El problema de escribir sobre Gaza es que las palabras no pueden explicar lo que está sucediendo allí. Tampoco pueden hacerlo las imágenes, ni siquiera las más desgarradoras y conmovedoras. Porque lo que hay que explicar es lo inexplicable. Lo que hay que explicar es el silencio ante el horror.
Israel ha sido descaradamente franco sobre sus planes de someter a Gaza, despoblarla de palestinos y apoderarse de la Franja. Israel no va a cambiar. No se ha desviado de este curso genocida desde el 8 de octubre de 2023. Durante 19 meses, todos los palestinos han sido un objetivo porque Israel quiere limpiar Gaza de palestinos. Por lo tanto, todos pueden ser bombardeados. Todos pueden pasar hambre. A todos se les puede negar la atención médica y los elementos básicos para la vida.
Aquellos que distinguen entre objetivos legítimos e ilegítimos, entre Hamás y civiles, entre adultos y niños, se convierten ellos mismos en objetivos. Los trabajadores humanitarios son objetivos porque insisten en ver a los palestinos como seres humanos. E incluso sus muertes, su matanza sistemática, provocan el silencio de los países de los que proceden, muchos de ellos asesinados con armas fabricadas y vendidas por sus propios países. Cualquiera que se relacione con un palestino es tratado como un palestino, como alguien a quien hay que silenciar, de una forma u otra: prohibir, amordazar, exiliar, deportar, encarcelar, asesinar.
El silencio sobre una atrocidad sirve para legitimar todas las que la precedieron y las que le seguirán. Después de que Israel se saliera con la suya al bombardear su primer hospital en Gaza, supo que podía salir impune si bombardeaba todos los hospitales y clínicas de Gaza. Y eso fue lo que hizo.
Está claro que Israel no cederá ante la opinión pública; sólo pueden frenarle aquellos que son más poderosos que él: Sus financiadores y proveedores de armas. Sin embargo, nada cambia. Nadie interviene. Ni Estados Unidos, por supuesto, ni el Reino Unido, ni Alemania, ni China, ni Rusia o Arabia Saudí, ni Turquía, India o Francia. Solo silencio, un silencio que amplifica y aísla los gritos de los niños quemados. Este silencio colectivo invalida el exaltado concepto que Occidente tiene de sí mismo, dejando al descubierto la monstruosa hipocresía que se esconde bajo el brillante barniz de las leyes de derechos humanos y la retórica fatua sobre la santidad de las vidas civiles.
No estoy convencido de que existan «guerras justas», pero sí de que hay guerras injustas. Hay guerras que traicionan todas las nociones apreciadas de conducta civilizada, todas las reglas que los combatientes deben respetar desde 1919. Y esta guerra, si se le puede llamar así, las ha violado todas: no solo matando, sino atacando a civiles; volando infraestructuras no militares; bombardeando escuelas, universidades, iglesias y mezquitas; quemando campos agrícolas, talando huertos, cementando pozos, envenenando y matando a tiros al ganado; asesinando a médicos, enfermeras y trabajadores de rescate; asesinando a trabajadores humanitarios; utilizando armas químicas; deteniendo a miles de personas sin orden judicial; infligiendo torturas y abusos sexuales a los prisioneros; utilizando escudos humanos; practicando la perfidia durante las redadas; asesinando a diplomáticos y periodistas; disparando a los niños en la cabeza…
Las reglas de la guerra las establece el vencedor. ¿Cómo serán las nuevas reglas tras Gaza, donde lo que antes estaba prohibido se ha convertido en procedimiento operativo estándar?
Biden quería atribuirse el mérito de haber trabajado por un alto el fuego que nunca presionó a los israelíes para que aplicaran. Rafah fue arrasada bajo la mirada de Biden, después de que este dijera públicamente (aunque sin creérselo) que una invasión israelí de la ciudad cruzaría una línea roja. Cruza una línea roja y las cruzas todas. Trump quiere que se le reconozca el mérito por un alto el fuego temporal y la rápida reanudación de una guerra total destinada a vaciar Gaza de palestinos. Pero el resultado final tanto para Biden como para Trump siempre iba a ser el mismo: matanza masiva de civiles, destrucción de los espacios habitables de Gaza, desplazamiento de dos millones de personas y eventual anexión israelí de grandes extensiones de la Franja. En una palabra: genocidio.
