Pertenezco a esa generación de universitarios que le hincaron el diente a la lingüística. La Universidad de Lancaster, en su segundo año de existencia, la generación del 67, si no me equivoco, fue tan innovadora como rara. Los dormitorios estudiantiles estaban frente a la playa Morecombe, las cátedras se daban en una capilla adaptada y […]
Pertenezco a esa generación de universitarios que le hincaron el diente a la lingüística. La Universidad de Lancaster, en su segundo año de existencia, la generación del 67, si no me equivoco, fue tan innovadora como rara. Los dormitorios estudiantiles estaban frente a la playa Morecombe, las cátedras se daban en una capilla adaptada y los profesores daban sus asesorías en una vieja fábrica de lino. Pero los textos que se estudiaban invariablemente incluían al inmensamente aburrido Zelig Harris y al sorprendentemente brillante Noam Chomsky.
Era menos famoso entonces que ahora, y fue él quien me introdujo al «elemento en primer plano». Ese «primer plano» ocurre cuando alguien coloca las palabras en un orden tal que se les puede conferir un nuevo significado, o cuando deliberadamente se deja fuera una palabra que uno cabría esperar. En la frase «el hombre grande y malvado» se enfatiza la maldad del hombre, pero «el hombre malvado y grande» nos hace pensar en su tamaño. «Grande» pasó al primer plano.
A los lingüistas verdaderos no les gustará la definición arriba mencionada, pero los periodistas, me temo, a veces tenemos que distorsionar para que algo quede claro.
Los presidentes también lo hacen, al parecer. Hice un pequeño análisis lingüístico del discurso de George W. Bush en Fort Bragg del pasado 28 de junio, que arrojó resultados bastante raros. En primer lugar está, desde luego, el uso de los términos «terrorismo» y «terror»: 33 veces en total.
Más interesante es la forma en que desplegó a estas multitudinarias filas terroristas. Si se divide el discurso en ocho partes, «terroristas» o «terror» apareció ocho veces en la primera parte, ocho veces en la segunda, tres ocasiones en la tercera, nueve veces en la cuarta, dos en la quinta, ninguna en la sexta, en tres solitarias ocasiones en la séptima parte, y nuevamente ninguna en la octava parte.
Las columnas en las que el «terror» desapareció estaban repletas de distintos lugares comunes. El desafío, una buena Constitución (iraquí, desde luego), la oportunidad de votar, una sociedad libre, defender ciertas verdades (no los insultaré diciéndoles de dónde levantó esto), defender nuestra libertad, ondear la bandera, grandes momentos decisivos en la historia de la libertad, prevalecer (ésta era una de las palabras favoritas de Winston Churchill) y la causa mayor.
Procesando el discurso con la máquina de Chomsky, el discurso de Bush comienza haciendo que el público se muera de susto con el terrorismo y termina triunfante, animándolo a abrazar la convicción patriótica de una futura victoria de su país.
De hecho, ni siquiera fue un discurso. Fue un guión cinematográfico, un parlamento. Los malos son realmente malvados, pero van a tener su merecido porque los buenos van a ganar.
Otros elementos del discurso de Bush fueron, claro está, deplorablemente deshonestos. Es un poco excesivo que Bush proclame que los «terroristas» quieren «derrocar gobiernos» debido a que los únicos que han hecho esto, en Afganistán e Irak, son, ajem, ajem, los estadunidenses.
Hubo abundantes referencias a la naturaleza maligna de «el enemigo» -la tiranía, la opresión, los remanentes, el viejo orden- y una extraña nueva versión de la mentira sobre la influencia iraquí en el 11 de septiembre de 2001 (el ataque contra Nueva York y Washington). En lugar del inexistente nexo de Saddam con Al Qaeda, ahora tenemos la afirmación de Bush en el sentido de que los «terroristas iraquíes que matan a hombres, mujeres y niños inocentes en las calles de Bagdad, son seguidores de la misma ideología asesina que acabó con las vidas de nuestros ciudadanos» el 11 de septiembre de 2001.
¡Ups¡ Ya no es el régimen de Saddam Hussein el que estuvo involucrado en los ataques, según parece; ahora son los insurgentes posteriores a Saddam los que son parte de la misma pandilla.
Es extraño que para una Casa Blanca que escribe guiones, las palabras de Osama Bin Laden sean tan poco interesantes. Cada vez que Bin Laden habla, nadie se molesta en leer su discurso. Lo que siempre se preguntan todos es: ¿era él?, ¿está vivo?; nunca, ¿qué fue lo que dijo?
Hay peligros reales en esto. Déjenme demostrárselo. El 13 de febrero de 2003, la más reciente cinta de audio de Bin Laden fue transmitida por el canal satelital árabe Al Jazeera. Esto, recordemos, ocurrió cinco semanas antes de la invasión anglo- estadunidense a Irak.
En dicho mensaje Bin Laden hizo un anuncio en que afirmó: «está fuera de toda duda que esta guerra cruzada está dirigida directamente contra la familia del Islam. Independientemente de si el Partido Socialista y Saddam sobreviven o no, sin importar nuestras creencias o nuestras proclamaciones sobre la infidelidad de los socialistas, en las circunstancias de hoy coinciden tanto los intereses de los musulmanes y como los de los socialistas en su lucha contra los cruzados».
Ahí lo tienen. Bin Laden, quien odiaba a Saddam -él mismo me lo dijo, en persona- hizo un llamado a sus seguidores a luchar del lado de las fuerzas iraquíes, incluyendo a los «socialistas» del partido Baaz de Saddam. Este fue el momento en que la futura guerrilla iraquí se alió con los futuros atacantes suicida, y fue ese mensaje lo que originó la detonación que después envolvería a los occidentales en Irak. Y ni siquiera nos dimos cuenta.
Los «expertos» de Estados Unidos parlotearon sobre si Bin Laden estaba vivo, no sobre lo que dijo. Bush acertó, pero demasiado tarde. Por algo dicen que siempre hay que leer el discurso.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca