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El 11-S en un mundo creado por el cine

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Germán Leyens

Sabíamos que iba a ocurrir. No, como lo imaginan los teóricos de la conspiración, sólo unos pocos funcionarios superiores de entre nosotros, sino todos nosotros – y no durante semanas o meses, sino durante más de medio siglo antes del 11 de septiembre de 2001.

Por eso fue, en cierto modo, tan familiar, a pesar de todo el sobresalto. Los usamericanos ya imaginaron versiones del 11 de septiembre poco después de que lanzaran la primera bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Ese evento hizo hervir la imaginación usamericana. Dentro de semanas de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, como ha mostrado el erudito Paul Boyer, ya habían aparecido todos los signos familiares del miedo nuclear – los periódicos dibujaron círculos concéntricos de destrucción atómica a partir de un Ground Zero de fantasía en las ciudades usamericanas, y las revistas ofrecieron visiones de nuestro país como un páramo vaporizado, e imaginaron a millones de usamericanos muertos.

Y luego, de repente, en una clara mañana pareció llegar – por aire, con imágenes de destrucción de los monumentos más poderosos de nuestro poder y todo, y (tal como lo habíamos vivido antes) como espectáculo en la pantalla. En un cierto momento de ese día, pudo ser visto en más de treinta canales, incluyendo algunos que nunca antes habían tenido nada que ver con noticias urgentes, y casi todos estuvieron pendientes de las pantallas.

Sólo un numero relativamente pequeño de neoyorquinos presenció realmente el 11-S: los que estaban en la punta de Manhattan o suficientemente cerca para ver como los dos aviones se estrellaban contra las torres del World Trade Center, para observar (como lo hicieron algunos escolares) a personas saltando o cayendo de los pisos superiores de esos edificios, para ser envueltos en la vasta nube de humo y cenizas, en las decenas de miles de ordenadores y copiadoras pulverizadas, el asbestos, la carne, y los planos, los restos desgarrados de millones de hojas de papel, de la vida financiera y oficinesca tal como la conocemos. Para la mayoría de los usamericanos, incluso para aquellos que, como yo, vivíamos en Manhattan, el 11-S ocurrió en las pantallas de televisión. Por eso lo que primero vino a la mente de la gente y repletó instantáneamente nuestros periódicos y las noticias en la televisión – fue la vida previa en la pantalla: las películas.

Inmediatamente después de los ataques, las noticias estuvieron salpicadas de comentarios sobre, de pensamientos sobre, y de referencias a, películas. Periodistas, como escribió Caryn James en el New York Times ese primer día, «compararon los acontecimientos con películas de acción de Hollywood»; así como lo hicieron escritores de artículos de opinión («las escenas excedieron lo peor de las cintas de desastres de Hollywood»); columnistas ( («En la televisión, dos hitos nacionales… parece como el día después en la cinta ‘Independence Day'»); y testigos presenciales («Fue como una de esas películas de Godzilla»; «Y luego vi una explosión que parecía salir directamente de ‘The Towering Inferno’ [El coloso en llamas]»). Mientras tanto, en una ironía del momento, Hollywood se apresuró a extirpar de las próximas pantallas grandes y pequeñas todo lo que pudiera evocar pensamientos del 11-S, incluyendo en el caso de Fox, la promoción del primero de 24 episodios, en el que «un terrorista hace estallar un avión.» (¡Y pretenden que comprendieron lo que ocurrió!)

Nuestros instintos siempre nos dijeron lo que iba a ocurrir. Como un vástago errante, Little Boy y Fat Man, los dos paquetes atómicos con los que les retribuimos por lo que hicieron en Pearl Harbor, tenían que volver a casa algún día. Con razón, la referencia histórica omnipresente en los medios después de los ataques fue Pearl Harbor o, como dijeron los delirantes titulares: «INFAMIA, o UN NUEVO DIA DE INFAMIA. Acabábamos de vivir «el Pearl Harbor del Siglo XXI» o, como dijo R. James Woolsey, ex director de la CIA (y neoconservador), en el Washington Post ese primer día: «Ahora quedó claro, como el 7 de diciembre de 1941, que USA está en guerra… La pregunta es: ¿con quién?»