Los miembros del gabinete de guerra israelí prometieron esta semana que su ejército pulverizará todos los edificios de más de dos pisos si Hamás, o lo que quede de Hamás, no se rinde. ¿A quién se lo dicen? ¿A la gente que no sabe que Israel ya ha pulverizado más del 80 % de los edificios de Gaza? ¿Cuál es el propósito de decir esto, si no es como una especie de triunfalismo descarado, una declaración de impunidad para cometer los peores crímenes y no sólo salirse con la suya, sino que además las instituciones que prohíben el genocidio y el robo de tierras no digan nada al respecto?
El silencio engendra silencio.
Israel ya no teme a ninguna institución internacional: ni a la ONU, ni a la Corte Penal Internacional, ni a la Corte Internacional de Justicia, ni a la OTAN, ni a la Liga Árabe, ni a los BRICS, ni a la Interpol. Israel viola las leyes internacionales sabiendo que no habrá consecuencias. Netanyahu viaja libremente, sabiendo que los cargos y las órdenes de detención contra él nunca se ejecutarán. Israel ha humillado a las potencias occidentales y ha sido acogido por muchos de los que humilló por hacerlo.
En esta época de silencio, muchas de las palabras que se pronuncian han perdido todo su significado. De hecho, su significado se ha invertido, se ha tergiversado por completo. Las zonas humanitarias son ciudades de tiendas de campaña, cuyas poblaciones de refugiados se ven privadas de agua, alimentos, ropa, saneamiento y calefacción. Las zonas humanitarias son lugares a los que te ves obligado a huir para pasar hambre, enfermar, sufrir hipotermia o ser bombardeado mientras duermes con tus hijos en una tienda de campaña hecha con bolsas de basura y tela podrida. Una zona humanitaria es un lugar al que no se permite entrar a los humanitarios. Una zona humanitaria es un lugar donde se cometen actos inhumanos a la vista de todos.
Los dos millones de habitantes de Gaza, en su mayoría mujeres y niños, no están «muriendo de hambre». Los están matando de hambre. Estamos condicionados a pensar que las hambrunas son fenómenos naturales, causados por sequías prolongadas, inundaciones o terremotos. Eso no es lo que está ocurriendo en Gaza. Lo que está ocurriendo en Gaza es algo inimaginable. Excepto que no tenemos que imaginarlo, porque está ocurriendo ante nuestros ojos. La hambruna en Gaza está completamente orquestada. Se trata de una hambruna como arma, diseñada literalmente para «matar de hambre» a toda la población de Gaza.
Las madres palestinas están tan desnutridas que no pueden amamantar a sus recién nacidos. Esto ya es suficientemente espantoso, pero Israel también ha bloqueado la entrada de leche maternizada en Gaza. Sin embargo, no hay escasez de alimentos. Los alimentos están a la vista de Gaza, dentro de camiones que se acumulan durante kilómetros en los puntos de entrada bloqueados por Israel. Si no se puede trazar una línea en el hambre intencionada de los recién nacidos, ¿dónde se puede trazar?
¿A cuántos palestinos ha matado Israel en Gaza? ¿100.000? ¿200.000? ¿Podría tener razón Ralph Nader al decir que el total ascenderá a 500.000 o más? No lo sabremos hasta dentro de muchos años.
El número de muertos en Gaza desafía la comprensión humana. Visto desde una perspectiva estadística, cada nueva muerte se vuelve cada vez menos significativa. La primera imagen de un bebé palestino decapitado por un cuadricóptero israelí provocó repugnancia, ira y tristeza. Ahora, ocho o diez bebés asesinados de forma similar en un día apenas merecen una mención en los medios de comunicación. Nuestras voces están en silencio, nuestra repulsa se ha adormecido, nuestra capacidad de empatía humana se ha silenciado. Nos estamos deshumanizando.
Las primeras muertes son las que más nos impactan. Las muertes más recientes pasan desapercibidas. No podemos pensar en ellas sin condenarnos a nosotros mismos por no haber hecho nada para frenar la matanza desde que vimos aquellas primeras imágenes impactantes hace más de año y medio.
Según Unicef, más de 50.000 niños palestinos han muerto o resultado gravemente heridos por los ataques militares israelíes en Gaza. Han sido quemados, destripados, decapitados, han perdido extremidades, les han quemado los ojos, les han desollado la piel hasta los huesos y les han carbonizado los pulmones.
