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Derechos de la Naturaleza, una lectura más urbana a partir de la nonata Constitución chilena

Fuentes: Rebelión

«Es de esperar que el Derecho logre dar un paso similar y penetre resueltamente en el nuevo ámbito, dejándose guiar por el lema «in dubio pro natura», antes que la magnitud de la crisis ecológica del mundo haga inútil todo esfuerzo jurídico por resolverla». (Godofredo Stutzin. Abogado chileno, 1917-2010)

En el texto de la nonata Constitución chilena se formularon varias respuestas concretas frente al colapso ecológico. Pudo ser una Constitución de vanguardia en esta materia. No solo para Chile y la región, sino para el mundo entero. Y a pesar de que no entró en vigencia, sus contenidos, e inclusive su complejo y contradictorio proceso de gestación, contienen elementos de gran relevancia. Son sin duda alguna como una piedra que cae en un lago cuyas ondas concéntricas se seguirán expandiendo por el mundo, en un momento en el que el reloj comienza a marcar el fin de una civilización… Y cómo y cuándo se producirá ese (in)evitable desenlace, dependerá de si somos capaces de plantear y ejecutar medidas para minimizar los costos, mitigar los impactos, especialmente cambiar radicalmente de rumbo, o nos atenemos a una barbarie cada vez más acelerada.

En estas breves líneas constatamos, en primer lugar, la gravedad del momento y el proceso de expansión de los Derechos de la Naturaleza. Luego planteamos una muy rápida revisión del proceso constitucional chileno, que no llegó a ser constituyente. Recuperamos, en tercer lugar, los avances constitucionales en relación a dichos derechos. A continuación, proyectamos el potencial transformador de estos innovadores derechos. Con unas pocas líneas, antes de cerrar estas reflexiones, planteamos algunos puntos relativos a lo que podría significar un constitucionalismo urbano emancipador desde la perspectiva de una vida en armonía con la Naturaleza. Concluimos con algunas ideas sobre cómo hacer posibles otros mundos, teniendo en el horizonte una civilización poscapitalista.

La humanidad en medio del colapso

A contrapelo de los negacionistas, bien sabemos que ninguna región, ninguna población, ningún mar en la Tierra está ya a salvo de los daños que actualmente provoca el colapso ecológico (“La ONU avisa”, 2021, ago. 10). Una constatación que, además, plantea por qué el capitalismo resulta insostenible (CTXT Contexto y Acción, 2021, ago. 22) Todo esto se sintetiza en el Informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (conocido por sus siglas en inglés IPCC) (véase IPCC, 2022).

El permanente deterioro del ambiente nos pasa desde hace rato facturas múltiples, como son los cada vez más frecuentes y más destructivos tornados o el mismo coronavirus: tengamos presente que más del 70% de los virus que han golpeado y siguen golpeando a la Humanidad, desde hace treinta años, son de origen zoonótico; es decir, enfermedades que pueden transmitirse de animales a seres humanos debido a la destrucción del hábitat, sea por la deforestación, por la pérdida de la biodiversidad, o inclusive si se producen alteraciones en los ciclos vitales de algún virus en un laboratorio. Y en este contexto, la vida de los seres humanos está cada vez más amenazada también por la emisión de gases de efecto invernadero, la contaminación de los mares y del agua en general, la imparable masa de desperdicios provocada por una lógica que prioriza la codicia y la acumulación, así como las masivas destrucciones que ocasionan los extractivismos. Uno de los puntos donde se debe poner énfasis es el impacto brutal que provoca el cambio del uso del suelo, vinculado a diversas causas como son las provocadas por la expansión agrícola, la deforestación y el cambio del uso del suelo; entre ellas, algunas vinculadas directamente a las ciudades, como la creciente demanda de recursos, la cantidad imparable de basura o la misma expansión de la mancha urbana.

En paralelo, los crecientes problemas sociales, que van de la mano de los problemas ambientales, configuran la otra cara del problema: pobreza y desigualdad, hambre y enfermedades, violencias e inequidades múltiples, consumismo e individualismo a ultranza. Y todo esto en un ambiente con claras muestras de debilidad de las de por si frágiles instituciones políticas, en un entorno de múltiples y complejas brutalidades, como las que provoca la expansión del narcotráfico y el crimen organizado.

Aceptémoslo: esta situación se ha venido deteriorando aceleradamente desde fines de los años cuarenta del siglo XX debido a la desesperada e inútil carrera en pos del desarrollo: un fantasma inalcanzable, por cierto, pero cuyas sombras siguen agobiando a gran parte de la Humanidad. En suma, esta se encuentra confrontada de forma feroz y global con la posibilidad cierta del fin de su existencia, al menos para millones de sus miembros.

En este complejo escenario, cobra creciente fuerza la cuestión ambiental. Se fortalece y amplía el derecho al ambiente sano como un Derecho Humano, incluso a nivel de Naciones Unidas.[2] Es alentador que se discuta y se avance en mecanismos que permitan sancionar los delitos de ecocidio. Pero lo que nos interesa destacar es que dando pasos cada vez vigorosos que superan el marco del medioambiente, el tránsito de la “Naturaleza objeto” a la “Naturaleza sujeto” cobra creciente fuerza: al momento hay ya casi cuarenta países[3], en todos los continentes, que caminan hacia el reconocimiento de la Naturaleza como sujeto de derechos, gracias al impulso que dio Ecuador en el año 2008 al constitucionalizar por primera vez a la Naturaleza como sujeto de derechos (Acosta, 2019a).

El desafío transformador de reconocer los Derechos de la Naturaleza demanda dar un paso de alcance civilizatorio de un enfoque antropocéntrico a uno socio-biocéntrico,[4] que reconoce la indivisibilidad e interdependencia de toda forma de vida y que, además, mantiene la fuerza propia de los Derechos Humanos. El fin es fortalecer y ampliar los derechos a la vida: “los derechos existenciales”, si queremos sintonizarnos con lo que propone Enrique Leff (2021; véase también Acosta et al., 2021).

Cabría anotar que la cuestión de los Derechos de la Naturaleza no es nueva en Chile, donde la discusión ha estado presente desde los años ochenta. Fue Godofredo Stutzin quien, en su artículo “Un imperativo categórico: reconocer los Derechos de la Naturaleza” (1984), reconoció que la desconexión del ser humano con la Naturaleza ha provocado una guerra en su contra, lo cual resulta dramático en la medida en que nuestra propia existencia depende de ella. Stutzin incluso planteaba, con gran lucidez, que la Naturaleza tiene intereses propios que son independientes de los intereses humanos y que muchas veces pueden estar contrapuestos a estos en la perspectiva temporal. De allí, concluía que “solo con el transcurso del tiempo y por la presión de los hechos, que son aún más porfiados que el Derecho, la naturaleza obtendrá, primero en la doctrina, más tarde en la jurisprudencia y finalmente en la legislación, la condición jurídica que le corresponde y que le permitirá hacer valer plenamente los derechos que le son inherentes” (p. 109).

Y ese fue el empeño de la Convención Constitucional chilena: aceptar la Naturaleza como sujeto de derechos, aunque en realidad quien nos da el derecho a la existencia a los humanos es la Naturaleza.

Vamos por partes.

Tribulaciones del proceso constitucional chileno

Las constituciones responden a problemas y demandas que se plantean en distintos momentos históricos. Sintetizan jornadas de disputa política. En nuestra América, la balanza se ha inclinado casi siempre hacia constituciones elitarias, con las cuales los grupos de poder consolidan sus privilegios, procurando enraizar los modelos de dominación o acumulación: este es el caso de las tres constituciones que ha tenido Chile y ese —parece— será el camino hacia su cuarta Constitución. En algunas ocasiones, las nuevas constituciones han servido apenas para dirimir los conflictos interclasistas de las elites, sin afectar las estructuras jerárquicas de sus sociedades. La combinación de estas dos opciones también es posible. Hay, por el contrario, muy pocos procesos genuinamente constituyentes.

De lo anterior se desprende que toda Constitución sintetiza una coyuntura política, cristaliza procesos sociales acumulados y plasma una determinada forma de entender la vida: sea para sostener el statu quo,sea para transformarlo. Por ende, una Constitución no es el mero resultado de un ejercicio jurídico de avanzada, según la lógica de algunos de los entendidos en materia constitucional. Tampoco resulta del esfuerzo de un individuo inspirado o de varios sujetos iluminados. También entendamos que una Constitución no es una panacea, pues dependerá del proceso de su cristalización y de su aplicación en tanto resultado del empoderamiento de una sociedad sobre los mandatos constitucionales.

Así las cosas, una Constitución transformadora, como la ecuatoriana de 2008, más allá de su indudable trascendencia jurídica, tiene una enorme relevancia política. Ese logro es posible como resultado de un proceso constituyente genuino. Sin embargo, en Ecuador, dicho logro, alcanzado en un amplio y profundo debate constituyente, no aseguró el cumplimiento de los mandatos constitucionales, porque inclusive el gobernante que apoyó dicho proceso pronto se transformó en una de los primeros y principales violadores de la nueva Constitución.

Más allá de las limitadas capacidades del autor para entender ese Chile profundo que apoyó masivamente el Rechazo el 4 de septiembre del 2022, cabría señalar algunas de las complicaciones del proceso constitucional. A poco del estallido social del 18 de octubre de 2019, fraguado desde muchos años atrás a través de diversas luchas populares, los grupos de poder fáctico, con el apoyo incluso de varios partidos políticos de una izquierda oportunista, comenzaron a construir una suerte de camisa de fuerza para encauzar el proceso de cambio constitucional. En el Pacto por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre del mismo año, a menos de un mes de iniciado el estallido, ese poder fáctico, colocado contra la pared por el estallido, aceptó cambiar la Constitución de 1980, impuesta por el dictador Augusto Pinochet, pero a la vez comenzó a establecer los límites del proceso. Luego vendría la Ley n° 21200 del 24 de diciembre de 2019, con la que se enrumbó el proceso al ámbito constitucional, cerrando la puerta a lo que pudo ser un proceso constituyente genuino, tal como lo reclamaba para Chile Gustavo Ruz Zañartu, un socialista de convicción y acción, no simplemente de carnet.

Este tema nos parece fundamental para entender lo sucedido: el poder fáctico limitó en el fondo, y también en la forma, las posibilidades de acción de la Asamblea Constitucional; recuérdese que la Convención no podía abordar algunas materias importantes, como los tratados internacionales, incluyendo los Tratados de Libre Comercio, a más de otras limitaciones para su funcionamiento.

Sin negar para nada la trascendencia del plebiscito del 25 de octubre de 2020, que dispuso el cambio de la Constitución pinochetista y que abrió la puerta a la Convención Constitucional, liberándola de lo que pudo ser el tutelaje directo del Congreso Nacional, y sin minimizar tampoco la importancia de la misma elección de los y las convencionales, realizada los días 15 y 16 de mayo de 2021, lo cierto es que la Convención Constitucional tuvo que convivir con los poderes constituidos de antemano: el Ejecutivo y el Legislativo, que provenían de la vieja política que se quería superar. Era imposible, por tanto, un cambio radical de las reglas de juego —y menos aún del juego mismo— con un esquema de gobierno para nada inspirado por las exigencias populares que sacudieron Chile en octubre de 2019.

Que luego la Convención Constitucional en funciones no haya logrado sintonizarse más estrechamente con aquellos elementos profundos del octubrismo; que tampoco haya conseguido construir posiciones más consensuadas para enfrentar a los poderes fácticos y que a momentos se haya perdido en cuestiones de menor transcendencia, es otro terreno para el análisis. Por igual habría que indagar las limitaciones derivadas de la fragmentación de varios movimientos sociales, particularmente del indígena, teniendo en cuenta los efectos de la permanente represión en el Wallmapu.

Pesaron también los limitados avances en algunos temas importantes. Se podría mencionar lo poco alcanzado en el campo económico, pues, por ejemplo, se mantuvo el manejo monetario en la trampa de la autonomía e independencia del Banco Central, lo que mantenía intocado el corazón de ese ámbito. También se echó de menos un mayor y efectivo control estatal sobre los recursos naturales, el cobre en particular. Resultaron preocupantes las insuficiencias en el campo del control constitucional. Pero uno de los puntos más cuestionables de la fracasada Constitución chilena se encuentra en las transitorias, que mantenían en funciones hasta marzo de 2026 a los poderes constituidos —el Ejecutivo, el Legislativo, los tribunales de Justicia y todas las autoridades elegidas del país—; es decir, que durante tres años y medio no se habría alterado la composición de los órganos del Estado. En conclusión, el Congreso, en contubernio con el Gobierno, habría podido hacer ajustes constitucionales inclusive en el caso de que el Apruebo hubiera obtenido el triunfo.

En un inventario de razones que explican la derrota de septiembre del 2022, no puede faltar la crítica a aquellas personas y grupos que asumiendo “posiciones de izquierda” no se jugaron por la nueva Constitución, argumentando que no era lo suficientemente radical o que el proceso estaba lejos de ser realmente constituyente y que ya todo estaba amarrado. Por cierto, también pesa una parte significativa de responsabilidad en quienes llamaban a votar por el Apruebo para reformar luego del referéndum… una posición timorata que debilitaba de antemano las posibilidades de aprobar una Constitución transformadora.

También merece atención, para decirlo en términos muy diplomáticos, el pobre desempeño del presidente Gabriel Boric Font —tanto cuando era candidato como luego, ya gobernante— en relación a la Asamblea Constitucional y la nueva Constitución. Lo curioso es que la votación por el No en setiembre de 2022 también representó un rechazo a la gestión del propio Boric, cuya administración desde el inicio comenzó a correrse a posiciones de centro, tanto que se puede afirmar que se vive una suerte de “Concertación 3.0”. Tan es así que su gobierno, los partidos de coalición que sostienen su régimen y la oposición de derecha parlamentaria a fines de 2022, tras la derrota del Apruebo en el referéndum, llegaron a un acuerdo para reactivar la redacción de una nueva Constitución. Y este proceso resulta, por decir lo menos, una suerte de grave retroceso programado frente a las aspiraciones de Octubre del 2019.

Basta tener presente lo vivido desde septiembre del 2022 a mayo del 2023, con una evolución que no se compadece con los niveles de participación con los que se convocó y realizó la Convención Constitucional y que alejó definitivamente de las aspiracioes de octubre del 2019. Así, en enero del 2023 el proceso de readecuar la Constitución pinochetista arrancó cuando el Congreso chileno designó una comisión de expertos, con la tarea de elaborar una primera estructura del texto constitucional, que fijó los márgenes de los cambios posibles. Posteriormente, en mayo se eligió un Consejo Constitucional de 50 miembros -a través de candidaturas propuestas solo por los partidos políticos reconcidos-; en esta elección las fuerzas de la derecha -incluso las que se opusieron a cambiar la Constitución de la dictadura- alcanzaron una mayoría suficiente para imponer su voluntad (Este proceso electoral fue nuevamente valorado como una nueva derrota de Boric). Este Consejo Constitucional deberá debatir y deliberar sobre un texto acotado de antemano por una docena de limtaciones, para ser luego ser revisado por un tercer gremio: el Comité de Exámen de Cumplimiento de los Requisitos Legales, compuesto por 14 juristas desigandos por el Parlamento. Como se puede observar, los cambios constitucionales podrían conducir a lo que podría ser una cuerta Constitución también impuesta por las élites, tal como ha sucedido siempre en la historia de Chile.

De todas maneras no se puede descartar que a fines de año, en diciembre, cuando se vote el nuevo texto constitucional, el pueblo chileno impulse un Rechazo Democrático, con el podría retomar el sendero de sus luchas emancipadoras.

De esta manera, recordando que ya desde mediados de la primera década del siglo XXI se introdujo un par de ajustes de tipo cosmético a la Constitución pinochetista, y como afirmó con sobrada razón el historiador chileno Sergio Grez Toso en una entrevista: “Chile seguirá viviendo una especie de reforma constitucional permanente” (Basilago, 2022). Esta vía, controlada por las elites, incluye un papel importante para “expertos”, con el fin de readecuar la Constitución de 1980, introduciendo algunos cambios para que todo siga igual: el mejor ejemplo del gatopardismo del siglo XXI.

Por último, tengamos en la mira el papel determinante de las inocultables influencias de cuatro décadas de neoliberalismo consumista e individualizante, tanto como de desprestigio de las instancias y servicios del sector público. Tampoco puede ser olvidado el mensaje recurrente que apuntaba a destacar la violencia de la movilización popular de octubre de 2019, una suerte de demonización del octubrismo. A la postre pesaron también los miedos exacerbados en la pandemia, que aupados con la prolongada cuarentena y también por efecto de una casi permanente represión, desmovilizaron la protesta popular en las calles; una situación que se complicó con la creciente inseguridad ciudadana en un entorno de recesión económica que afectó al mundo entero.