El día después

Con razón se pensó primero en un evento nuclear. Con razón, según un artículo de New York Times, Tom Brokaw, que entonces dirigía la cobertura noticiosa ininterrumpida de NBC, «puede haberlo captado mejor cuando vio un vídeo de gente en una calle, todo y todos tan cubiertos con ceniza… [y dijo] que se veía ‘como un invierno nuclear en el bajo Manhattan.'» Con razón el Tennessean y el Topeka Capital-Journal utilizaron ambos el titular «El día después,» tomado de una famosa película de televisión de 1983 sobre un Armagedón nuclear.

Con razón apodaron rápidamente el área en la que cayeron las dos torres «Ground Zero,» un término reservado anteriormente para el sitio en el que había ocurrido una explosión atómica. El 12 de septiembre, por ejemplo, Los Angeles Times publicó una página entera de ilustraciones de los ataques contra las torres bajo el título: «Ground Zero.» A fines de la semana, se había convertido en el único nombre para «el lugar del colapso,» como en un titular del New York Times del 18 de septiembre: «Muchos vienen a atestiguar en Ground Zero.»

Con razón los eventos parecieron tan extrañamente familiares. Habíamos estado viviendo con el posible retorno de nuestro armamento más poderoso a través de la televisión y el cine, las novelas y nuestra propia fantasía, en el pasado, el futuro, e incluso en algo como el casi-presente – gracias a una aparición de John F. Kennedy en la televisión el 22 de octubre de 1962, durante la crisis de los misiles en Cuba en la que nos dijo que nuestro mundo podría terminar mañana.

Tantas corrientes de la cultura popular se habían fundido en esto. Nos habían presentado tantos «pre-estrenos». Por todas partes en esos decenios, podías verte, o a tus compatriotas, o al enemigo, «Hiroshimatizados» (como lo llamó Variety en 1947). Incluso cuando Arnold Schwarzenegger no estaba besando a Jamie Lee Curtis en «True Lies [Mentiras verdaderas]» mientras ocurría una explosión atómica en algún sitio en los Cayos de Florida o un campo de juego repleto de chicos usamericanos no era atacado atómicamente en «Terminator 2: Judgment Day», incluso si no fue literalmente nuclear, ese sentido apocalíptico de destrucción persistió mientras el tren, el autobús, el dirigible, armado con explosivos, se dirigía hacia nosotros en nuestra inocencia ignorante; mientras el infierno elevado, el aeropuerto, la ciudad, la Casa Blanca volaban por los aires, mientras nos ofrecían paisajes de una Pompeya de destrucción futurista en lo que después del 11-S sería conocido como «la patria».

Algunas veces llegaba del espacio sideral armado con extraños rayos destructores de ciudades; otras veces monstruos irradiados surgían de lo profundo para pisotear nuestras ciudades (en la nueva versión de «Godzilla», nada menos que Nueva York). Después de que Darth Vader de «La guerra de las galaxias» utilizó su «Estrella de la muerte» para pulverizar todo un planeta en 1977, planetas eran destruidos con armas nucleares en los dibujos animados de la televisión del sábado por la mañana. En nuestras imaginaciones, después de 1945, siempre estuvimos en un Ground Zero planetario.

Buena racha de ficción distopiana

En el resto del mundo también nuestros programas especiales, nuestras catástrofes, nuestros pre-estrenos fueron vistos por otros: de Hamburgo a Arabia Saudí a Afganistán, y así, como escribiera el historiador de Hollywood, Neal Gabler en el New York Times sólo días después del 11-S. estuvieron preparados para proporcionarnos aquello con lo que tanto habíamos soñado con la oportunidad adecuada – asegurando, por ejemplo, que el segundo avión llegara «a un intervalo decente» después del primero para que las cámaras estuvieran dispuestas y en su sitio – presentando así un lenguaje visual que hasta pudiera ser comprendido por los espectadores usamericanos.