Los niños asesinados de Gaza no eran, no son, daños colaterales. Eran objetivos que debían ser eliminados, al igual que sus padres, y su matanza masiva fue justificada por personas como Avigdor Lieberman y Galit Distel Atbaryan, del propio partido Likud de Netanyahu: «No hay personas inocentes en Gaza… Ellos (los palestinos) crían a toda una población de nazis». La diputada Meirav Ben-Ari declaró: «Los niños de Gaza se lo han buscado». Y el primer ministro de Israel, Isaac Herzog, denunció al Papa por difundir calumnias sangrientas al condenar la matanza de niños palestinos por parte de Israel. Pero una forma segura de demostrar que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza es que su intención es eliminar no solo a esta generación, sino también a la futura.
Esta semana, el Dr. Feroze Sidhwa describió ante el Consejo de Seguridad de la ONU sus experiencias al tratar a víctimas de los ataques aéreos y con drones israelíes en Gaza:
En Gaza, operé en hospitales sin esterilidad, electricidad ni anestésicos. Las cirugías se realizaban en suelos abarrotados y sucios. Los niños morían no porque sus heridas fueran incompatibles con la vida, sino porque carecíamos de sangre, antibióticos y los suministros más básicos que están fácilmente disponibles en cualquier gran hospital del mundo. No vi ni traté a un solo combatiente durante mis cinco semanas en Gaza. Mis pacientes eran niños de seis años con metralla en el corazón y balas en el cerebro, y mujeres embarazadas cuya pelvis había sido destrozada y cuyos fetos habían sido desgarrados mientras aún estaban en el útero. Las madres que se refugiaban en el hospital cocinaban pan en placas calefactoras en el servicio de urgencias durante los incidentes con víctimas múltiples, mientras nosotros nos enfrentábamos al reinado del fuego y la muerte que caía a nuestro alrededor.
¿Quién puede escuchar esto y no sentirse impulsado a actuar? ¿Quién puede escuchar esto y decir que los niños y las madres se lo merecían?
Muchos han sido silenciados. Pero muchos, muchos más, se han silenciado a sí mismos.
Permítanme presentarles un caso reciente para su consideración, el de Joseph Borrell, ex Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores, que tuvo un asiento en primera fila para ver lo que estaba sucediendo en Gaza, donde fue testigo de cómo se ametrallaban campos de refugiados, se emboscaba a conductores de ambulancias, se asesinaba a poetas e ingenieros, se destruían plantas desalinizadoras y se rompían tuberías de alcantarillado, se torpedeaban barcos pesqueros, se detonaban panaderías, se bombardeaban Rafah, la ciudad de Gaza y Jan Yunis hasta quedar en ruinas, dos millones de personas desplazadas y 12.000 niños asesinados. Sin embargo, guardó silencio sobre lo que realmente estaba ocurriendo, lo que él sabía que estaba ocurriendo, hasta después de jubilarse. Sólo entonces, en el momento en que tendría el menor impacto político, y principalmente para aliviar su propia conciencia, se sintió libre de llamar a las cosas por su nombre: genocidio.
Cuando los palestinos han intentado romper el muro de silencio que rodea la Franja de Gaza y describir los crímenes que ha cometido Israel, han sido sistemáticamente asesinados: mientras informaban, mientras grababan y fotografiaban, mientras conducían, mientras entrevistaban, mientras dormían en casa con sus familias. Más de 210 han sido asesinados, y cada semana se ataca a más. Todo para evitar que se corra la voz. Nunca ha habido este tipo de «censura» mediante drones en ninguna otra guerra. Sin embargo, aquí nos enfrentamos a un doble silencio desconcertante. No sólo el terrible silencio de los periodistas asesinados, sino también el silencio mortal de sus colegas de los medios de comunicación occidentales sobre sus asesinatos y sobre quienes los asesinaron. Es un silencio que mata y entierra la historia junto con los periodistas que arriesgaron sus vidas para informar de ella.
En Gaza, incluso los muertos hablan, pero nos negamos a escucharlos.
Jeffrey St. Clair es coeditor de CounterPunch. Su libro más reciente es An Orgy of Thieves: Neoliberalism and Its Discontents (junto a Alexander Cockburn). Se puede contactar con él en: [email protected] o en X: @JeffreyStClair3.
Texto en inglés CounterPunch.com, traducido por Sinfo Fernández.
Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/05/30/cuando-los-muertos-hablan-y-los-vivos-se-niegan-a-escuchar/