Y fue en ese complejo escenario donde impactó con fuerza la inteligente y a la par perversa campaña de desinformación y de noticias falsas orquestada por el poder fáctico, que logró exacerbar los temores de la mayoría de la población. Varios fueron los temas en los que incidió la campaña mediática del Rechazo: la plurinacionalidad, el autonomismo, el ecologismo, el derecho al aborto, entre otros, y que fueron temas que no lograron movilizar de forma significativa ni siquiera a los grupos sociales que los venían promoviendo. Como saldo de lo anterior, sobre todo una mayoría silenciosa, cuya presencia en las urnas alcanzó los niveles de mayor participación desde 1989, optó por el Rechazo.

En síntesis, el 4 de septiembre de 2022 se perdió en Chile una oportunidad para tener una Constitución transformadora.

Más allá de esta apretada y por lo demás incompleta apreciación del proceso constitucional chileno, no nos olvidemos que, a lo largo de la historia del derecho, cada ampliación de derechos fue anteriormente impensable. La emancipación de los esclavos o la extensión de los derechos a los indígenas, a las mujeres y a los niños y niñas fueron una vez rechazadas por ser consideradas como un absurdo. Se ha requerido que a lo largo de la historia se reconozca “el derecho de tener derechos”, y esto se ha conseguido siempre con un esfuerzo político para cambiar aquellas visiones, costumbres y leyes que negaban esos derechos. Superar el statu quo resulta muy difícil, pero, como hemos visto a lo largo de la historia, ha sido indispensable para continuar con el proceso emancipador de los seres humanos.

Esta simple apreciación nos demuestra lo complejo que es siquiera pensar a la Naturaleza como sujeto de derechos. Muchas personas consideran absurdo aceptar dichos derechos, pero no tienen empacho alguno en que se entregue derechos casi humanos a las personas jurídicas… una de las mayores aberraciones del derecho. En el caso de los Derechos de la Naturaleza, tenemos entre manos la posibilidad de transformar estructuralmente la sociedad y —por qué no decirlo—, la misma civilización. Tema al que le dedicamos el resto de estas reflexiones.

La potencialidad ecológica de la “nueva” Constitución chilena

La nonata Constitución chilena propuso abordar el problema global más importante con el que se suicida la Modernidad: el colapso ecológico, que encuentra en la crisis ambiental una de sus manifestaciones. En una época de extinciones masivas de especies y de imparables destrucciones de la diversidad, que pone en riesgo la vida en el planeta, dicho texto constitucional estuvo a la altura del reto ecológico planteado. No solo amplió el derecho ambiental, con indispensables restricciones a la propiedad privada y el reconocimiento del derecho humano al medioambiente sano, sino que se comprometió a favor de la Naturaleza. Su paso más importante en este terreno radicó en el reconocimiento de la Naturaleza como sujeto de derechos,[5] que vino acompañado de una visión integral y de una vigorosa institucionalidad plasmadas en el texto constitucional. De hecho, fue mucho más amplio este reconocimiento que el establecido en la Constitución de 2008 en Ecuador, la única que hasta el momento reconoce los Derechos de la Naturaleza (Acosta, 2022, marzo 10).

Desde el inicio, en el nuevo texto constitucional[6] se definió que Chile tendría un Estado ecológico (Artículo 1.1), reconociendo “su relación indisoluble con la Naturaleza” (1.2). Se planteó con fuerza la interdependencia, lo inseparable y la relación armónica con la Naturaleza (8). En política internacional, el Estado se comprometía a promover el respeto a la Naturaleza (14.2). Con claridad se establecía que “la Naturaleza es titular de los derechos reconocidos en esta Constitución que le sean aplicables” (18.3, 127). Así, en esa Constitución se fijaba el pleno ejercicio de derechos como esencial para “el equilibrio de la Naturaleza” (18). En consecuencia, se planteaba, la Naturaleza “tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad” (103). Estos derechos resultaban tan importantes que solo habrían podido ser limitados mediante leyes destinadas a proteger el medioambiente y la Naturaleza (106).

El Estado debía promover y garantizar la educación ambiental para asegurar los cuidados a la Naturaleza y así formar conciencia ecológica (39). La lista de puntos cruciales es enorme: la energía diversificada, renovable y de bajo impacto ambiental (59); la propiedad protegida, salvo de aquellos bienes “que la Naturaleza ha hecho comunes a todas las personas y los que la Constitución y la ley declaren inapropiables” (78.1); los patrimonios naturales y culturales para las generaciones futuras (101); el “acceso responsable y universal a las montañas, riberas de ríos, mar, playas, lagos, lagunas y humedales” (107.1).

Aspecto importante recaía en la obligación del Estado y la sociedad en cuanto a proteger y respetar los Derechos de la Naturaleza (127.1). Para lograrlo se planteaba el acceso a la justicia ambiental (108.8); la legitimación activa amplia (134.6) por parte de la Defensoría de la Naturaleza y cualquier persona o grupo (119.8). Un aspecto medular recaía sobre los principios que aplican a la Naturaleza: progresividad, precautorio, preventivo, justicia ambiental, solidaridad intergeneracional, responsabilidad y acción climática justa (128.1); así como la reparación (128.2); la protección a la diversidad, al hábitat de las especies nativas silvestres, a las condiciones de supervivencia y no extinción (130). Se consideraba a los animales, en tanto seres sintientes, como “sujetos de especial protección… y el derecho a vivir una vida libre de maltrato” (131). Puntos de interés para ser tomados en consideración son las áreas protegidas destinadas preservar, restaurar y conservar espacios naturales (132); la regulación y valorización de residuos (133).

Destaquemos la institucionalización de los “bienes comunes naturales”. La lógica en esta materia es que, como sucede con otro sujeto de derechos, lo común sale de la esfera de la regulación de la propiedad (inapropiables 134.4). El proyecto lo define como elementos o componentes de la Naturaleza que el Estado tiene “un deber especial de custodia” (134.1): el mar, el fondo marino, las playas, las aguas, los glaciares y sus entornos (137), los humedales, los campos geotérmicos, el aire, la atmósfera, la alta montaña, las áreas protegidas, los bosques nativos, el subsuelo, el cielo nocturno (135.1), los bosques nativos (136), la conectividad hídrica (136), el ciclo hidrológico (140.1), los ecosistemas marinos e insulares, el ecosistema antártico (139) y otros más que declaren la Constitución y la ley (134.2). Aspecto clave: los bienes comunes se pueden usar, conservar, proteger y beneficiar colectivamente, lo que no genera derecho de propiedad (134.5).

Punto aparte. Se reconocía que la actividad extractiva minera podría generar una tensión con la vigencia de los Derechos de la Naturaleza, por lo que aquí se introdujo el tratamiento de lo que se considera como “recursos naturales”. Ahí se otorgaba al Estado el “dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las sustancias minerales…” (145); pero no se dio paso a la estatización de la actividad minera, en particular del cobre, como era el reclamo de algunas organizaciones. De todas formas, se establecían algunas consideraciones particulares y restricciones: no explotar en glaciares y áreas protegidas (146), la explotación debe considerar la protección ambiental (147.1) y los impactos sinérgicos (147.2). Dichas precauciones habrían sido punto de partida para empezar, ampliar y profundizar los procesos posextractivistas, que no se aseguran solamente con una mayor participación y control por parte del Estado.

En términos institucionales, se reconocía la democracia ambiental. Se creaba la Defensoría de la Naturaleza como un órgano autónomo con personalidad y patrimonio propio (148). Había regulaciones para la planificación del territorio y la protección de ecosistemas (197, 202.e y 220.g). Se establecía el financiamiento para el cuidado y reparación de los ecosistemas, mediante tributos sobre actividades que afecten al medioambiente y bienes comunes naturales (184). El ejercicio de jurisdicción debía velar por la tutela y promoción de los Derechos Humanos y Derechos de la Naturaleza (207.3), a través de tribunales de instancia ambientales (331.1, 333).

Destaquemos otro paso de enorme trascendencia. La Convención Constitucional, a pesar de sus altos y bajos, aprobó que el agua en todos sus estados es un bien común inapropiable y asumió también el derecho humano al agua. Con este paso se apuntaba a desmontar la mercantilización del líquido vital y su consiguiente saqueo, uno de los pilares del modelo neoliberal, una decisión que debe ser valorada en toda su dimensión. Chile es un ejemplo paradigmático del manejo privatizador del agua. En la todavía vigente Constitución de Pinochet, complementada con el Código de Aguas,se separó el agua de la vida, no solo de la propiedad de la tierra, y se la mercantilizó, sujetándola a la oferta y la demanda. Al margen quedaron especialmente los derechos de las comunidades víctimas del despojo del agua en sus territorios. Es más, el propietario de los derechos sobre el agua no paga costos por su mantenimiento, tenencia o uso y no se le exige proteger el cauce ni compensaciones por potenciales efectos negativos sobre la cantidad y calidad del agua utilizada, que podrían afectar a otros usuarios. Esta lógica mercantilista llegó a aberraciones extremas cuando, por ejemplo, en el valle de Copiapó, en el norte de Chile, se negociaron más derechos de uso que el agua efectivamente disponible en la cuenca.