Pero la trampa es que: Lo que ocurrió, cuando ocurrió, el 11 de septiembre de 2001, no fue lo que pensábamos. No hubo Ground Zero, porque no hubo nada ni remotamente atómico en los ataques. No fue en nada el Apocalipsis. Con la excepción de su éxito, se diferenciaba apenas del ataque contra el World Trade Center de 1993, el que casi derribó una torre con una camioneta Ryder alquilada y una bomba hecha en casa.

¡Vale!, el camión de 1993 había criado alas y había ganado todo el poder de esos depósitos de combustible jet transcontinentales casi repletos, pero de otra manera lo que «cambió todo», como se diría poco después, fue algo como una buena racha de ficción distopiana para Al Qaeda: Diecinueve hombre con mucha convicción y habilidades medianas, armados con armas de excesiva baja tecnología y dos aviones secuestrados, lograron crear una escena apocalíptica que, en otro contexto, habría enorgullecido a los maestros de efectos especiales de Industrial Light & Magic de Lucas – y la reacción del gobierno de Bush – todo lo demás vino después.

La pequeñísima banda de fanáticos que planificó el 11-S tuvo esencialmente mucha suerte. Si hemos de creer el testimonio, obtenido bajo las técnicas de interrogación de la CIA, del planificador maestro de Al Qaeda, Khalid Shaikh Mohammed, lo que ocurrió lo sorprendió hasta a él. («Según el resumen [de la CIA] dijo que ‘no tenía la menor idea de que el daño del primer ataque sería tan catastrófico como lo fue.'») Esas dos imponentes torres se derrumbaron en esa vasta, turbulenta nube parecida a un hongo de humo blanco ante las cámaras como la suprema película de acción de Hollywood (sus imágenes multiplicadas en su poder traumatizante por miles de repeticiones durante una duración récord de más de noventa horas continuas de cobertura televisiva). Y esa imaginería se ajustaba perfectamente a las expectativas secretas de los usamericanos – exactamente como correspondía a las necesidades tanto de Al Qaeda como del gobierno Bush.

Es indudablemente el motivo por el cual otras partes de la historia de ese momento desaparecieron de la vista. En el quinto aniversario del 11-S, no habrá, por ejemplo documentales conmemorativos enfocados en el vuelo 77 de American, que cayó sobre el Pentágono. Ese ataque destructivo, pero sin presentación apocalíptica, no satisfizo esas mismas expectativas prefabricadas. Aunque el término «»ground zero Washington» flotó inicialmente en el éter de los medios, nunca llegó a imponerse.

Del mismo modo, han sido olvidados los insolutos asesinatos-por-correo con ántrax ocurridos casi al mismo tiempo, que causaron un estremecimiento colectivo de horror, (Según una búsqueda LexisNexis, 260 historias aparecieron entre el 4 de octubre y el 4 de diciembre de 2001, en el New York Times y 246 en el Washington Post con «ántrax» en el titular. Es el equivalente noticioso de un grito agudo de horror.) Esos sobres, que rebalsaban de polvo altamente refinado de ántrax y contenían cartas fechadas «11/9/01» con líneas como «Muerte a USA, Muerte a Israel, Alláh es Grande,» representaron el único uso de un arma de destrucción masiva en este período; sin embargo fueron lentamente erradicados de nuestra memoria colectiva (y mediática) una vez que quedó más claro que los perpetradores eran probablemente asesinos hechos en casa, posiblemente de los propios laboratorios de armas de la guerra fría de USA que produjeron tantas armas de destrucción masiva para comenzar. Es una garantía de que los medios no estarán repletos de artículos conmemorativos de las víctimas del ántrax en octubre próximo.

