Copérnico, padre de la moderna teoría heliocéntrica, creía en Dios. Darwin, aristócrata y conservador, fue padre de la biología evolutiva. ¿En qué texto Marx dijo que la lucha de clases conduce a la revolución social? ¿Freud anheló que todos fuésemos «normales»? ¿Einstein pronunció alguna vez la frase «todo es relativo»? Incluido el socialismo de estufa, […]
Copérnico, padre de la moderna teoría heliocéntrica, creía en Dios. Darwin, aristócrata y conservador, fue padre de la biología evolutiva. ¿En qué texto Marx dijo que la lucha de clases conduce a la revolución social? ¿Freud anheló que todos fuésemos «normales»? ¿Einstein pronunció alguna vez la frase «todo es relativo»?
Incluido el socialismo de estufa, todos los credos inducen a que la gente piense cualquier cosa. Pavor le tienen a la ciencia y a los individuos que piensan con su propia cabeza. No porque la ciencia sea garantía de nada, sino porque el conocimiento científico es amoral, y a sus realizaciones les son ajenas las inquietudes éticas.
La Iglesia inscribió las obras de Copérnico en el Index. De Darwin dijo que dijo «descendemos del mono». De Marx que era «materialista». ¿Freud? Tolerable cuando el sicoanálisis refuerza el biopoder y el amor cristiano-capitalista. ¿Einstein? El matemático preferido de los filósofos palúdicos que se nutren en los pantanos del relativismo vulgar.
Como si lobo y cordero fuesen iguales porque beben en el mismo abrevadero, la beatificación del sentido común ha tenido relativo éxito en maquillar a la ciencia de una ética y una moral ajenas a la división de la sociedad en clases. O bien, sujeta a la vacilada monista del tipo de hombre que soñaba Jorge Luis Borges, «capaz de todas las opiniones».
Los Espartacos del pensamiento han padecido las de Caín. Al ver que entre plantas y caracoles don Carlos iba perdiendo la fe en la religión, la sufrida Emma Darwin escribió a su esposo: «Todo lo que te concierne me concierne, y sería muy desdichada si pensara que no nos pertenecemos el uno al otro para siempre». En la misiva, el biólogo apuntó: «Cuando muera, sabed que he besado esta carta y he llorado por su causa muchas veces».
Con menos emoción, Juan Carlos Onetti hubiese apuntado: «Mirá, Emma. Te adoro. Pero con la verdad no hay cuentos chinos». Y es que desde el periodo terciario, hace 26 millones de años, antecesores del chimpancé y del gorila como Proconsul del mioceno, vienen intuyendo que todo «diseño inteligente» consiste en suprimir los calentadores individuales por la calefacción central. Claro, con excepción de George W. Bush, proconsul de los «cristianos renacidos» que también se adhieren al «diseño inteligente», pero de origen divino (creacionismo).
Cuando de revoluciones del pensamiento se trata, la moderna teoría de la evolución (Anaximandro de Mileto y Empédocles de Agrigento ya sostenían que «en su origen, el hombre nació de animales de otras especies») no escapó a lo de siempre.
Por izquierda, el entusiasmo de Marx por La evolución de las especies (1859) hizo que en 1873 le dedicase a Darwin un ejemplar del primer tomo de El capital (que nunca leyó). Por derecha, ingenieros dados de sicólogos y moralistas como Herbert Spencer (1820-1903) o «darwinistas sociales» como William Graham Summer (1840-1910) creyeron que la teoría de la evolución consagraba científicamente la «libre competencia» y la supervivencia de «los más aptos».
La teoría de Darwin sirvió para gol-pear al pensamiento conservador y también fue usada por los ideólogos del racismo, las políticas de agresión y expansión imperialista, y la idea de que el más fuerte debe someter al más débil. Einstein, inclusive, llegó a decir que «… la inteligencia y el carácter de las masas son incomparablemente más bajos que la inteligencia y el carácter de los pocos que producen algo valioso para la comunidad» (Mis últimos años, 1950).
En México y en Argentina, hombres como Gabino Barreda, Justo Sierra y Domingo F. Sarmiento, admiradores de lo mejor de Estados Unidos, vieron en Darwin el arquetipo del «progreso». Sin embargo, los procónsules creacionistas de la Casa Negra se hallan hoy empecinados en implantar «otros puntos de vista» en la educación para acabar con el «materialismo y sus legados culturales» (ver David Brooks, La Jornada, 23/8/06).
Se entiende que en la Argentina de Carlos Menem, el Opus Dei y la Iglesia consiguieron que en 1995 un ministro del pleistoceno borrase al palentólogo Jean Lamarck y a Darwin de los contenidos básicos de la educación. O que en México algunos tecnócratas de la política pretendan que la educación pública puede formar «ciudadanos» sin estudiar historia, lo que equivaldría a estudiar inglés sin gramática.
Pero en Estados Unidos, donde la vida y los espacios se disputan con uñas y dientes,… ¿no era el «darwinismo social» suficiente en su forma singular de entender la democracia y la libertad? Parece que no.
En marcha acelerada hacia un tipo de barbarie superior a la de los nazis, o tan dramática como la ignorancia de los pueblos más atrasados del mundo, la Casa Negra sabe que sólo 10 por ciento de sus habitantes creen en la teoría de la evolución de Darwin, contra 44 por ciento que se adhieren a la versión bíblica de la creación, en tanto 40 por ciento conciben una evolución guiada por una fuerza divina. «Diseño inteligente» que, a la hora de la verdad, equivale a 30 millones de votos cautivos.