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Denunciar la tortura

Fuentes: Gara

Mientras se acumulan juicios y sentencias que dificultan, ponen obs- táculos continuos e impiden el camino emprendido con el esfuerzo de muchos para superar toda violencia y lograr un proceso auténtico hacia la paz, de nuevo la Audiencia Nacional incoa un proceso judicial a 13 personas de Araba que denunciaron la tortura y fueron en […]

Mientras se acumulan juicios y sentencias que dificultan, ponen obs- táculos continuos e impiden el camino emprendido con el esfuerzo de muchos para superar toda violencia y lograr un proceso auténtico hacia la paz, de nuevo la Audiencia Nacional incoa un proceso judicial a 13 personas de Araba que denunciaron la tortura y fueron en su mayoría, según su testimonio confirmado, víctimas de los llamados «malos tratos».

Nadie en un Estado de Derecho puede dudar de que en la compleja búsqueda y realización del proceso de paz, uno de sus impedimentos más lacerantes y destructivos consiste en la práctica de la tortura y en la utilización en los juicios de las declaraciones obtenidas con esos medios. Esa forma cruel de obtener información y castigar supuestos delitos es el mayor atentado contra la dignidad humana. El daño físico y, sobre todo, psicológico y moral de la tortura pretende doblegar a la persona, anularla y destruir su personalidad y defensas, sometiéndola a una experiencia de impotencia en la que se siente absolutamente humillada y obligada a confesar y firmar lo que los torturadores le dictan.

Pero la intencionalidad de esta práctica atroz va más allá del sufrimiento infligido a la persona detenida durante el tiempo legal de incomunicación. Se busca en última instancia anular sus valores e ideales, obligarla al sometimiento, al silencio y suprimir toda capacidad de reacción contra los torturadores, quienes como fantasmas permanentes, siempre amenazadores, pretenden invadir la conciencia ética de sus víctimas para impedirles expresar su dignidad en la denuncia de la tortura. En el sistema policial-judicial, y al amparo en la Ley Antiterrorista, se hace oídos sordos, incluso a los informes procedentes del Relator contra la tortura de Naciones Unidas; se mira para otro lado o, como hace unos días, cuando unos encausados en el proceso 18/98 identificaba a uno de sus torturadores en la Sala, se silencia su denuncia y, ahora, en el próximo juicio de la Audiencia Nacional, previsto para los próximos días 3 y 4 de diciembre, se imputa como delito.

Por eso es especialmente admirable la dignidad de las personas que han tenido el valor de reaccionar ante las secuelas psicológicas de la tortura y han sido capaces de denunciarla a lo largo de estos años. No es fácil esta digna coherencia para, como decía Txema Auzmendi en su testimonio de los días de incomunicación en el cuartel de Madrid, cumplir la misión de realizar «una firme condena y denuncia transparente de los juzgados, de las leyes, de los políticos y de los jueces que hacen posible la conculcación de los derechos humanos y la injusticia». Sin embargo el más profundo sentimiento humano, la responsabilidad ética, la solidaridad con quienes han sufrido o pueden ser víctimas de las más cruel de las vejaciones infligida a una persona exigen denunciar esta lacra aberrante y a sus ejecutores.

Así se ha hecho desde diversas instituciones y organizaciones, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 5), en el Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos, en el Convenio Europeo para protección de los derechos humanos y de la libertades fundamentales. Pero de poco o nada sirven esas solemnes declaraciones, suscritas por el mismo Estado español, si luego, en la mayoría de los casos, sus tribunales desoyen las denuncias de torturas, permitiendo implícitamente su práctica y la impunidad de sus ejecutores. En este sentido es importante y significativa la proposición no de ley dirigida a la Mesa del Parlamento Vasco por los grupos PNV, EA, Ezker Abertzalea y Aralar sobre «procesos judiciales a personas que han denunciado torturas», referida a las trece personas arriba mencionadas. Insta al Gobierno del Estado a la derogación de la Ley Antiterrorista y desaparición de la Audiencia Nacional como tribunal especial, así como a la anulación de todas las declaraciones obtenidas bajo tortura e incomunicación, urgiendo al Gobierno del Estado el reconocimiento político de su existencia y aplicación sistemática, y expresa su respaldo a los afectados por esta práctica.

Si un Estado y sus tribunales quieren ser consecuentes con sus propias declaraciones suscritas, y asumen la ética y la justicia como base y fundamento de su ordenamiento democrático, las personas que han denunciado la tortura con pruebas y testimonios fehacientes no sólo no deben ser procesadas judicialmente, sino que sus denuncias debieran servir para incoar un proceso de investigación imparcial donde los torturadores y quienes les hubieran amparado fueran los procesados, como se ha hecho en contados casos.

La denuncia de la tortura y el procesamiento de sus ejecutores y de quienes la utilizan maquiavélicamente debe convertirse en un clamor popular y universal ante este crimen contra la dignidad humana. Mientras haya una sola persona torturada, el mundo no será humano y la paz no habrá comenzado. Instituciones y organizaciones de todo tipo tienen la obligación ética de denunciar y poner todo lo que esté en sus manos para erradicar esa práctica degradante, aún legal en algún Estado y utilizada en una amplia mayoría, como lo viene exigiendo Amnesty International, incluyendo al Estado español.

En esta causa es preciso instar con especial urgencia a todas las religiones del mundo. Es necesario que su voz se alce de manera clara y contundente contra esta degradación que atenta contra la humanidad y es la mayor ofensa a la dignidad de los hijos de un mismo Dios. En particular para la Iglesia Católica, que aboga hoy de forma permanente por la dignidad y respeto de los derechos humanos en cada una de las personas y pueblos, es un compromiso ineludible. Tanto la denuncia expresa como la exigencia de su erradicación total y en todas sus formas, garantizando para ello las medidas políticas y jurídicas que sean eficaces, es una obligación ética de la que no puede desentenderse la Iglesia en ningún lugar del mundo. En varias ocasiones lo han hecho obispos de Euskal Herria, condenando este «procedimiento degradante… que a nadie puede aplicarse… y han exigido que los resortes legales previstos para evitarla sean aplicados con diligencia» (Diálogo y negociación para la paz,1987/Preparar la paz, 2002).

Y, por supuesto, la profunda solidaridad, afecto, acompañamiento a quienes hayan sufrido de una u otra forma ese cruel atropello de su persona, así como el apoyo a quienes, superando los obstáculos y las consecuencias, han denunciado esta práctica por imperativo ético y solidaridad humana. Hacer saber, compartir y reclamar justicia ante la angustia de aquellas personas que se han visto afectadas por el dolor atroz de la tortura infligida o por la incertidumbre de sus familiares y amigos que temen ­y en muchos casos confirman­ lo peor durante los días de incomunicación legalmente autorizados, ¿no es el primer paso para abrir caminos de esperanza hacia una paz que comienza en el respeto de la dignidad de todas y cada una de las personas, de sus valores e ideales?

* Félix Placer Ugarte. Profesor en la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz