Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Un nuevo lugar común – como lo señaló hace poco un artículo principal en «Week in Review» del New York Times – dice que Afganistán es «el cementerio de imperios.» Los peligros de Afganistán han figurado recientemente mucho en las noticias ante el llamado de Barack Obama a concentrarse más en la Guerra Afgana («perdimos de vista el balón cuando invadimos Iraq…»), y los indicios de que está a punto de comenzar una «oleada» de tropas estadounidenses en ese país, los. Algunos de los escritos sobre este tema, incluyendo ensayos recientes de Juan Cole en Salon.com, Robert Dreyfuss en The Nation, y John Robertson en el sitio en Internet War in Context, se han mostrado incisivos sobre cómo las iniciativas políticas del nuevo gobierno podrían convertir Afganistán y los territorios tribales fronterizos de Pakistán, cada vez más desarticulados, en la «Guerra de Obama.»
En otras palabras, «el cementerio» ha estado recibiendo lo que se merece. Se ha estado prestando mucho menos atención a la parte del «imperio» en la ecuación. Y hay buenos motivos para eso – por lo menos en Washington. A pesar del aumento de las preocupaciones sobre el deterioro de la situación, nadie en la capital de EE.UU. está dispuesto a creer que Afganistán pueda ser realmente el «cementerio» del rol de EE.UU. como poder hegemónico de este planeta.
En realidad, para darle al ‘imperio’ lo que se merece habría que comenzar con una reevaluación de cómo terminó la Guerra Fría. En 1989, que ahora parece a siglos de distancia, cayó el Muro de Berlín; en 1991, para sorpresa de la comunidad de la inteligencia de EE.UU., los expertos influyentes, los participantes de think tanks en Washington, y sus políticos, la Unión Soviética, ese «imperio del mal», ese coloso de la represión, ese enemigo mortal durante casi medio siglo de amenaza de locura nuclear – de «destrucción mutuamente asegurada» – simplemente se evaporó, casi sin violencia. (Los soldados soviéticos, acampados en los puestos avanzados relativamente cómodos en Europa Oriental, especialmente la antigua Alemania Oriental, no sintieron más apuro por volver a casa, a la miseria económica de un imperio colapsado que el que probablemente sentirán en el futuro los soldados de EE.UU. estacionados en Okinawa, Japón.)
En Washington, en 1991, todo parecía seguir en pie, y un silencio conmocionado y una cierta renuencia a creer que el enemigo de casi medio siglo ya no existía fueron rápidamente superados por un sentido de triunfalismo. Una lucha multi-generacional había terminado y sólo uno de sus súper-participantes seguía de pie.
La conclusión parecía demasiado obvia para volver a mencionarla. Ante nuestros propios ojos, la URSS había milagrosamente desaparecido en el basurero de la historia y sólo una Rusia desesperada, empobrecida, privada de su «exterior cercano,» quedaba para reemplazarla; ergo, éramos los vencedores; éramos, como todos comenzaron a decir con deleite, la «única superpotencia» del planeta.» ¡Hurra!
Amos del universo
Los griegos, claro, está tenían una palabra para algo semejante: «hibris.» [desmesura, orgullo desmedido]. Los antiguos dramaturgos griegos hubieran supuesto que nos esperaba una caída de las alturas. Pero en esos años ese pensamiento cruzó pocas mentes en Washington (o Wall Street).
En su lugar, nuestras personas influyentes comenzaron a actuar como si el planeta fuera verdaderamente nuestro (y otros poderes, incluidos los europeos y japoneses, a veces parecían estar de acuerdo). Haber sugerido en aquel entonces, como lo hizo uno que otro experto en decadencia imperial, que podría no haber habido vencedores, sino dos perdedores en la Guerra Fría, que la superpotencia más débil simplemente había abandonado primero la escena, mientras que la más fuerte, menos deteriorada, iba en camino a la misma salida, era como hablar con sordos.
En los años noventa, la «globalización» – la propagación mundial de los Arcos Dorados de McDonald, de la pipa de Nike, y del Ratón Mickey – estaba en todos los labios en Washington, mientras se referían regularmente a los hombres que dirigían Wall Street, y se referían a sí mismos, como «amos del universo.»
La frase fue utilizada originalmente por Tom Wolfe. Era la imagen de marca de los personajes superhéroe de acción con los que juega la hija de su protagonista en su novela de 1987 «La hoguera de las vanidades» («En Wall Street, él y unos pocos más, ¿cuántos?, trescientos, cuatrocientos, quinientos a lo sumo…se habían convertido precisamente en eso, en Amos del Universo…») Como resultado, la etiqueta tenía inicialmente algo de la flamenquería de Wolfe. En el mundo posterior a la Guerra Fría, sin embargo, no tardó en convertirse en pura auto-alabanza.
En esos años, cuando las economías de otros países colapsaron repentinamente, Washington envió al Fondo Monetario Internacional (FMI) para que los «disciplinara». Era el término real de la ciencia empresarial. Causando el inmenso sufrimiento de sociedades enteras, el FMI utilizó regularmente desastres locales o regionales para forzar la apertura de países a los milagros desreguladores del «consenso de Washington.» (¡Imaginad cómo reaccionarían los estadounidenses si hoy llegara el FMI a nuestras maltrechas puertas con un menú semejante de cosas que debéis hacer!)
Ahora, cuando el planeta se tambalea en lo financiero, mientras desde Alemania a Rusia y China, los dirigentes del mundo culpan la ceguera desreguladora del gobierno de Bush y las artimañas de derivados de Wall Street por el deterioro de la economía global, es mucho más evidente que esos tiranos de las finanzas eran en realidad amos de un universo de pacotilla. Retrospectivamente, queda más claro que, en esos años después de la Guerra Fría, Wall Street ya iba en camino a la salida, que era menos un tigre económico planetario que un tigre de papel monstruosamente lucrativo. Algún día, será un lugar común que se diga lo mismo de Washington.
Casi veinte años después, en los hechos, por fin podría ser más aceptable que se sugiera que ciertas comparaciones entre las dos superpotencias de la Guerra Fría eran adecuadas. Como señaló recientemente David Leonhardt del New York Times:
«Richard Freeman, economista de Harvard, argumenta que la economía burbuja de EE.UU. tenía algo en común con la antigua economía soviética. El crecimiento de la Unión Soviética fue aumentado artificialmente por una inmensa producción industrial que terminó por tener poco uso. La de EE.UU. fue aumentada artificialmente por valores respaldados por hipotecas, CDOs [instrumentos de crédito estructurado] e incluso ocasionales timos Ponzi.»
Hoy en día, cuando se trata de Wall Street, uno siente la cólera que sube en la Calle Mayor cuando los estadounidenses comprenden que esos supuestos amos del universo en realidad desangraron su mundo y les causaron inmensos sufrimientos. Comprenden lo que esos ex amos de las firmas financieras evidentemente no comprenden cuando entregaron 18.400 millones de dólares en bonificaciones a sus empleados a fines de 2008. John Thain, ex director ejecutivo de Merrill Lynch, por ejemplo, sigue defendiendo su compra de un cómoda antigua por 35.000 dólares para su oficina, así como los 4.000 millones de dólares en bonificaciones que entregó a los mini-amos bajo su control en un trimestre en el que su grupo acumuló más de 15.000 millones de dólares en pérdidas, en un año en el que las pérdidas de su firma llegaron a 27.000 millones de dólares.
Ahora, por lo menos, nadie – tal vez con la excepción del propio Thain – confundiría a los Thain con amos en lugar de charlatanes, o a EE.UU. con una superpotencia financiera que vuele más alto que un fuerte centro económico devastado.
Por casualidad, sin embargo, había otro conjunto de «amos del universo» harto estadounidenses, incluso si nunca recibieron esa etiqueta. Hablo de los máximos responsables de nuestro Estado de seguridad nacional, los protagonistas cruciales de la política exterior y militar. Ellos, también, llegaron a creer que todo iba viento en popa en el planeta. Llegaron a creer también que, como caso único en la historia de los imperios, la dominación global podría ser suya. Comenzaron a soñar que podrían supervisar una nueva Roma o una Gran Bretaña imperial, pero de una especie jamás antes vista, y que el Gran Juego competitivo jugado por anteriores Grandes Potencias rivales había sido reducido a un solitario.
