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De Tel Aviv a Rafah, pasando por Washington

Fuentes: Rebelión

Los ataques israelíes en la franja de Gaza han superado ya el terrible número de 31.000 víctimas civiles, lo que representa una cifra más alta que en dos años de guerra en Ucrania y, lo que es más terrible todavía, con más niños muertos bajo las bombas que en los conflictos armados durante el mismo periodo en todo el mundo. Si el gobierno de Binyamín Netanyahu está cometiendo crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, limpieza étnica o genocidio, no es ahora lo más importante, ya llegará el momento, lo que hace falta de manera urgente es detener una de las peores masacres contra la población civil en lo que llevamos de siglo XXI. La comunidad internacional en su conjunto debe condenar con toda la contundencia lo que está ocurriendo, más allá de simplemente lamentar los excesos de Netanyahu, como algunos países hacen a menudo.

Desde 2021, el Tribunal Penal Internacional (TPI) tiene formalmente abierta una investigación sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este a partir de junio 2014, tanto por parte de las fuerzas de ocupación israelíes como, en su caso, de las milicias palestinas. Casi diez años después de aquellos actos criminales, no podemos estar seguros de que el TPI pueda acabar llegando al fondo de la cuestión. Lamentablemente, sus magistrados, parece que contagiados por la doble vara de medir de parte de la comunidad internacional, han tenido siempre grandes dificultades para investigar las posibles responsabilidades de Israel, como ocurre también con Estados Unidos u otros de sus más fieles aliados.

Podemos, en cierto modo, comprender esta dificultad de los tribunales si recordamos, por ejemplo, que, en 2018, el Consejero de Seguridad Nacional durante la presidencia de Donald TrumpJohn Bolton, ya advirtió a los miembros del TPI contra la posible imputación de ciudadanos de Israel u otros países amigos, amenazando directamente a jueces y fiscales de la corte internacional con impedir su entrada en Estados Unidos (EEUU) y perseguirlos judicialmente. Es evidente que, con Biden en la presidencia, los representantes de la primera potencia mundial son más diplomáticos, pero su política exterior no es muy diferente, tal y como estamos viendo a través del continuo envío de armas y municiones al estado hebreo, mientras recomiendan moderación a Netanyahu.

Cierto es que, desde el inicio de la guerra de Gaza, una parte muy importante de la comunidad internacional, especialmente la que no está sometida al vasallaje hacia Washington, ha condenado claramente las acciones de Israel. Así, el pasado 18 de octubre, EE. UU. fue el único de los 15 miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que votó contra una resolución que, además de condenar los ataques de Hamás, instaba a decretar una tregua humanitaria (votación que contó con la abstención de Reino Unido). En la misma línea, el 27 de octubre, la Asamblea General de la ONU aprobó otra resolución pidiendo un alto el fuego inmediato, que tuvo 120 votos a favor (entre ellos España, Francia, Brasil, México, India o Sudáfrica), 45 abstenciones y sólo 14 en contra (una vez más estadounidenses, israelíes y algunos más), resolución similar a la que, el 12 de diciembre, amplió su apoyo con 153 votos favorables (ahora también Australia o Canadá), 23 abstenciones y tan sólo 10 votos en contra (EE.UU., Israel y unos pocos más)

Por su parte, el 26 de enero, la Corte Internacional de Justicia, que no debemos confundir con el Tribunal Penal Internacional, aunque ambas tengan su sede en La Haya, ordenó a Israel “tomar las medidas necesarias para prevenir que se cometa cualquier acto que pueda suponer un genocidio”. Sin embargo y, de nuevo, con la falta de contundencia habitual cuando los presuntos criminales son de determinados países, los magistrados no aprobaron medidas cautelares que obliguen al gobierno israelí a poner fin a las hostilidades, que era la principal medida que reclamaba Sudáfrica, estado que acusa a Netanyahu de mantener un “patrón de conducta genocida” contra el pueblo palestino.

Aun así, Israel no tardó en reaccionar, acusando de actividades terroristas a una docena de los más 30.000 trabajadores de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNWRA). En otra muestra más de su enorme hipocresía, Washington y sus más estrechos aliados suspendieron de inmediato la ayuda a la UNWRA, mientras mantenían las relaciones comerciales y diplomáticas con el estado hebreo. Y como difícilmente podría ser de otra manera, a mediados de febrero, el Parlamento israelí rechazó, con 99 votos de los 120 diputados a favor y solo 9 en contra (de los partidos de mayoría árabe), cualquier posibilidad de reconocer un estado palestino. En sentido contrario, y por primera vez desde el inicio de la guerra, el Parlamento Europeo, a partir de una propuesta inicial del grupo de La Izquierda (The Left), aprobó el pasado 28 de febrero una resolución reclamando a Israel un alto el fuego incondicional e inmediato, que contó con 377 votos a favor, 90 en contra y 68 abstenciones.

A pesar del amplio apoyo internacional al pueblo palestino, en estos momentos existe un riesgo evidente de que el gobierno sionista acabe implementando lo que podríamos llamar una especie de solución final de esta limpieza étnica que empezó en 1948: la expulsión definitiva de los palestinos que quedan en Rafah y en toda la franja de Gaza, y que han sobrevivido a estos meses de ataques y bombardeos, ininterrumpidos e indiscriminados, expulsándolos hacia los países árabes vecinos, de los que, como el resto de la actual diáspora palestina, refugiada principalmente en Jordania, Siria o Líbano, difícilmente volverían nunca más.

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