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Culpabilidad, propiedad e ideología colonial que los sustenta en Palestina

Fuentes: Jaddaliya

Traducido del inglés para Rebelión por J.M

En «Whiteness as propoerty» Cheryl Harris rastrea la construcción en los Estados Unidos de la piel blanca como símbolo del poder legalizado, específicamente como propiedad. Definiendo propiedad como la expectativa de derecho a la propiedad, Harris describe a la blancura como el sentido del derecho legalizado. Ella cita como ejemplo la doctrina legal estadounidense que afirma que denominar «negro» a una persona blanca constituye una difamación. Ya en 1957, señala Harris, llamar a una persona blanca «negro» era una infracción sujeta a juicio, ya que podría provocar daños concretos a la parte «mal calificada» (pérdidas en materia de vivienda, el empleo, etc.). Esta tradición jurídica – entre otras – reconoció el rol de la blancura como un «objeto o recurso necesario para una persona«, una forma de propiedad externa.

Aunque es de forma explícita un informe de la blancura de la piel, el análisis de Harris también puede proporcionar un marco general para cualquier identidad racial de los colonos. De hecho, el fenómeno de la «blancura como una propiedad» que Harris documenta comienza con la colonización europea del «Nuevo Mundo», la cual estableció una costumbre jurídica de la «valorización de la blancura» que continuó a lo largo de toda la historia de América. Así pues, en cierto sentido lo que Harris está destacando es la extensión legal de la conciencia de los colonos a través del tiempo, el proceso por el cual se inscribió en la ley un derecho, un estado mental de búsqueda de la propiedad (que primero se llamó «pionero» o «colono» y luego simplemente «blanco»).

Las construcciones jurídicas y sociales de la blancura en los EE.UU. y la de judeidad en Israel no son en absoluto idénticas, pero sí convergen, se bifurcan y se influyen mutuamente de una manera que va mucho más allá del alcance de este trabajo. Dicho esto, la identidad judía de Israel es similar a la identidad blanca en los EE.UU. en la medida en que funciona como una identidad racial de los colonos que constituye en sí misma una forma de propiedad. En un nivel básico, la ciudadanía israelí y nacionalidad judía, tal como la otorga automáticamente el Estado a cualquier judío según la Ley del Retorno, constituye una forma de propiedad ya que jurídicamente legitima una expectativa de derecho a la tierra palestina basada en la herencia judía. Dentro de Israel, la propiedad de la ciudadanía israelí judía se manifiesta en los privilegios legales otorgados a los propietarios judíos actuales y futuros. Por ejemplo, la ley israelí prohíbe que el Fondo Nacional Judío, que posee millones de hectáreas de tierra, venda o arriende la tierra a los no-judíos. Del mismo modo, según la ley israelí, las autoridades locales tienen el derecho a rechazar la vivienda a los no-judíos en los barrios donde «el establecimiento de una familia árabe disuadiría a otros judíos a vivir allí». El privilegio legal judío asociado a la vivienda aumenta en el caso de judíos europeos/ashkenazíes, cuyos homólogos sefardíes han sufrido una discriminación sistemática en Israel. Los barrios residenciales estatales otorgados a los colonos que viven en asentamientos sólo para judíos en Cisjordania, con unos beneficios que incluyen «la ayuda financiera para construir o comprar una casa» y «contratos de arrendamiento de tierras a precios muy por debajo de su valor real», ofrecen un ejemplo más de la propiedad inherente a la propia personalidad jurídica como judío israelí.

En ambos casos de supremacías legalmente construidas, blanca y judía, el privilegio legal supone, en términos de Lukács, «el fantasma de la objetividad«, que él define como «una autonomía que parece tan estrictamente racional y abarcadora como para ocultar cualquier rastro de su naturaleza fundamental: la relación entre las personas». En otras palabras, una vez que se establece la estructura jurídica que otorga los privilegios a un grupo y priva de los suyos a otro, la realidad social desigual que crea la ley asume una «naturalidad» que oculta sus orígenes. En cambio, la relación de poder naturalizada entre el israelí y el palestino permite al primero actuar dentro de su privilegio legal, como si estuvieran realizando una supremacía judía biológica y divinamente predeterminada y no un poder social y legal deliberadamente construido.

El mes pasado, una colona israelí publicó un artículo en Ynet en el que se lamenta de su sentimiento de culpa en relación a los trabajadores palestinos que trabajan en su asentamiento en Cisjordania. Cuando un trabajador de la construcción palestino salva la vida de su hijo, Racheli Malek-Boda empieza a cuestionarse la relación de poder hasta entonces naturalizada entre los colonos y los palestinos que les sirven: «Me parecía natural que los árabes construyeran nuestra comunidad, hasta la semana en que se hizo pedazos este extraño status quo».