La guerra de 36 horas

Perdonen, por lo tanto, que use un instante para otro tema lúgubre. Siempre me ha gustado la ‘historia de ¿qué habría pasado si?’ y, cuando era más joven, la ciencia ficción. Recientemente decidí hacer retroceder mi máquina del tiempo al 11 de septiembre de 2001; o, para ser más exacto, tomar el metro IRT en varias tardes sobrecalentadas de julio a una de las glorias culturales de mi ciudad, la Biblioteca Pública de Nueva York, un edificio que – en el reino en el que se funden la ciencia ficción y la ‘historia de ¿qué habría pasado si?’ – sufrió su propio «daño» monstruoso, su propio 11-S, sólo meses después del bombardeo atómico de Hiroshima.

En noviembre de 1945, la revista Life publicó «La guerra de 36 horas:» una ‘historia de ¿qué habría pasado si?’ sobrecalentada en la que un enemigo anónimo en «África ecuatorial» lanza un ataque con misiles atómicos por sorpresa contra USA, con el resultado de 10 millones de muertos. Una ilustración dramática que acompañaba al artículo mostró a los dos leones cacarañados de piedra todavía en pie, protegiendo una escena de ground zero de destrucción casi total, mientras técnicos altamente protegidos estudiaban «los escombros de la ciudad destruida buscando radioactividad.»

Pasé ante esos leones majestuosos, todavía en pie (igual que la biblioteca) en 2006. Entré a la sala de microfichas y comencé a leer ediciones del New York Times así como de otros periódicos a partir del 12 de septiembre de 2001. Me vi sumergido una vez más en un Apocalipsis infernal. Palabras y frases vívidas del Times desde ese primer día: «puertas del invierno,» «lo impensable,» «mundo de pesadillas de Hieronymus Bosch,» «tormenta infernal de cenizas, vidrio, humo, y víctimas saltando,» «infierno clamoroso,» «una caparazón de cenizas de lo que había sido, casi una Pompeya.» Pero una de las palabras más comunes durante esos días en el Times y en otros sitios fue «vulnerable» (o como lo dijo un artículo del Times, «ningún sitio era seguro»). La primera plana del

Chicago Tribune reflejó ese ambiente en un titular: «Sentimiento de invencibilidad repentinamente destruido,» y una sentencia principal: «El martes. USA la invencible se convirtió en USA la vulnerable.» Habíamos enfrentado a «los kamikazes del Siglo XXI» – una frase a la Pearl Harbor que atraería atención – y habíamos perdido.

Se me ocurrió, mientras hacía correr esas microfichas granulientas; mientras pasaba la foto de un hombre, en el aire, cayendo con la cabeza primero desde una torre del World Trade Center; mientras leía la siguiente observación de un superviviente de Pearl Harbor entrevistado por el Tribune: «Las cosas nunca volverán a ser lo mismo en este país», mientras hacía correr sección tras sección, día por día, hasta nuestro presente inconfundiblemente cambiado; mientras leía todas esas palabras que borbotaban como una tormenta lingüística alrededor de las fotos de esas execrables nubes blancas; mientras consideraba todos los artículos de opinión y las columnas repletas de todas esas opiniones instantáneas que fluyeron a las páginas de nuestros periódicos antes de que haya habido siquiera el tiempo necesario para pensar; mientras veía, enterrada en sus páginas, una pila de palabras y frases – «ataque anticipado,» «un nuevo Departamento de Prevención [en el Pentágono]», «defensas de la patria,» «agencia de seguridad de la patria» – que ya se asomaban en nuestro mundo, preparándose para que la gente las digiriera.

Entre todas ellas, la palabra que apareció más rápido, agarrada a ese «nuevo Día de la Infamia,» y con el efecto más letal, era «guerra.» El senador John McCain, entre muchos otros, calificó de inmediato los ataques de «un acto de guerra,» igual que el senador republicano Richard Shelby que insistió en que «esto es guerra total,» igual que el columnista del Washington Post, Charles Krauthammer, que inició su primer editorial ese primer día: «Esto no es un crimen. Es guerra.» Y rápidamente se encontraron junto a un torbellino de potenciales belicistas: demócratas así como republicanos, liberales así como conservadores, incluso si todavía desconocían el enemigo.

En la noche del 11 de septiembre, el propio presidente, dirigiéndose a la nación, ya habló de ganar «la guerra contra el terrorismo.» El segundo día, utilizo la frase «actos de guerra», el tercer día: «la primera guerra del Siglo XXI» (mientras el Times informaba de un «toque de tambor para la guerra» en la televisión); al llegar el fin de semana, «la larga guerra»; y a la semana siguiente, en un discurso ante una sesión conjunta del Congreso, mientras anunciaba la creación de una Oficina de Seguridad de la Patria a nivel de gabinete, esgrimió doce veces «la guerra». («Nuestra guerra contra el terror comienza con Al Qaeda, pero no termina ahí.»)

¿Qué habría pasado si?

Y vino mi pensamiento de ¿qué habría pasado si? ¿Qué habría pasado si los dos aviones secuestrados, el vuelo de American 11 y de United 275, hubieran caído sobre esas torres norte y sur a las 8:46 y a las 9:03, matando a todos a bordo, causando amplios daños y cantidades importantes de muertos, pero si ninguna torre hubiera caído? ¿Qué habría pasado si, no se hubieran producido, como lo llamó un columnista del Tribune, «escenas de Apocalipsis» fotogénicas? ¿Qué habría pasado si, a pesar de dos enormes agujeros y del humo y las llamas que salían de las torres, la imaginería hubiese sido más parecida a la de 1993? ¿Qué habría pasado si no hubiera habido una gigantesca nube de destrucción capaz de recordar la visión del «día después,» ninguna imagen de torres cayendo, dignas de «Independence Day»?

Con seguridad habríamos visto titulares resplandecientes, pero ¿habrían tenido en común las palabras «guerra» o «infamia», como si nos hubiese atacado otro Estado? ¿Habría pasado la última superpotencia de ser «invencible» a ser «vulnerable» en la fracción de un segundo? ¿Habrían escrito nuestros periódicos instantáneamente editoriales sobre «antes» y «después», o insistido en que este momento era el «test» supremo de la presidencia de George W. Bush, lánguida hasta entonces? ¿Habríamos considerado instantáneamente lo que el director de la CIA, George Tenet, pronto calificaría de «cadenas» impuestas a nuestras agencias de inteligencia y militares? ¿Habríamos estado reconsiderando, como sugirió el senador demócrata de Florida, Bob Graham, ese primer día, que se rescindiera la prohibición del Congreso de asesinar a funcionarios y jefes de Estado extranjeros? ¿Habría tratado un periodista del Washington Post, horas después, de identificar el tipo de «guerra» en la que nos encontrábamos? (La etiquetó provisionalmente «la Guerra Gris.») ¿Nos habría sumergido el columnista del New York Times, Tom Friedman, al tercer día, en la «III Guerra Mundial»? ¿Habría el Times colocado el 14 de septiembre, con titulares y citas en primera plana, al Subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, insistiendo en que «no es cosa simplemente de capturar a personas y responsabilizarlas, sino de eliminar los santuarios, eliminar los sistemas de apoyo, terminar con Estados que patrocinan el terrorismo?» (Los editorialistas del Times ciertamente notaron la ominosa «s» en «Estados» y escribieron el día después: «pero confiamos en que [Wolfowitz] no está pensando en invadir Iraq, Irán, Siria y Sudán, así como Afganistán.»)

¿Habrían combinado con semejante rapidez los medios la «guerra» entre Estados y los «actos de terror» como una «guerra contra el terror» y habría llegado esa frase, en un poco más de una semana, a un importante discurso presidencial? ¿Podría Los Angeles Daily News haber producido la siguiente serie de cuatro días de delirantes titulares, que incluso fue más lejos que el presidente en su impacto: ¡Terror/Horror!/ «Es guerra»/Guerra contra el terror?