Para ellos, la idea misma de que EE.UU. pudiera ser el otro perdedor en la Guerra Fría excedía lo posible. Y no es de extrañar. Creían ver en el horizonte, un camino fácil, no cementerios. De ahí, Afganistán.
Dos veces en el mismo cementerio
Ahí, claro está, es cuando las cosas se ponen espectrales. Quiero decir, no sólo un cementerio, sino las mismas dos superpotencias y en el mismo cementerio. En noviembre de 2001, el gobierno de Bush invadió Afganistán a pesar de saber íntimamente lo que le había pasado a la URSS- y con la clara intención de construir bases, ocupar el país, e instalar un gobierno de su preferencia.
Hibris es una palabra débil al hablar de los arquitectos neoconservadores del bushismo global. Jadeantes ante el pensamiento del supuesto poder de los militares de EE.UU. para aplastar todo lo que se pusiera en su camino, se cegaron ante otras realidades del poder y de la historia. Equipararon el poder con el poder de destruir.
Lanzaron su invasión porque creyeron que la fuerza militar a su disposición era nada menos que invencible, y que sea lo que sea lo que pasó a los soviéticos, a ellos no podría posiblemente ocurrirles. Llegaron, vieron, conquistaron, celebraron, se asentaron, y luego invadieron de nuevo – esta vez en Iraq. Un billón de dólares en dineros públicos desperdiciados más tarde, nos parecemos mucho más a los rusos.
Lo que hizo tanto más notable todo este proceso fue que no había otra superpotencia que los emboscara en Afganistán, como EE.UU. lo hizo con la Unión Soviética. Resultó que el equipo de George W. Bush, no necesitaba otra superpotencia, no si eran perfectamente capaces de empujarse ellos mismos más allá de ese barranco afgano hacia el cementerio abajo sin más ayuda que la que podía reunir Osama bin Laden.
Promovieron una conveniente explicación de fantasía para todo uso para sus acciones globales, pero también sucumbieron ante ella, y todavía tiene que ser disipada, incluso cuando la economía estadounidense ha caído por su propio barranco. Bajo la rúbrica de la Guerra Global contra el Terror, insistieron en que el mayor peligro para la «única superpotencia» del planeta provenía de un grupo variopinto de fanáticos respaldado por las sumas relativamente módicas que podía conseguir un acaudalado saudí. Por cierto, mientras el gobierno de Bush no se interesaba por nada, bin Laden había lanzado una serie de ataques devastadores y espectaculares desde el punto de vista televisivo contra importantes hitos del poder estadounidense – financiero, militar, y político (con la excepción de la caída del Vuelo 93 en un campo en Pennsylvania). Hay que recordar, sin embargo, que esos ataques habían sido lanzados desde Hamburgo y Florida tanto como desde los páramos afganos.
En vista de la historia del cementerio, los estadounidenses probablemente deberían haber cerrado las puertas de sus aviones, colocado algunas protecciones razonables en el interior, y haber pasado su tiempo buscando a bin Laden. Al-Qaeda ciertamente era capaz de hacer verdadero daño cada par de años, pero su fuerza siguió siendo mínima, su «califato» un chiste, y Afganistán – para cualquiera con la excepción de los afganos – verdaderamente representaba los páramos del planeta. Incluso ahora, podríamos indudablemente irnos a casa y, por desastrosa que la situación allí (y en Pakistán) se ha hecho bajo nuestros cuidados, haríamos menos daño del que vamos a hacer con nuestras eventuales ‘oleadas’ en los años por venir.