El masivo estrés hídrico que sufre este país sudamericano no es consecuencia solo del cambio climático. Chile, un país rico en recursos hídricos, se encuentra, debido a la misma mercantilización del agua, en pleno proceso de desertificación con casi todas sus aguas privatizadas, una situación que se agrava cuando ya no hay aguas superficiales disponibles y se rematan las aguas subterráneas. Cabe destacar que los principales responsables de esta situación son los extractivismos, sea el minero o el agroexportador, y con creciente impacto, también la descontrolada expansión urbana. Como saldo de esta realidad, hay más de un millón de personas en las ciudades a lo largo de Chile sin acceso al agua potable. Un número similar de personas en el sector rural aún no cuenta con infraestructura para abastecerse de este elemento en forma estable, lo que equivale a casi un 50% de la población de este sector (sobre el tema, véase Acosta, 2022, abril 26).

Los retos que asumía la nonata Convención chilena con su histórica decisión de declarar la inapropiabilidad del agua eran múltiples. La sociedad chilena habría tenido que asumir en la práctica que el agua es un derecho humano y que es un componente fundamental de la Naturaleza, la misma que tiene derechos propios a existir y a mantener sus ciclos vitales.

Para cristalizar los Derechos de la Naturaleza, es preciso que los objetivos de cualquier sociedad se subordinen a las leyes de los sistemas naturales, sin olvidar en ningún momento el respeto a la dignidad de la vida humana. Dejemos sentado que en la fallida Constitución chilena se abría la puerta al Buen Vivir (Acosta, 2013) (el küme mogen del pueblo mapuche), una opción de vida que no solo permite ver el mundo con otros prismas, sino que aporta para superar tantas aberraciones propias de la Modernidad.

Todos estos temas fueron objeto de diversas lecturas en Chile. Por un lado, primó el desconocimiento sobre el significado profundo de esta fallida Constitución. También en algunos sectores pesó el miedo —muchas veces infundado— a perder privilegios por su aplicación. Incluso se posicionó un argumento que habla de la inutilidad de dichos derechos, remitiéndose a la experiencia ecuatoriana, desconociendo lo difícil que es el cumplimiento integral de muchos derechos, como sucede con los Derechos Humanos, por ejemplo. Inclusive se dijo mañosamente que los Derechos Humanos se subordinarían a los Derechos de la Naturaleza y que afectarían el supuestamente exitoso modelo de desarrollo chileno. Más allá de esos cuestionamientos, podemos extraer una serie de conclusiones del potente y —por qué no decirlo— maravilloso instrumentario de resoluciones constitucionales brevemente reseñadas.

Antes de continuar, dejemos sentado: si entendemos lo que realmente representan los Derechos de la Naturaleza, que superan el estrecho campo de lo jurídico propiamente dicho, estamos abriendo la puerta para propiciar una transformación de profundo alcance copernicano; es decir, una transformación civilizatoria.

Naturaleza como sujeto de derechos, un giro copernicano en ciernes

Los Derechos de la Naturaleza, que no pueden ser confundidos con los derechos del ser humano a un ambiente sano, demandan cambios profundos en todos los ámbitos de la vida. En ese contexto, la Naturaleza establece los límites y alcances de toda actividad humana; solo aceptando esta cuestión se puede asegurar la sustentabilidad y la capacidad de renovación de los sistemas. Demos un paso más: si se destruye la Naturaleza, se destruye la base de la vida misma. Esto conmina a evitar la eliminación de la diversidad, y su reemplazo por la uniformidad que provoca, por ejemplo, la megaminería, los monocultivos o los cultivos transgénicos. También se debe incluir, entre lo que se debe evitar, el destrozo que ocasiona el urbanismo descontrolado y, más aún, el gigantismo urbano. Escribir ese cambio histórico es uno de los mayores retos de la Humanidad, si no se quiere arriesgar su existencia sobre la tierra.

Así, en vez de considerar a la Naturaleza como un stock “infinito” de materias primas y un receptor “permanente” de desechos, necesitamos incluso otra economía (Acosta & Cajas-Guijarro, 2020). Para lograrlo requerimos asumir, como punto de partida y metas, la sustentabilidad y la autosuficiencia de los procesos económico-naturales, entendidos como sistemas compuestos de múltiples interacciones y lógicas complejas que se retroalimentan de forma cíclica.

En ese sentido, el fetiche del crecimiento económico infinito en un mundo finito debe morir, para dar paso a procesos que combinen el decrecimiento económico,sobre todoen los países que actualmente hacen de centros capitalistas, mientas que en la periferia, al tiempo de liberarse paulatinamente de la religión del crecimiento económico permanente, se debe transitar hacia el posextractivismo (Acosta & Brand, 2017). El crecimiento debe abordarse responsablemente en los países “subdesarrollados”. Es al menos oportuno diferenciar el crecimiento “bueno” del crecimiento “malo”, como planteó en el año 2001 el economista chileno Manfred Max-Neef; crecimiento que, según él, se define por las correspondientes historias naturales y sociales que lo explican.[7] De todas formas, el crecimiento no debe ser ni el motor ni el fin último de la economía.

Esta crítica al crecimiento económico no supone mantener los niveles de opulencia de pocos segmentos de la población en el Norte y en el Sur globales.

Por cierto, estas acciones no pueden caer en la trampa ni del “desarrollo sustentable” ni del “capitalismo verde” con su brutal práctica del mercantilismo ambiental (ejemplificado en el —por decir lo menos— deficiente mercado de carbono). La tarea no consiste en volver “verde” al capital, sino en superar al capital. Asimismo, no podemos caer en la fe ciega en la ciencia y la técnica, las cuales deberán reformularse para garantizar el respeto de los derechos existenciales. En definitiva, ciencia y técnica —a la par con una nueva economía— deberán subordinarse al respeto de la armonía humanos–Naturaleza. Y en este orden de cosas lo social no puede marginarse, pues la justicia ecológica necesariamente viene de la mano de la justicia social, y viceversa.

Requerimos un mundo reencantado alrededor de la vida, con geuninos diálogos de saberes y reencuentros entre seres humanos, en tanto individuos y comunidades, y de todos con la Naturaleza, entendiendo que somos un todo. Hasta hacer realidad este giro civilizatorio, los tiempos que se vienen serán cada vez más difíciles. Si realmente entendemos que la necesidad del cambio está presente, es hora de volver a atar el nudo gordiano de la vida desde las más diversas aproximaciones posibles, como demandaba Bruno Latour (2007).

Incorporar a la Naturaleza como sujeto de derechos en una Constitución o en una ley, siendo un acto formalmente antropocéntrico, si realmente se quiere que estos derechos existenciales se desarrollen en la realidad concreta, implica en esencia una obligación para transitar hacia visiones y prácticas biocéntricas. Además, defender la Naturaleza o Pachamama, es defendernos a nosotros mismos, pues somos Naturaleza, entendiendo siempre que quien en realidad nos da el derecho a existir es la Madre Tierra. ¡Aquí se encuentra el origen de todos los derechos!

En la práctica legal, esto significa que, a partir de la vigencia de los Derechos de la Naturaleza, aceptamos la capacidad que tiene la Naturaleza como titular de derechos. En la jurisprudencia se ha ido paulatinamente ampliando el derecho a la representación; inclusive se otorga esa capacidad a las personas jurídicas, que son entes abstractos, ficciones, intangibles. La Naturaleza, en cambio, siendo material, real y tangible, no puede quedarse al margen de esta capacidad legal. Y si la incapacidad de las personas se suple con la representación, lo mismo vale para la Naturaleza.

En conclusión, ya no existe ningún derecho para explotar inmisericordemente a la Madre Tierra y menos aún para destruirla, sino solo un derecho a un uso ecológicamente sostenible. Las leyes humanas y las acciones de los humanos, entonces, deben estar en concordancia con las leyes de la Naturaleza. Su vigencia responde a las condiciones materiales que permiten su cristalización y no a un mero reconocimiento formal en el campo jurídico. Y su proyección, por lo tanto, debe superar aquellas visiones que entienden los derechos como compartimentos estancos, pues su incidencia de debe ser múltiple, diversa, transdisciplinar.

Lo anterior nos invita a sintonizarnos con la Democracia de la Tierra, que radica en la relación armoniosa con la Naturaleza, con comunidades basadas en la justicia social, la democracia descentralizada y la sustentabilidad ecológica. Entender este punto demanda un giro copernicano[8] en todas las facetas de la vida, sea en el ámbito jurídico, económico, social o político, pero sobre todo cultural. Los Derechos de la Naturaleza, en suma, nos posibilitan otras lecturas de la dura realidad que atravesamos, al tiempo que nos dan herramientas para cambiarla desde sus raíces (Acosta, 2022, marzo 17).

En relación a este último punto, los Derechos de la Naturaleza plantean no solo la superación del modelo extractivista de desarrollo, sino la desaparición del mismo concepto de desarrollo. Y por igual, en medio del actual colapso ecológico, ya es hora de entender la Naturaleza como una condición básica de nuestra existencia y, por lo tanto, también como la base de los derechos colectivos e individuales de libertad. Así como la libertad individual solo puede ejercerse dentro del marco de los mismos derechos de los demás seres humanos, la libertad individual y colectiva solo puede ejercerse dentro del marco de los Derechos de la Naturaleza. De forma categórica concluye el profesor alemán Klaus Bosselmann (2021), “sin Derechos de la Naturaleza la libertad es una ilusión”.

Con este empeño se sintonizaba la Constitución rechazada el 4 de septiembre del 2022.[9] A pesar del triunfo del Rechazo, la nonata Constitución chilena tiene mucha vida, pues sirve de plataforma para redoblar las luchas en todos los niveles.

Una nueva ciudad vista a través del prisma de los derechos de la Naturaleza

Teniendo en cuenta que este es un libro sobre el constitucionalismo urbano y superando las estrechas lógicas de simples administraciones municipales, la pregunta que nos hacemos desde los Derechos de la Naturaleza, y por cierto también desde los Derechos Humanos, es cómo alcanzar los mayores niveles de sustentabilidad y equidad social en las ciudades. La respuesta demanda ejercicios de permanente radicalización de la democracia, pues rechazamos de plano cualquier opción autoritaria.

Entonces, en este punto, recuperando sobre todo la fuerza de la acción comunitaria —es decir, desde abajo—, quizás ha llegado el momento de impulsar la construcción de Constituciones Urbanas. No se trata de simples estatutos autonómicos para ser desplegados desde arriba. Serían una suerte de herramientas políticas para repensar y transformar las ciudades, disputando el poder desde abajo tanto a las tradicionales instancias gubernamentales, como a los poderosos grupos de poder económico —legal e ilegal— que controlan en gran medida la vida de las ciudades.

Pero, antes, aclaremos los alcances de este tan trillado concepto, la sustentabilidad, pues hoy todos hablan de ella. El término florece por doquier. Su empleo indiscriminado ha hecho que (casi) todo pueda ser calificado como sustentable, superando o incluso ignorando el profundo origen del término. Es más, se define como sustentable hasta cuestiones que en esencia no lo son, ni pueden serlo. Se habla de un crecimiento económico sustentable, cuando es obvio que en un mundo con límites biofísicos finitos es imposible un crecimiento permanente en el tiempo, es decir, sustentable. No hay empacho en seguir promocionando el desarrollo sustentable, un oxímoron doble. Quizás la mayor de estas aberraciones surge al hablar de minería o explotación de petróleo sustentables. Y no deja de ser una manipulación del término la pretensión de presentar como sustentable la generación de electricidad utilizando combustibles fósiles o inclusive a través de otras fuentes de energía que, como las grandes represas hidroeléctricas, pueden ocasionar enormes impactos ambientales. Algo similar sucede en muchas ocasiones con otras energías “limpias” que se sustentan en crecientes demandas de minerales; o como la eólica, que provoca masivos procesos de deforestación en los bosques tropicales por la utilización de madera de balsa (VV.AA., 2021).

En lo que aquí nos compete, a algunas ciudades se las presenta como sustentables o sostenibles, o que aspiran a serlo. Bien sabemos que la huella ecológica de cualquier urbe supera con creces la superficie urbanizada, lo que por definición, teniendo en cuenta los Derechos de la Naturaleza, dejaría a todas aquellas ciudades fuera de la pretensión de sustentabilidad. Sin embargo, bien vale la pena reducir esos casi siempre muy elevados niveles de insustentabilidad (Acosta, 2027).

En definitiva, se ha vampirizado el sentido profundo de la sustentabilidad. Su empleo se ajusta a los más diversos intereses, sobre todo de acumulación del capital. La sustentabilidad ha devenido en mero comodín, como muchos otros comodines del fetichismo capitalista, que, dicho sea de paso, parece tener precisamente la capacidad de vampirizar todo concepto que intente oponerse a la civilización del capital.

Si por definición no habría ciudades sustentables, la pregunta es cómo traducir el reclamo que implica la Naturaleza como sujeto de derechos a la práctica en las urbes. No se trata de dar paso a soluciones como las que se producen por la migración de habitantes acomodados hacia otras zonas cercanas a la urbe con menor contaminación, y menos aún el vaciamiento violento de las ciudades, como lo intentó Pol Pot en Camboya. De lo que se trata es de recuperar niveles y espacios de racionalidad ecológica, reduciendo, por ejemplo, las emisiones de gases de efecto invernadero, impulsando sistema de transporte público sostenible, disminuyendo el ruido, minimizando la demanda de recursos naturales, aminorando sustantivamente los desperdicios, asegurando el mayor nivel de suministro de energías limpias, eliminando el uso de materiales contaminantes, ampliando la demanda de materiales reutilizables, reocupando terrenos y viviendas vacías, asegurando el suministro de agua potable y el manejo de las aguas servidas en condiciones ambientalmente razonables, promoviendo el reciclaje de los materiales de desecho, consiguiendo una creciente soberanía energética en las urbes, manejando responsablemente la basura,[10] ampliando los espacios verdes inclusive en clave de procesos de soberanía alimentaria, promoviendo la educación y la conciencia ecológica, creando condiciones para la expansión del ocio creativo. Estas y otras muchas acciones demandan, al mismo tiempo, que se mejoran sustantivamente las condiciones de vida en el campo: una condición básica para frenar la incesante y masiva migración del campo a la ciudad.

Todo esto en clave de justicia social y de democracia radical, como base para una vida digna de todos los habitantes; sin estos requisitos/objetivos fundamentales, cualquier preocupación solo ambiental deviene en simple ejercicio de jardinería.

En 1967, Henri Lefebvre, en su libro El derecho a la ciudad (1969, ed. en español),[11] analizó a las ciudades convertidas en mercancías al servicio exclusivo de los intereses de la acumulación del capital. Esta realidad, según él, condujo a un proceso acelerado de mercantilización urbana que, entre otros temas necesarios de tener en cuenta, transformó más y más el suelo como un objeto de especulación. Ante ese fenómeno, recuperando el derecho a la ciudad, se planteaba construir una contrapropuesta política que reivindicara la posibilidad de que los habitantes de la ciudad volvieran a adueñarse de ella, construyendo opciones de vida digna desde su propio territorio, comunidades o barrios. En la fallida carta magna de Chile, esta cuestión se expresó con claridad en su artículo 52.1:

El derecho a la ciudad y al territorio es un derecho colectivo orientado al bien común y se basa en el ejercicio pleno de los derechos humanos en el territorio, en su gestión democrática y en la función social y ecológica de la propiedad.

Es necesaria, entonces, una reflexión y crítica comprometidas para construir otras ciudades que sirvan de base para otros mundos en donde todos los seres vivos —humanos y no humanos— vivan en dignidad. Es evidente, entonces, si aceptamos el mandato clave de los Derechos de la Naturaleza, que superar el antropocentrismo es uno de los retos más trascendentes que tenemos entre manos, en tanto nos conmina a transitar por senderos de posdesarrollo, posextractivismo e incluso posdecrecimiento ecomómico (Acosta et al., 2021).

A contrapelo de las lecturas convencionales, “las luces de la ciudad” han iluminado renovadas formas de dominación colonial, patriarcal, clerical, incluso geográfica… alimentando las ilusiones de “progreso” y “desarrollo”: fantasmas imposibles de alcanzar, por lo demás.

