El vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, desempeñó un papel crucial en los interrogatorios a los presos de Guantánamo, Abú Graib y las cárceles secretas, según reveló anteayer el diario Washington Post. Personalmente o a través de su consejero general, David S. Addington, Cheney presionó para dejar de lado la Convención de Ginebra y autorizar los «robustos […]
El vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, desempeñó un papel crucial en los interrogatorios a los presos de Guantánamo, Abú Graib y las cárceles secretas, según reveló anteayer el diario Washington Post. Personalmente o a través de su consejero general, David S. Addington, Cheney presionó para dejar de lado la Convención de Ginebra y autorizar los «robustos interrogatorios» (en palabras propias) de los prisioneros a manos de la CIA y de los militares.
Hasta la fecha, casi toda la responsabilidad sobre los abusos había recaído sobre el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y del titular de Justicia, Alberto Gonzales. La investigación del Washington Post saca a la luz las maniobras en la oscuridad de Cheney desde la reunión decisiva del 11 de enero de 2002, cuando se debatió por primera vez hasta dónde llegar para extraer información valiosa a los prisioneros capturados en Afganistán.
Desde ese momento, de acuerdo con el rotativo norteamericano, la oficina del vicepresidente «asumió un papel central a la hora de romper los límites sobre la coerción a los prisioneros bajo la custodia de Estados Unidos».
La implicación directa de Cheney en los interrogatorios han vuelto a situarle en el disparadero, apenas cuatro días después del revuelo organizado por su negativa a facilitar siquiera el número de documentos «clasificados» por su oficina.
«Estamos ante un hombre que ha decidido, desde el primer día que ocupó el cargo, que las leyes no valen para él», denunció el congresista demócrata Henry Waxman en el New York Times. «La ironía es que sostiene incluso que su oficina no forma parte del poder ejecutivo».
El Partido Demócrata, capitaneado por Waxman en el papel de implacable fiscal, ha decidido atacar a Cheney por varios frentes. El congresista Rahm Emanuel anunció su intención de llevar al vicepresidente a los tribunales, «para que decidan si pertenece o no al poder ejecutivo», y ha amenazado con boicotear la financiación de su oficina.
El senador Carl Levin, al frente del Comité de Servicios Armados, ha decidido plantar batalla por el flanco más vulnerable, el de los «robustos interrogatorios». Levin quiere saber hasta dónde han llegado los abusos y determinar si se han producido torturas. Su interés se centra en la labor de dos psicólogos, James Mitchell y Bruce Jessen, contratados por la CIA y especializados en técnicas para ayudar a los soldados a resistir los malos tratos en el caso de ser capturados. Según revela el periodista Mark Benjamin en Salon.com, los dos psicólogos podrían haber sido los artífices de un programa secreto diseñado para poner a prueba la capacidad de resistencia de los prisioneros. Mitchell y Jessen están siendo investigados por el propio subconsejero general de Defensa, Daniel Dell’Orto, que ordenó el pasado 15 de mayo la incautación de todos los documentos en que sean mencionados.
«Nosotros no torturamos», declaró en otoño Dick Cheney. De acuerdo con el Washington Post, el vicepresidente ha allanado sin embargo «el camino invisible hacia la crueldad» en los últimos cinco años. Cheney sigue siendo la última y gran resistencia al cierre de Guantánamo y ha sido el artífice a la sombra de todos los intentos (el último de ellos, la Ley de las Comisiones Militares en otoño) para dar cobertura legal a los abusos de los prisioneros.
Convención de Ginebra
El consejero legal de Cheney, David S. Addington, fue el primero en cuestionar «las estrictas limitaciones a los interrogatorios de los prisioneros enemigos» impuestas por la Convención de Ginebra. Addington, en un informe fechado el 25 de enero de 2002, se muestra partidario de aumentar los esfuerzos «por obtener rápidamente información de los terroristas capturados».
En la primavera de ese año, tras la captura de uno de los máximos dirigentes de Al Qaeda, Abú Zubaida, el representante del Departamento de Justicia John C. Yoo fue llamado a capilla a la Casa Blanca para responder a la fatídica pregunta: «¿Cuáles son los límites?». En agosto, y con las aportaciones impagables del consejo general de Cheney, un informe interno recordaba que las leyes norteamericanas prohíben sólo «las formas más crueles, inhumanas o degradantes de tratamiento». El mismo informe define la tortura como «el equivalente en intensidad al dolor causado por el fallo de un órgano o incluso la muerte», y deja por tanto la puerta abierta a los «robustos interrogatorios» a lo Abú Graib, donde se desnuda o se humilla sistemáticamente a los prisioneros, se les amenaza con perros, se les encapucha y se les practica ejecuciones fingidas, se les sumerge durante minutos en una bañera, se les somete a cambios bruscos de temperatura o se les impide dormir durante días.