Era evidente que la intención de Malek-Boda con su nota era que sirviera como una extensión de esta revelación de que el status quo se había «hecho pedazos». Empieza con una reflexión desnaturalizadora de su socialización como «colona/religiosa/de derechas», desvelando de hecho los orígenes ocultos de su privilegio como una judía (presumiblemente ashkenazi) israelí. Continúa admitiendo su racismo irracional en relación al salvador de su hijo y a la población palestina en general. Después de negarse a llevar en coche al palestino que había rescatado a su hijo, Malek-Boda entrega cincuenta shekels y algunos consejos a un palestino limpiavidrios: «Emplea bien el dinero». Luego va sollozando todo el camino hasta el trabajo.

La contribución catártica y llorosa de Malek-Boda, que fácilmente podemos considerar una reparación inadecuada y muy reticente, no hace pedazos la supremacía judía naturalizada incrustada en la conciencia del colono, sino que recompone las piezas. Malek-Boda acepta como una desafortunada realidad que una mayoría pacífica de palestinos «se vean obligados a pagar un alto precio por las acciones de un pequeño grupo, dominante y sediento de sangre». En resumen, si Malek-Boda se encuentra a sí misma envuelta en un terreno moralmente corrupto, es porque el árabe «dominante y sediento de sangre», aquel cuyo dócil homólogo es el trabajador que salva a sus hijos e introduce sus alimentos en bolsas, la ha acorralado. De esta manera, Malek-Boda encarna el mito que Israel realiza cada día, el de una víctima perpetua obligada a cometer actos de violencia sistemáticos para protegerse de sus vecinos bárbaros. Al igual que el «puesto avanzado de la civilización de Theodor Hertzel y la «villa en la selva» de Ehud Barak, Malek-Boda se aferra desesperadamente a una superioridad moral innata en medio de un paisaje (árabe) moralmente comprometedor. Ahí donde aviones militares israelíes arrojan folletos advirtiendo del lanzamiento de bombas, Malek-Boda entrega un billete de cincuenta shekel. En lugar de ofrecer su consejo con afecto, Malek-Boda lo farfulla como una sucinta y tensa orden. A la vez benefactora y renuente opresora, Malek-Boda con generosidad pero con dureza da un codazo a su asunto en la dirección correcta, representado una antiquísima misión civilizadora, domesticar y reformar, «emplea bien el dinero».

Sería un error menospreciar las lágrimas de Malek-Boda considerándolas artificiales. Al igual que muchas experiencias de intimidad entre el colonizador y el colonizado, probablemente sean genuinos su agradecimiento al salvador de su hijo y los sentimientos de culpa. La forma en que ella articula y realiza la intimidad es lo que, sin embargo, le permite integrar ese momento de humanidad en la fantasía deshumanizadora de su proyecto colonial que lo enmarca todo. En la novela de Valerie Martin Property, una novela narrada por la esposa de un amo de esclavos, Martin retrata lo que parece ser un muy real vínculo paterno entre el amo de esclavos y su «ilegítimo» hijo, Walter, quien, como la descendencia de una mujer esclava, también resulta ser esclavo del amo. El muy brutal amo concilia sus roles de padre y dueño tratando a Walter como un animal: se ríe con cariño cuando Walter corre por todo el comedor a cuatro patas, arrodillándose de vez en cuando delante de su padre-amo y comiendo de su mano, como un perro. Este ritual de alimentación le permite al padre expresar su genuino amor paternal de tal manera que conserva la naturalidad y legitimidad de su propiedad y poder desmesurado sobre su hijo. En otras palabras, protege a toda costa su propiedad (incluso la que ha producido biológicamente).

La culpa y la generosidad de Malek-Boda tienen un efecto similar, ya que le permiten reconocer «al árabe bueno» como un ser humano con el que puede simpatizar, sin obligarla a reconocer a este ser humano como un igual, salvaguardando así su propia forma de propiedad. Al igual que los blancos de clase baja estadounidenses que estratégicamente han rechazado alianzas con personas de clase baja de color a fin de salvaguardar la propiedad de su blancura, Malek-Boda se aferra a la propiedad de su condición de judía israelí. Vuelve a dar forma efectivamente a su sentimientos de culpa como prueba de su superioridad moral con el fin de re-legitimar su ahora cuestionable privilegio legal. De esta manera Malek-Boda transforma un momento revelador en una oportunidad para regodearse de la supremacía judía. Su culpa se convierte en un mecanismo de defensa para recuperar el desestabilizado «status quo» que la referencia, incluso en medio de un «otro» parcialmente humanizado. En resumen, su culpa justifica y naturaliza otra vez el pecado colonial que originó en primera lugar esa culpa. No rompe en pedazos el status quo de la superioridad naturalizada y el privilegio legalmente cosificado sino que lo preserva.

Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/6282/guilt-property-and-sustaining-settler-consciousnes

rBMB