Un punto de partida a considerar: las ciudades viven una desconexión (casi) permanente de los ritmos de la Naturaleza. Esta desconexión se acelera cada vez más con el creciente número de habitantes en el mundo concentrados en las urbes: en 2007 la población urbana superó a la rural; para 2050 se espera que dos tercios de la Humanidad vivan en las ciudades. Por otro lado, las ciudades se nutren de un creciente y cada vez mayor expolio de la Naturaleza; a modo de ejemplo veamos cuántos minerales o alimentos son necesarios para sostener la vida en las ciudades y cuáles son los impactos que provocan la minería, el petróleo y los monocultivos, mencionando apenas un par de casos.

Lo grave es que los sectores dominantes requieren sostener esos extractivismos saqueadores para acceder a servicios y beneficios que ofrece la vida, pues, como concluye Mario Rodríguez Ibáñez (2018), “laciudad colonial instauró en el imaginario colectivo que la civilización, la superioridad, se vive en las ciudades”.Eso provocó un tránsito de destrucciones múltiples y continuadas, vigentes hasta la actualidad. La gran mayoría de ciudades precolombinas sucumbieron ante el avance de la conquista. Las ciudades antiguas de la época colonial, reconstruidas en las primeras épocas republicanas, han sido enterradas por la modernidad. Y la migración del campo en búsqueda de las “luces de la ciudad” es imparable.

Otro punto crucias radica en eel vaciamiento de los campos presiona demográficamente en las ciudades. Y esa avalancha de gente que se aleja de la vida rural ahonda los problemas sociales, entre los que se destaca cada vez más un frenesí individualizante devastador: esto último es algo digno de considerar; basta ver cómo, en Gran Bretaña, desde enero del año 2018 se estableció el Ministerio de la Soledad (BBC Mundo, Redacción, 2018) para atender a millones de personas que no son económicamente pobres, pero que malviven en las ciudades por la exacerbación de estas tendencias individualizantes y egoístas; una decisión que también se adoptó en Japón desde febrero del 2021 (Miguel Trula, 2021).

Esta evolución responde sobre todo a las presiones creadas por la acumulación capitalista y la mercantilización urbana, tan propias de la lógica de economías dependientes de las lógicas de acumulación primario-exportadora. Estas ciudades “periféricas” no dejan de experimentar diversas complicaciones, también existentes en las ciudades de los países centrales o industrializados. Así, entre otras tantas cuestiones muy preocupantes, en las ciudades se han masificado los volúmenes de basura y desperdicio, con una huella ecológica insostenible.

En paralelo, los espacios públicos —calles y plazas— se subordinan a las lógicas del consumo fragmentado, estratificado, segregado según las necesidades de acumulación y mercantilización. Los relativamente pocos barrios “modernos” se contraponen a los gigantescos barrios “miseria”, en donde normalmente (sobre)viven quienes construyeron y sostienen esos reducidos espacios de elevado bienestar de las ciudades. La misma violencia provocada por diversas formas de criminalidad encuentra explicaciones en estas realidades de creciente barbarie.

Parecería pertinente, incluso, hablar de “un extractivismo urbano”,al decir de Enrique Viale (Prólogo, en Vásquez Duplat, 2021). En ese ámbito de mercantilización urbana desenfrenada, en el que la gentrificación no es su única manifestación, aparece el bienestar ligado al precio; es decir, “cuanto más caro, ‘mejor’ es el barrio”, como destaca Viale. Este “éxito” es medido con indicadores vinculados al negocio inmobiliario —por ejemplo, a través de los metros cuadrados de construcción que se concentran en los barrios de gente más acomodada— y que no hablan de la calidad de vida de la población en su conjunto, lo que consolida aún más ciudades desequilibradas y desequilibrantes.

Esta realidad no puede ser asumida como un símbolo de progreso, todo lo contrario. Las ciudades latinoamericanas y muchas otras en el mundo, cabría decir, sintetizan la gravedad de estos problemas, en la medida en que se trata de ciudades “degradadas, violentas, insalubres, privatistas y antidemocráticas”, para ponerlo en palabras del mismo Viale.

Pese a sus enormes problemas estructurales, en las ciudades también hay opciones transformadoras. Incluso hay luchas históricas y acciones propias de alternativas radicales, algunas ya en marcha. Con el fin de potenciar estos procesos, es urgente adentrarnos en reflexiones y acciones enarbolando los elementos más transcendentes que nos permitan construir o reconstruir relaciones de mayor armonía con la Naturaleza.

El reto es repensar las ciudades, rediseñarlas, reorganizarlas —sobre todo desde abajo—, restableciendo su balance con lo rural (que debe ser profundamente revalorizado y fomentado), descolonizando la imaginación, incluso alentando la reducción del tamaño de las urbes más grandes y su descentralización efectiva, entre otras muchas cuestiones. De lo anterior, por ejemplo, cabe pensar hasta qué punto es viable terminar con la tan tajante separación urbano-rural e impulsar nuevas formas de organización social donde la idea misma de migración del campo a la ciudad pierda sentido. Y es hora de asumir un reto planteado por Gustavo Duch, director de la revista Soberanía Alimentaria: ruralizar las ciudades, es decir, trasladar a los núcleos urbanos algunas características que vuelven a los pueblos más saludables y amigables, tanto para mejorar la calidad de vida, tener un aire más limpio e inclusive menores temperaturas ampliando los espacios verdes y la arborización de plazas y calles, como para mejorar la calidad de vida con mayores y mejores niveles de vecindad y más tiempo para el ocio.

Estos temas, y otros apenas esbozados en este texto, son pensados en muchas partes del mundo. Frente a la presión dominante de soluciones tecnológicas —que no resuelven “el problema”—, se registra por todo el planeta y desde hace tiempo la construcción de alternativas. La cuestión se recoge en preguntas políticas fundamentales, como quién planifica, decide y ejecuta las políticas urbanas. Variadas respuestas a esas preguntas existen y posibilidades de transformación profunda también. El tema es siempre político.

Las autoridades municipales tienen una enorme responsabilidad frente a tantas complicaciones y retos. Ojalá quienes están al frente de los municipios entendieran que el trabajo no debe hacerse para los barrios, es decir, desde arriba, sino con los barrios, provocando potentes efectos sinérgicos desde abajo. Eso sí, en ningún caso la ciudadanía, organizada en barrios y comunas, puede esperar cruzada de brazos respuestas desde los municipios. Si bien debe exigir cambios e incluso obras a las autoridades municipales, eso no es suficiente. En este escenario, parafraseando y ampliando lo que recomendaba el gran pensador peruano Aníbal Quijano cuando se refería al Estado: es necesario actuar dentro de los municipios y simultáneamente contra los municipios, así como también desde fuera de ellos.

Sin pretender presentar una lista detallada y menos aún completa de acciones que se podría impulsar, destaquemos algunas que nos parecen relevantes, teniendo presente la necesidad de plantearse acciones inmersas en estrategias de transiciones múltiples:

