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De Gaia o de la vida como propósito

Fuentes: El salto [Imagen: FRANCISCA PAGEO]

Un ejercicio de pensamiento utópico, cargado de urgencia y de realidad, para interpretar nuestros límites y futuro en este planeta.

 “El sentido de la vida está intrínsecamente entrelazado con nuestra responsabilidad de proteger y preservar la naturaleza, ya que en su equilibrio encontramos la clave para nuestro propio bienestar y el de las generaciones venideras”. John Muir.

Tengo registrado en mi calendario que cada 11 de abril llegan a mi patio de manzana los primeros vencejos. Para cuando despunta junio, el patio es una fiesta. Los pollos emprenden su primer y casi eterno vuelo. Y alborozados, vitales y ruidosos, los veloces y emplumados bumeranes de la primavera dan vueltas en círculo, hermanados, celebrando la alegría de elevarse para caer y elevarse de nuevo. No hay nada más terrestre que esas alas. Se aproximan tanto a mi ventana que puedo apreciar sus cuerpos de pájaro de estaño bruñidos al sol. Perfectos. Es un hermoso espectáculo, la pura expresión del vuelo.

A veces, cuando pienso en ellos, me imagino una ciudad en la que los edificios con fachada norte albergaran nidos, recovecos frescos que permitiesen la nidada. Algo similar a un compromiso ciudadano por el que cada pequeño rincón adecuado se compartiera intencionadamente con los otros vecinos: los pájaros, las ardillas, las liebres, las comadrejas. Imaginad un calendario en el que los escolares marcaran como fechas decisivas la llegada de los flamencos en noviembre, los vencejos en abril, las primeras golondrinas en marzo o el primer canto persistente y aflautado del verdecillo macho en febrero. Se trataría de proporcionar sitio físico, cultural y emocional al resto de seres vivos.

Hace algunos años el prestigioso biólogo Edward O. Wilson publicó un libro, Medio Planeta, en el que defendía la necesidad de dejar medio planeta a la vida salvaje para preservar y evitar la sexta extinción de las especies. En esa misma línea se debate en Europa la ley de Biodiversidad Y, en una línea parecida, últimamente, ha tomado impulso en forma de propuestas prácticas el rewilding. La idea principal que atraviesa estas proposiciones es dejar espacio; espacio que los ecosistemas, las comunidades ecológicas y las especies requieren para desarrollarse y florecer en todo su potencial.

Pero dejar espacio al resto de especies conlleva necesarias y profundas transformaciones estructurales: decrecer en consumo de materiales y recursos ―y debo enfatizar, aquí en el “norte” opulento―; transformar nuestro modelo agrícola agroindustrial por otro libre de venenos y más respetuoso con los ciclos de la naturaleza y con el resto de los seres vivos; relocalizar todas nuestras actividades humanas, disminuyendo la escala de los desplazamientos de personas y mercancías y transformando los modos por otros más sostenibles.

Somos 8.000 millones de personas en un planeta finito, así que una sociedad humana posfosilista y biofílica por fuerza ha de disminuir su consumo de carne y llevar vidas mucho más locales, puesto que, sin combustibles fósiles, con renovables que requieren un mayor uso del territorio, en un contexto de calentamiento global que afecta a las principales cuencas agrícolas del planeta, la escasez de tierras será un verdadero factor limitante para las sociedades humanas. Alimentar ganado para alimentar personas es menos eficiente termodinámicamente, tiene una mayor huella hídrica y de carbono; sin embargo, alimentar a la humanidad con una dieta en la que la carne no forme parte del menú diario, centralizada en las legumbres, proporcionaría más proteínas por km².

Imaginad un calendario en el que los escolares marcaran como fechas decisivas la llegada de los flamencos en noviembre, los vencejos en abril, las primeras golondrinas en marzo

Pero no hay que engañarse, para que esto sea factible es necesario transformar las bases culturales de esta sociedad capitalista: el amoral individualismo, el mito del progreso, el hiperconsumo, la fe desproporcionada y acrítica en la tecnología, esa visión del hombre ―siempre hombre— invulnerable, desafectado de los cuidados y a espaldas de la naturaleza. Caracteres sociales inservibles ya que el imaginario necesario que nos permitiese insertarnos “armónicamente” en la biosfera lleva implícitas otras subjetividades que abracen la autocontención ―como siempre nos recuerda Jorge Riechmann―, la colaboración, el cuidado, la igualdad, la renuncia y el reconocimiento de los límites. Pero ¿cómo abrazar algo semejante en una sociedad que te empuja a lo contrario?

El estremecedor libro “El hombre en busca de sentido”, de Viktor E. Frankl, nos cuenta que la búsqueda del sentido de la vida en las personas constituye una fuerza primaria y no una «racionalización secundaria» de sus impulsos instintivos. Sostiene que el amor, la creatividad y una profunda vida espiritual suelen ser los ejes sobre los que bascula ese impulso. Así, aquellos que tenían algo que les esperaba, bien fuera un amor o una obra por hacer, sobrellevaron con mayor entereza espiritual el horror del campo de concentración. Cabría afirmar que amar, crear, recuperar, regenerar, son verbos que en sí mismos dan sentido a nuestras existencias. No es algo intelectual, es más profundo y emocional.

No tengo ninguna duda de que no hay posibilidad de preservar la vida en nuestro hogar sino es a través del amor, la fascinación, la admiración y el respeto. Y ahora poseemos la mejor ciencia disponible, conocemos algo mejor el prodigio de la vida en la Tierra, tenemos las pautas necesarias para empezar a regenerar y plantear una cultura que haga las paces con la naturaleza. Pero lo más importante es que estamos intrínsecamente preparados para sentirnos vinculados a otras formas de vida, pues pertenecemos al orden de los primates, descendientes de aquel antropoide que dejó el bosque y se internó en la sabana. Durante miles y miles de generaciones humanas solo fuimos recolectores y cazadores. Un habitante más de un entorno en el que el olor a agua, el zumbido de un abejorro o la inclinación del tallo de una planta eran importantes. Y aunque aquellos paisajes desaparecieron, nuestro cerebro todavía permanece alerta. Wilson nos lo contaba de esta manera en otro de sus libros, “Biofilia”: estamos conectados al paisaje y al resto de animales y, por ello, detentamos una inclinación innata a asociarnos con otras formas de vida y, de nuevo por ello, es común a todos los pueblos del mundo la fascinación y la reverencia por otros seres, por el paisaje, el océano o el atardecer.

Dejar espacio al resto de especies conlleva necesarias y profundas transformaciones estructurales: decrecer en consumo de materiales y recursos ―y debo enfatizar, aquí en el “norte” opulento―; transformar nuestro modelo agrícola agroindustrial por otro libre de venenos…

Sin embargo, no podemos ignorar que la comunidad humana ha atravesado la historia dejando a su paso un sendero tristemente sembrado de exterminios y extinciones. Recordemos cómo desapareció la extraordinaria y gigante avifauna de Nueva Zelanda, un ecosistema en el que la evolución experimentó durante millones de años dando las mismas respuestas de siempre, pero con otros actores. Allí no había casi ningún mamífero y los distintos nichos ecológicos estaban ocupados por fantásticas aves, una biota única que desapareció cuando llegaron los primeros polinesios. Aquellas aves, adaptadas al territorio estrecho de una isla, tenían un ritmo de madurez sexual muy lento y no pudieron soportar el ritmo de la caza maorí. Lo atestiguan cientos de yacimientos en los que se apilaban millares de huesos de moas, cazadas y devoradas. Así es, las moas, las alcas gigantes, la extinción de la megafauna, la persecución del lobo gris en todo el hemisferio norte o la atroz y franquista ley de control de las alimañas, son solo algunos dolorosos ejemplos de cómo nuestras actividades, nuestra torpeza, nuestra ignorancia o también (por qué no reconocerlo) nuestra crueldad han sido y son las responsables de la desaparición de numerosas especies de la faz de la tierra.

Mirar el rostro de este pasado (y este presente) sanguinario es necesario como antídoto y recordatorio de la barbarie. Es necesario para no repetir ni cometer los mismos errores. El homo sapiens es un ser versátil, ambiguo. Es el mismo que llama a los bomberos para rescatar a un vencejo atrapado en una medianera y también es aquel pescador que estranguló con sus propias manos a la última pareja de alcas gigantes. Es un pasado oscuro, pero también atesoramos infinidad de historias luminosas ,individuales y colectivas, que nos recuerdan que somos capaces de esfuerzos tan increíbles como el de vacunar a más de cuatrocientos cóndores contra el virus del Nilo occidental o criar pollos de cóndor para enseñarles a no acercarse a los tendidos eléctricos o a no comer de los vertederos. Somos las dos caras de la moneda y, en un ejercicio de memoria histórica, es conveniente remarcarlo.

Hoy más que nunca, en este siglo de translimitaciones ecológicas, necesitamos un propósito existencial que nos dé esperanzas y fuerza para continuar, que neutralice ese déficit de futuro que nos abruma. Un propósito individual y compartido colectivamente que, en sentido amplio, ponga la vida en el centro. Y aquí, en este lugar privilegiado del mundo desde el que escribo, necesitamos refundar las ciudades, levantar el asfalto, expulsar al tráfico motorizado por cuanto tiene de invasor y colonizador del territorio, plantar riadas de árboles que refresquen las calles y sean asilo de insectos y pájaros. Hay que dejar de concebir que los parajes naturales son una extensión del polideportivo o nuestros sitios de recreo, porque en el sendero por el que pasan cientos de ciclistas cada fin de semana anidan aves, crece delicada y preciosa flora endémica, siendo el sostén de miles de seres. Pero, como no podemos prescindir de ese contacto con la naturaleza, para lograrlo es imprescindible que nuestros hogares estén inmersos en ella. Conectar las ciudades con los parques naturales mediante corredores verdes, adoquinar calles para que permee el agua de la lluvia, recuperar las riberas de los ríos urbanos para la vida silvestre. Necesitamos huertos populares y escolares en todos los barrios, jardines comestibles, pequeños laboratorios diseminados por la ciudad en los que experimentar la agroecología. Es preciso, además, que refrendemos grandes pactos democráticos y comunitarios. Por ejemplo: un pacto ciudadano por un alcantarillado libre de químicos, otro pacto global ―al que podríamos llamar “Rachel Carson”― que condene al olvido el uso de pesticidas y otro pacto por una movilidad mesurada y descarbonizada.

Es necesario transformar las bases culturales de esta sociedad capitalista: el amoral individualismo, el mito del progreso, el hiperconsumo, la fe desproporcionada y acrítica en la tecnología

Imaginad una ciudad densa y verde, plena de vidas humanas y no humanas, descarbonizada, respirable, rodeada de un cinturón agroecológico y, más allá de la ciudad, tierras habitadas por especies perdidas como los grandes carnívoros y las manadas de grandes herbívoros no rumiantes. También aquí, para que fuese posible, sería ineludible el respaldo democrático y colectivo de los habitantes del mundo rural: un pacto global ―este podría denominarse “Félix Rodríguez de la Fuente”― de no persecución de los grandes carnívoros y la asunción de que las montañas, el bosque y los pastos no nos pertenecen, pertenecen a la vida en mayúsculas. Debemos conciliar con humildad nuestra necesidad de alimento, vestido y cobijo con el imperativo moral (y también de supervivencia) de restaurar, regenerar y resalvajizar ―que no preservar― y de permitir que Gaia ponga en marcha sus propios mecanismos de sanación. No olvidemos que el cambio de los usos del suelo es el principal agente de la pérdida acelerada de numerosas poblaciones de múltiples especies. Y esto siempre es el paso previo a la extinción, puesto que las poblaciones pequeñas son más frágiles y menos resilientes, más proclives a la endogamia (la biodiversidad también es diversidad genética) y menos capaces de superar eventos catastróficos. Así que el sentido correcto siempre será devolver lo que tomamos prestado. Para detener la gran sexta extinción, es perentorio tener como horizonte ―como propósito― la recuperación paulatina de la biodiversidad, urge el restablecimiento de las poblaciones de grandes vertebrados y urge la recuperación de los distintos ecosistemas. Y esto es impensable si no cuestionamos a su vez el tamaño de la cabaña ganadera (también extensiva o regenerativa). El mundo humano sostenible del futuro habrá de desterrar la carne de la dieta diaria, he de repetirlo. A cambio, recuperará de manera decisiva la buena vecindad y la hermandad de una naturaleza verdaderamente plena, virgen y viva.

Somos, nos recuerda Jorge Riechmann, holobiontes y animales con responsabilidades especiales que saben que van a morir en un planeta simbiótico. Somos, nos enseñaba Viktor E. Frankl, seres necesitados de sentido que precisamos encontrarlo en su dimensión profunda, un propósito en la vida que nos trascienda más allá de nosotros mismos y que permita contribuir al bienestar de los demás y a causas más grandes. Asimismo, Carlos de Castro señala que Gaia como entidad formada por millones de simbiontes también tiene un propósito (no intencional, no consciente): mantener y estabilizar la vida en la biosfera. Conservar la vida; el mismo propósito que tiene un árbol, un gorrión o una bacteria. Por ende, deberíamos abandonar nuestra arrogancia e imitar lo que nos rodea colocando la protección de todo lo vivo en el centro de nuestras aspiraciones vitales y sociales.

Conectar las ciudades con los parques naturales mediante corredores verdes, adoquinar calles para que permee el agua de la lluvia, recuperar las riberas de los ríos urbanos para la vida silvestre. Necesitamos huertos populares y escolares en todos los barrios, jardines comestibles

Propiciar la vida habrá de ser nuestro propósito colectivo o, dicho de otra manera, hacer nuestro el sentido de este planeta, de la biosfera, de la naturaleza en la que todo parece estar delicadamente interconectado para cristalizarse en fabulosas entidades vivientes. Ser una especie más que vive y se esfuerza en Gaia, con Gaia y para Gaia en armonía con las legiones de seres vivos de cuya actividad vital coordinada y colectiva se desprenden las condiciones que hacen de este planeta un hogar. No ser la especie extrañamente autoconsciente que acarrea el tenebroso galardón de haber minado los cimientos que permiten su propia existencia. Un triste meteorito formado por seres de carne que no supieron amar la Tierra. Sólo una sociedad humana que comprenda e interiorice esta enseñanza, sólo una nueva civilización construida sobre esos principios podrá afrontar con éxito los retos y desafíos venideros.

Nota: Este texto en realidad es la continuación del artículo titulado: “Todo en el planeta es íntima dependencia: una visión gaiana para un mundo vivo en extinción” y quisiera que se leyesen como un todo. Además, me gustaría matizar y enfatizar que, conocedora de las profundas desigualdades Norte/Sur, escribo sobre la sociedad privilegiada que conozco y a la que pertenezco. Convencida, además, de que en Europa una reconversión decrecentista y ecosocialista tendría un impacto enormemente positivo en otros pueblos del mundo.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/medioambiente/gaia-vida-proposito