería y el populismo de imagen especular que a veces conlleva son meros salvavidas. Pueden mantenernos a flote, pero no van a rescatarnos. La Nueva Derecha requiere un tipo de respuesta mucho más original.
Después de todo, las fuerzas que dieron origen a esta marea de populismo de derechas siguen en pie: la creciente desigualdad económica, el aumento de los flujos de migrantes y la expansión de los escándalos de corrupción. Los partidos de centro siguen estando desacreditados y los liberales no han encontrado alternativas convincentes a las políticas e instituciones de globalización que crearon. Tratar de sacar el péndulo político de la zona de emergencia es un enfoque necesario aunque, en última instancia, insuficiente. Es el equivalente a esperar que una solución convencional, como un impuesto a la gasolina, detenga el cambio climático. Los ambientalistas entienden que un cambio climático sin precedentes requiere una respuesta sin precedentes. Para hacer frente a la amenaza del cambio climático político, se requiere un enfoque igualmente internacional, amplio y fundamentalmente nuevo.
Así pues, no esperen a que el péndulo oscile. No pongan su fe en los quitamiedos. No es momento para un manifiesto o un plan de diez puntos. Es hora de que un movimiento contrarreste el Movimiento de Bannon, una coalición global que una a personas y políticos en un esfuerzo internacional conjunto para responder ante los verdaderos problemas globales -cambio climático, guerras interminables y desigualdad económica- que amenazan con aplastarnos a todos. A falta de tal movimiento, la marea creciente del populismo hundirá todos los botes, con salvavidas y todo.
John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch , es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada por Dispatch Books) y director de Foreign Policy in Focus en el Institute for Policy Studies. Su última novela es Frostlands (Haymarket Books), segundo volumen de su serie Splinterlands.
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