La ironía es que, si no hubieran sido tan cegados por el triunfalismo, la gente de Bush realmente no hubiera necesitado saber mucho para evitar la catástrofe. No se trataba de ciencia atómica o cirugía al cerebro. No tenían que ser expertos en Asia Central, o haber sabido pastún o darí, o recordado la historia de la guerra antisoviética que había terminado apenas una década antes, o incluso leído el profético ensayo de noviembre de 2001 en la revista Foreign Affairs «Afghanistan: Graveyard of Empires» [Afganistán: cementerio de imperios], del ex jefe de estación de la CIA en Pakistán Michael Bearden, que concluía: «EE.UU. tiene que proceder con cuidado – o terminar en el montón de cenizas de la historia afgana.»
Podrían haber visitado simplemente una librería local, haber agarrado una copia en rústica de la jovial novela «Flashman» de George MacDonald Fraser, y seguido al pillo de su antihéroe a través de la desastrosa Guerra Afgana de Inglaterra de 1839 a 1842 de la cual sólo un inglés volvió vivo. Aparte del placer de una noche de lectura, eso hubiera suministrado a cualquier gerente neoconservador de la seguridad nacional todo lo que necesitaba saber cuando fue cosa de entrar y salir rápido de Afganistán.
O subsiguientemente, podrían haber pasado algo de tiempo con el embajador ruso en Kabul, un veterano del KGB de la catástrofe afgana de la Unión Soviética. Se quejó a John Burns del New York Times el año pasado de que ni los estadounidenses ni representantes de la OTAN estuvieron dispuestos a escucharle, a pesar de que EE.UU. ha repetido «todos nuestros errores,» que enumeró cuidadosamente. «Ahora,» agregó, «están cometiendo sus propios errores, por los que no poseemos el derecho de autor.»
Es verdad que el equipo de Obama en la Casa Blanca, el Consejo Nacional de Seguridad, el Departamento de Estado, el Pentágono, y en los militares de EE.UU., incluso vestigios como el Secretario de Defensa Robert Gates y el Comandante de Centcom David Petraeus, no son los que nos metieron en esto. Sí, son más realistas respecto al mundo. Sí, creen – y lo dicen – que nos encontramos, en el mejor de los casos, en un punto muerto en Afganistán y Pakistán, que va a ser un trabajo verdaderamente duro, que tomará años y años, y que el resultado final no será la victoria. Sí, quieren un poco de «nuevo pensamiento,» algunas negociaciones reales con facciones de los talibanes, una especie de gran convenio regional, y sobre todo, quieren «reducir las expectativas.»
Como Gates resumiera hace poco las cosas en un testimonio ante el Congreso:
«Va a ser una larga caminata agotadora, y francamente, mi punto de vista es que tenemos que tener mucho cuidado respecto a la naturaleza de los objetivos que nos fijamos en Afganistán… Si nos fijamos el objetivo de crear alguna especie de Walhalla asiática por allá, perderemos, porque nadie en el mundo posee esa clase de tiempo, paciencia y dinero.»
Bueno, en la mitología nórdica, el Walhalla era el paraíso de los guerreros muertos y el Secretario de Defensa podrá haber querido decir un «Edén asiático» pero no seamos tan duros con él: por lo menos reconoció que había límites financieros para el papel de EE.UU. en el mundo. Es una nota nueva en el Washington oficial, donde la política militar y diplomática ha existido, hasta ahora, en espléndido aislamiento de la catástrofe económica que arrasa al país y al planeta.
Del mismo modo, el Washington oficial está cada vez más dispuesto a hablar de un «mundo multipolar,» en lugar del planeta unipolar de fantasía en el que residía la presidencia del primer período de Bush. Sus habitantes están incluso dispuestos a imaginar un momento relativamente distante en el que EE.UU. tenga una «dominación reducida,» como lo describe Global Trends 2025, informe futurista producido para el nuevo presidente por el Consejo Nacional de Inteligencia. O como sugiere respecto al mismo momento Thomas Fingar, el «máximo analista» de la comunidad de inteligencia de EE.UU.:
«EE.UU. seguirá siendo el poder preeminente, pero esa dominación estadounidense habrá disminuido mucho durante este período… La dominación abrumadora de la que ha disfrutado EE.UU. en el sistema internacional en las áreas militar, política, económica, y discutiblemente cultural, se está erosionando y se erosionará a un ritmo acelerado con la excepción parcial de las fuerzas armadas.»