  • Planificar y reordenar las ciudades aprovechando las potencialidades existentes en cada caso, así como superando aberraciones que no permiten la utilización racional de los recursos existentes; por ejemplo, las viviendas y los terrenos vaciados por fallas en el diseño urbanístico o por efecto de las presiones especulativas.
  • Superar el manejo inmobiliario mercantilizado y especulador, así como aquella gestión del Estado proveedor, responsable de provocar muchas dependencias clientelares. En este punto ubiquemos el potencial que tienen las políticas tributarias en las urbes, empezando por los conocidos como impuestos prediales, que deberían partir del principio básico para impulsar mejores niveles de equidad: que quien más gana y más tiene, más paga. Por igual, hay muchas otras opciones para frenar la existencia de “terrenos de engorde”, que son aquellos cuyos propietarios lucran de plusvalíascrecientes. Y una tributación ecológica tampoco debería ser marginada.
  • Pensar en otra arquitectura para otra ciudad demanda una comprensión de vida diferente, que empieza con la reutilización de los recursos disponibles, enfatizando la “inteligencia de lo simple” para reemplazar la actualización técnica de “edificios inteligentes”; sigue con la preservación de lo existente sobre la demolición innecesaria; el empleo de materiales completamente reutilizables o compostables; el aumento de la durabilidad de los bienes materiales, proscribiendo cualquier obsolescencia programada; el abandono de los materiales a base de carbono y de los combustibles fósiles en la construcción, reemplazándolos desde una perspectiva de eficiencia energética. Una arquitectura y planeación urbana en clave biocéntrica reivindica la compresión y la transformación de la movilidad, entre otros muchos puntos.
  • Impulsar, desde una arquitectura para la autonomía, la activación, cultivo y reconocimiento de territorios educadores —espacios que proponen descolonizar el pensamiento y los cuerpos—, como base fundamental para transformar las ciudades, teniendo como horizonte el Buen Vivir. Y eso, en línea con poner la vida en sintonía con los ciclos de la Naturaleza, implicaría una desaceleración de los ritmos urbanos, estableciendo, por ejemplo, una velocidad límite de 30 kilómetros por hora para todos los vehículos en las ciudades.
  • Recuperar los espacios urbanos para la gente superando la dictadura del automóvil. El automóvil pertenece a una clase de productos que no podemos modificar a nuestro gusto: su uso requiere de determinadas infraestructuras, se sostiene incluso en patrones de dominación elitista, inclusive patriarcal y en la exclusión de las masas; tan es así, que la misma masificación de los automóviles destruye sus ventajas. Entonces urge favorecer masivamente el transporte público —sobre todo de buses, ampliando y privilegiando cada vez más el espacio para bicicletas y peatones—, en línea con cambios profundos en el planeamiento y gestión del suelo.
  • Lograr el control comunitario sobre las tecnologías es otro punto necesario de considerar. Se podría, por ejemplo, alentar los sistemas de comunicación comunitaria masificando el acceso a las redes sociales de forma gratuita y segura. No olvidemos que la técnica y la tecnología no son neutras, que toda técnica tiene inscrita una “forma social”, que implica una forma de relacionarnos unos con otros y de construirnos a nosotros mismos; basta mirar la sociedad que “produce” el automóvil y el tipo de energías que demanda.
  • Comprometer acciones para asegurar el empleo de las energías comunitarias no puede ser algo que falte en una transición profunda. Hay ya múltiples ejemplos de cómo se puede generar electricidad en unidades pequeñas, incluso en viviendas, a más de otras formas de aprovechar las energías solar y eólica, sin provocar nuevos destrozos por los desbocados extractivismos que muchas de las consideradas como energías “limpias” ocasionan. Y, por cierto, una transición energética no solo debe sustituir los combustibles fósiles por otras fuentes de energía; es clave adentrarse en el tema del consumo, la generación y la distribución, así como de quién y cómo controla todos estos procesos. La cuestión energética no es solo técnica y económica, como propone la transición energética corporativa: es eminentemente política.
  • Alentar el derecho al ocio creativo antes que el derecho al trabajo es uno de los temas más transformadores (Acosta, en Acosta et al., 2021). Eso demanda superar los trabajos alienantes, como puede ser la explotación de las mujeres en los hogares; así como los larguísimos recorridos de transporte para acceder a los lugares de trabajo. Aquí emerge, en suma, la necesidad de una revisión integral del tiempo destinado al trabajo. Una cuestión que plantea la reorganización de la vida misma.
  • Revalorizar respuestas para asegurar —al menos en parte— la soberanía alimentaria desde las ciudades, por ejemplo impulsando los huertos urbanos y los proyectos alimentarios sostenidos en la producción de cercanía. Aquí hay mucho espacio para políticas alimentarias desde los ámbitos municipales, sobre todo desde el ámbito del consumo, pero también de la producción.Las ciudades demandan de más y más espacios verdes, llenos de vida y biodiversidad —por ejemplo, con huertos urbanos en parques y unidades educativas—, como parte de un proceso de educación ecológica y también de recuperación de la mayor cantidad posible de los equilibrios perdidos por la expansión de las urbes, como puede ser por el taponamiento de causes de ríos o quebradas.
  • Alentar cambios de los patrones de consumo debe ser visto como un acto político e incluso de rebeldía cotidiana. En este punto habría que potenciar el establecimiento de espacios de consumo compartido vistos no solo como acción desesperada frente a la pobreza extrema, sino de solidaridad practicada; las ollas comunitarias o el trueque de artefactos domésticos en el ámbito vecinal, para mencionar un par de ejemplos de una larga lista de opciones alternativas, representa una oportunidad para consolidar los lazos de vecindad y de confianza, en línea con otras formas de resonancia y reciprocidad.
  • Sostener, reconstruir y fomentar el tejido comercial, productivo, artesanal y de servicios en el territorio barrial es fundamental. Eso se logrará sobre todo con emprendimientos pequeños, pero más aún con iniciativas comunitarias, cooperativas y asociativas. Para conseguirlo habrá que librar a los barrios de los grandes centros comerciales, que no solo provocan la desaparición de cientos de emprendimientos de menor tamaño, sino que, además, conducen al vaciamiento del espacio público circundante, generando condiciones para que aflore todo tipo de delincuencia.
  • Valorar la capacidad de construir participativamente otras formas de economía en las ciudades, con gestiones propias y autónomas, como las que se podrían conseguir a partir del uso de monedas comunitarias, redes de trueque, talleres de reparación, para mencionar apenas un par de ejemplos de una lista muy larga de experiencias existentes.
  • Fomentar las redes de amparo para gestionar derechos, protecciones y defensas ante atropellos y violaciones, en particular para mujeres, niñas, niños, jóvenes y migrantes, tanto como para personas de la tercera edad desatendidas; e inclusive para animales domésticos abandonados.
  • Asumir a los barrios y las comunas como motores de la transformación integral, que sean espacios emancipados y emancipadores llenos de vecindad, vida intensa, autosuficiencia y democracia. Son necesarias las acciones de artistas urbanos que plasmen de alegría —no confundir con la happycracia neoliberal (Cabanas, 2019)— y mucha rebeldía en las calles, las plazas y las mismas paredes de las ciudades, para corroer esas bases conservadoras que caracterizan a las sociedades coloniales, patriarcales, neoliberales…
  • Fortalecer la “libre asociación”, sobre bases de una radical y horizontal democracia comunitaria. Ese será el motor que garantice la libertad individual que deberá ser alcanzada en mancomunidad. Esta es una tarea que demanda claridad, creatividad y constancia: la (re)construcción de tejidos comunitarios; en realidad lo que se precisa es potenciar el ingenio social para, a su vez, potenciar democráticamente “la sociedad autónoma”. Toca aprovechar la existencia en las ciudades de “girones de comunidad”, que en parte provienen de la migración desde los mundos rurales (indígenas y afro) y de otras múltiples formas de organización de la vida.
  • Recuperar niveles de seguridad en las ciudades es una de las cuestiones más urgentes y complejas. El reto es cómo lograr mayores niveles de ocupación comunitaria de calles y plazas. Esto será posible fortaleciendo en los barrios las actividades productivas y comerciales, la educación, la salud, el esparcimiento, los deportes, el arte; en síntesis, a través de todas las expresiones de una vida comunitaria democrática. Solo con vecindades vigorosas y respetuosas de las diferencias se alcanzará esa recuperación de los espacios públicos, no con más policía y represión.

En síntesis, es urgente impulsar la recomposición de la cotidianidad revalorizando la convivencia en comunidad, la construcción y defensa de bienes comunes, la consolidación de historias y conocimientos comunes, la autogestión de la producción y la distribución, las actividades destinadas a la reproducción de la vida, la desprivatización y la recuperación comunitaria (no estatizada) de los bienes y espacios públicos. En este empeño cobra importancia la misma búsqueda de alternativas que ayuden a superar aquella perversa opción que aflora al asumir que las necesidades son infinitas, que la acumulación material debe ser permanente, que tener más nos hace más felices… falacias tan difundidas y propias de la civilización que hoy nos domina.

Estas visiones cierran los espacios a propuestas homogeneizantes, caudillistas, ortodoxas. En definitiva, desde los barrios y las ciudades se deben construir nuevos sentidos de vida que reemplacen a la fe del lucro sin fin, sin olvidar que individuos y comunidades están conminados a asumir la representación de los Derechos de la Naturaleza en sus propias ciudades y barrios.

Ha llegado, entonces, la hora de fortalecer decididamente las luchas y respuestas comunitarias. Si ponemos algo de atención y —figurativamente hablando— hacemos silencio, podemos escuchar el futuro respirar. Las propuestas alternativas están allí. La construcción del pluriverso[12] está en marcha y las ciudades, a pesar de las enormes dificultades que contienen, aparecen como espacios potentes para la emancipación.[13]

Para redoblar la lucha por todos los derechos

En este punto cerremos estas reflexiones con un par de conclusiones.Lconstituciones siempre han respondido a problemas planteados en distintos momentos históricos. En ese contexto siempre han sido espacios de disputa política. En nuestra América, la balanza se ha inclinado casi siempre hacia constituciones elitarias, con las cuales los grupos de poder consolidan sus privilegios, procurando congelar los modelos de dominación o acumulación: este es el caso de Chile. Sin disminuir esa dura realidad y reconociendo que pocas constituciones han tenido efectos profundamente transformadores, debemos aceptar los aportes acumulados en el tiempo.