A pesar de todo, hay un largo camino que recorrer desde quejarse de las finanzas, mientras se piden más dólares para el Pentágono, a imaginarse que ya podamos ser algo menos que el poder hegemónico dominante en este planeta o que no tenga sentido alguno la avidez por amansar los páramos de Afganistán a medio mundo de distancia. No tiene sentido para nosotros, ni para los afganos, ni para nadie (tal vez con la excepción de al-Qaeda).
A pesar de todas sus diferencias con los neoconservadores del primer período de Bush, veamos lo que el equipo de Obama sigue teniendo en común con ellos – y no es poco: Todavía piensan que EE.UU. ganó la Guerra Fría. Todavía no aceptan que no puedan controlar como gira este mundo, aunque sea de un modo más sutil que los bolcheviques; todavía no logran imaginar que EE.UU., como potencia imperial, podría posiblemente ir camino a la salida.
Silbando al pasar el cementerio
En 1979, el Consejero de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski, conspirando para atraer a los soviéticos a un cenagal en Afganistán, escribió al presidente Jimmy Carter: «Ahora tenemos la oportunidad de dar a la URSS su Guerra de Vietnam.»
De hecho, la yihad antisoviética en Afganistán respaldada por la CIA que duró hasta los años ochenta fue mucho peor para los soviéticos. Después de todo, aunque la Guerra de Vietnam haya sido una derrota para EE.UU., de ninguna manera lo llevó a la bancarrota.
En 1986, el dirigente soviético Mikhail Gorbachov describió vívidamente la Guerra Afgana como una «herida sangrante.» Tres años después, cuando hace tiempo que era obvio que las transfusiones no servían para nada, los soviéticos se retiraron. Resultó, sin embargo, que no pudieron contener la hemorragia, y por lo tanto, la Unión Soviética, con su economía esclerótica en colapso y con el «poder popular» creciendo en sus periferias, cayó al precipicio.
Hay que reconocerlo: el gobierno de Bush, en los últimos más de siete años ha infligido esencialmente a EE.UU. una versión del «Afganistán» de los soviéticos. Ahora el equipo de Obama trata de remediar ese desastre, pero todas las ideas nuevas que aparecen son, que sepamos, esencialmente tácticas. Es posible que el que los planes del nuevo equipo tengan más o menos «éxito» en Afganistán y en la frontera paquistaní, resulte ser a fin de cuentas algo irrelevante. El término victoria pírrica, queriendo decir un triunfo más costoso que una derrota, fue inventado precisamente para ocasiones como esta.
Después de todo, más de un billón de dólares más tarde, con nada que mostrar esencialmente excepto un historial ininterrumpido de destrucción, corrupción e incapacidad de construir algo de valor, EE.UU. sólo está reduciendo sus más de 140.000 soldados en Iraq a «solo» 40.000 o algo así, mientras envía aún más tropas a Afganistán para librar una guerra de contrainsurgencia, posiblemente durante años. Al mismo tiempo, EE.UU. sigue expandiendo sus fuerzas armadas y militarizando el globo, incluso mientras trata de rescatar una economía y un sistema bancario que están evidentemente al borde del colapso. Es una fórmula a toda prueba para más desastres – a menos que el nuevo gobierno tome la improbable decisión de reducir considerablemente la misión global de EE.UU.
Ahora mismo, Washington pasa silbando junto al cementerio. En Afganistán y Pakistán el problema ya no es si el que manda es EE.UU., sino si puede irse a tiempo. Si no, cuando llegue el momento para un rescate, no hay que esperar que otras potencias apremiadas hagan por Washington lo que este último ha estado dispuesto a hacer por los John Thain de este mundo. Los europeos ya están ansiosos por irse. Rusos, chinos, iraníes, indios… ¿quién exactamente irá a nuestro rescate?
Tal vez sería más prudente dejar de frecuentar cementerios. Después de todo, están hechos para entierros, no resurrecciones.
Tom Engelhardt dirige Tomdispatch.com del Nation Institute. Es cofundador del American Empire Project (http://www.
Copyright 2009 Tom Engelhardt
http://www.tomdispatch.com/