Desde una perspectiva histórica, en el siglo XIX se trabajaron constituciones para tener repúblicas, superando con ello el lastre colonial. Paulatinamente se orientaron dichas constituciones a reconocer los derechos civiles y políticos, en la medida en que maduraban algunas estructuras republicanas. Luego, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, se redactaron constituciones que buscaban enfrentar de una forma más bien timorata la desigualdad, y la respuesta fue reconocer los derechos económicos, sociales y culturales; posteriormente entraron en escena los derechos colectivos. En la actualidad se potencia más y más los derechos ambientales, derivados de los Derechos Humanos, y paulatinamente emerge la posibilidad de asumir constitucionalmente a la Naturaleza como sujeto de derechos. Así las cosas, si el siglo XX fue el siglo de los Derechos Humanos, el siglo XXI será el siglo de los Derechos de la Naturaleza.

Por eso, reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos, al igual que todos aquellos derechos impregnados de principios sociales y solidarios, inclusivos y paritarios, plurinacionales e igualitarios, pero sobre todo democráticos, que se plasmaron en la Convención Constitucional chilena, que concluyó sus tareas el 4 de julio del 2022, constituye un indiscutible referente histórico a pesar de la circunstancial derrota en las urnasy el retroceso que vino después.

Otro mundo será posible si —en el camino— imaginamos y construimos sociedades (y ciudades) desde principios totalmente opuestos a la actual civilización, causante de tantos y crecientes desequilibrios, frustraciones y violencias. Requerimos relacionalidad en vez de fragmentación; reciprocidad en vez de competencia desbocada; solidaridad y correspondencia en vez de individualismo egoísta; cooperación mutua en vez de competencia feroz; derecho a la vida digna en lugar de derecho absoluto a la propiedad privada o al lucro sin fin. La codicia, rectora del capitalismo, debe reemplazarse por la búsqueda de una vida en armonía.

Desaceleración, descentralización y desconcentración de las ciudades deben parar el paroxismo consumista y el desbocado productivismo. Todo este empeño debe darse desde lo comunitario, desde los barrios; es decir, desde territorios concretos. Para lograrlo precisamos desarmar —democráticamente— las estructuras jerárquicas patriarcales, racistas, empobrecedoras, destructoras, concentradoras, policiales y, sobre todo, autoritarias. Y, por cierto, requerimos restablecer la mayor cantidad posible de relaciones de equilibrio con la Naturaleza en las ciudades y desde las ciudades.

Afrontamos complejidades inexplicables desde la monocausalidad y que no se resolverán desde simples acciones coyunturales. Precisamos respuestas múltiples, diversas, pequeñas y grandes, inclusive globales (si fuera posible…), pero siempre radicales; es decir, que traten de resolver los problemas desde su raíz. Sin desestimar el potencial de cambio de las posibles acciones gubernamentales (municipales en especial), hay que tener presente siempre que el control sobre los cuerpos y los territorios está en la mira del poder: esos cuerpos y esos territorios son y serán los campos de batalla. La lucha, entonces, será desde abajo, multiplicando rebeldías, resistencias y desobediencias ciudadanas, tanto como proyectos alternativos en todos los órdenes de la vida, tanto frente a los grandes como a los pequeños y cotidianos abusos del poder, que terminan construyendo y consolidando hegemonías y estructuras jerárquicas.

Para cerrar estas líneas en este libro sobre el constitucionalismo urbano, aceptemos que, en síntesis, nos toca construir ciudades realmente humanas y cada vez más sustentables, fundamentadas sobre todo en procesos comunitarios de emancipación, sin pedir permiso.-

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NOTA: Artículo publicado en el libro Constitucionalismo urbano: La ciudad en los procesos constituyentes en América Latina, Editoras y editores:Fernando Carrión , Emilia Silva , Alfredo Rodríguez, Ana Sugranyes; disponible en https://www.amazon.com/dp/B0CJQQ7CJD

[2] “La Asamblea General de las Naciones Unidas declaró hoy, 28 de julio de 2022, que todas las personas del mundo tienen derecho a un medioambiente saludable”. Véase ONU, Programa para el Medio Ambiente (2022).

[3] A modo de ejemplo, se puede reconocer los avances legales en Colombia, India, Nueva Zelanda, EE.UU., Panamá, España, entre muchos otros países. Igualmente dignas de destacar son las iniciativas de cambio de la Constitución alemana y también de la Constitución del Estado Libre de Baviera en el mismo país europeo.

[4] La lista de libros, artículo, tesis y discusiones sobre lo que significan este derechos crece imparable. Como una referencia digna de considerar recomendamos Gudynas (2014).

[5] La lista de artículos y referencias sobre la discusión de los Derechos de la Naturaleza en la Convención chilena es enorme. A modo de botón de muestra recomendamos el trabajo de Hervé (2021), y el de Costa Cordella (2021)..

[6] Para identificar a los diversos artículos relevantes en términos de los Derechos de la Naturaleza recurrimos al texto del exjuez constitucional ecuatoriano Ramiro Ávila Santamaría, “El constitucionalismo transformador y la Constitución en Chile” (2022, julio), en https://www.planv.com.ec/historias/analisis/el-constitucionalismo-transformador-y-la-constitucion-chile

[7] En una carta abierta al ministro de Economía de Chile, 4 de diciembre de 2001, Max-Neef escribió: “Si me dedico, por ejemplo, a depredar totalmente un recurso natural, mi economía crece mientras lo hago, pero a costa de terminar más pobres. En realidad la gente no se percata de la aberración de la macroeconomía convencional que contabiliza la pérdida de patrimonio como aumento de ingreso. Detrás de toda cifra de crecimiento hay una historia humana y una historia natural. Si esas historias son positivas, bienvenido sea el crecimiento, porque es preferible crecer poco pero crecer bien, que crecer mucho pero mal”.

[8] Immanuel Kant (1724-1804), pensador alemán, utilizó este concepto en el campo de la filosofía. La filosofía anterior suponía que en la experiencia de conocimiento el sujeto cognoscente es pasivo, que el objeto conocido influye en el sujeto y provoca en él una representación fidedigna de la realidad. Kant propuso darle la vuelta a la relación y aceptar que en la experiencia cognoscitiva el sujeto cognoscente es activo, que en el acto de conocimiento el sujeto cognoscente modifica la realidad conocida. Ese reconocimiento transformó de raíz la filosofía y el mundo mismo. Kant lo definió como giro copernicano, teniendo en cuenta lo que representó aceptar que la Tierra no es el centro del Universo, tal como lo demostró Nicolás Copérnico (1473-1543). Con los Derechos de la Naturaleza estamos frente a una situación similar, incluso de mucho mayor transcendencia, pues tenemos que aceptar que los seres humanos somos Naturaleza y que no hay ninguna especie superior en ella. Es más, los humanos somos Naturaleza y no nos encontramos al margen de ella. Y ella, La Naturaleza, es quien nos da el derecho a nuestra existencia.

[9] El texto de dicha Constitución se puede consultar en https://www.chileconvencion.cl/wp-content/uploads/2022/07/Texto-Definitivo-CPR-2022-Tapas.pdf

[10] Un cambio en la visión que se tiene de la basura será de enorme utilidad. Véase al respecto Solíz Torres (2021).

[11]La lista de personas que abordan el tema de la ciudad —dentro del amplio espectro de la búsqueda del progreso y el desarrollo, con el crecimiento económico de por medio— es enorme. Recordemos, sin embargo, un par de referentes que lo hacen de una manera crítica digna de ser resaltada: Saskia Sassen, que publicó un libro importante sobre el tema:La ciudad global; Fernando Carrión Mena, arquitecto ecuatoriano, uno de los mayores conocedores de la materia, y cuya producción investigativa es digna de ser reconocida; basta ver una selección de sus aportes en https://works.bepress.com/fernando_carrion/

[12] Consultar Kothari et al., Pluriverse (2019), obra de la que existen ediciones en Ecuador, España, Perú, Bolivia, Colombia, Brasil, Italia, Francia, Alemania. El libro, con 110 artículos escritos por 120 personas de todos los continentes, está disponible en inglés. en https://radicalecologicaldemocracy.org/pluriverse/

[13] El autor de estas líneas está preocupado por este tema desde hace tiempo atrás. Consultar Acosta (2019b).

Alberto Acosta. Abuelo. Economista ecuatoriano. Profesor universitario. Ministro de Energía y Minas (2007). Presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008). Candidato a la Presidencia de la República del Ecuador (2012-2013). Autor de varios libros. Compañero de luchas de los movimientos sociales.

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