¿Si todo no hubiera parecido tan familiar, no nos habríamos dado cuenta de lo que fue realmente nuevo en los ataques del 11 de septiembre? ¿No se habría intrigado más gente cuando, según Ron Suskind en su nuevo libro «The One Percent Doctrine,» un periodista preguntó al secretario de prensa de la Casa Blanca, Ari Fleischer: «¿Seguramente uno no declara una guerra contra un individuo? ¿No habría respingado el Congreso al aprobar, tres días después, una resolución de duración casi totalmente indefinida dando al presidente el derecho de utilizar la fuerza no contra una nación (Afganistán) sino contra «naciones,» en plural y no identificadas?

¿Y cómo habrían funcionado los planes nucleares del gobierno Bush, inspirados por el miedo, si esos edificios no se hubieran derrumbado? ¿Habrían tenido el mismo impacto el supuesto programa nuclear y los arsenales de armas de destrucción de Sadam? ¿Habrían penetrado tan profundamente los interminables vínculos del dictador iraquí, Al Qaeda y el 11-S hasta conducir a que, en 2006, la mitad de todos los usamericanos, según un sondeo de Harris Poll, sigue creyendo que Sadam tenía armas de destrucción masiva cuando comenzó la invasión de USA, y un 85% de los soldados usamericanos estacionados en Iraq, según un sondeo Zogby, creía que la misión de USA era sobre todo «tomar represalias por el papel de Sadam en los ataques del 11-S?

Sin esa imaginería apocalíptica del 11-S, ¿habrían dominando tanto la conciencia usamericana esas nubes iraquíes de fantasía en forma de hongo imaginadas por funcionarios gubernamentales, que se elevaban sobre ciudades usamericanas o esos vehículos aéreos teledirigidos iraquíes capaces de rociar nuestra Costa Este con armas químicas o biológicas, o la supuesta busca de yellowcake africano de Sadam (o incluso , hoy en día, la «bomba» iraní que no existirá, tal vez, durante otro decenio, si jamás llega a existir)?

¿Estarían ya Osama ben Laden y Ayman al-Zawahiri en celdas en la cárcel o ante un tribunal? ¿Habrían sucedido tantas cosas de otra manera?

La oportunidad de su vida

¿Y si los ataques del 11 de septiembre de 2001, no hubieran sido vistos como un nuevo Pearl Harbor? Sólo tres meses antes, después de todo, estrenaron «Pearl Harbor» de Disney (la versión «esterilizada,» como la llamó el columnista del Times, Frank Rich), un filme gigante hecho con amplia ayuda del Pentágono, que desilusionó en los multicines. Como un acontecimiento, pareció irrelevante para el público usamericano hasta el 11-S, cuando la antigua historia – y la antigua retribución que la acompañó – borraron del cerebro usamericano la historia real de las últimas décadas, incluyendo nuestra masiva guerra antisoviética encubierta en Afganistán, de la que emergió Osama ben Laden.

Es la mayor ironía: Desde esos días triunfales de 1945, los usamericanos siempre habían sospechado en secreto que no eran «invencibles» sino excesivamente vulnerables, algo que sólo fue reforzado por la cultura pop y los temores más profundos de la era de la guerra fría. La confirmación de ese hecho llegó con tanta urgencia el 11 de septiembre sobre todo porque ya era una verdad instintiva. Los cazadores de ambulancias del gobierno Bush, que vieron una tal oportunidad en los ataques, fueron tal vez los últimos usamericanos que no habían absorbido esa realidad. A medida que se realizaba el guión del Nuevo Día de la Infamia, la escala horrible pero real del daño infligido en Nueva York y Washington (y a la economía de USA) se perdió esencialmente en la distancia. El ataque había sido relativamente pequeño, limitado en sus medios y masivo sólo por su atrevimiento y suerte – favorecido porque el gobierno no esperaba algo como ese ataque, a pesar del informe dado por la CIA a Bush durante un despreocupado día de agosto en Crawford («Ben Laden decidido a atacar en USA») y tantas otras pistas.

Recién la semana antes del 11-S la administración Bush había estado de capa caída, con un presidente «distanciado,» titubeante, criticado por miembros preocupados de su propio partido por tomar vacaciones demasiado largas en su rancho en Texas, mientras la nación iba a la deriva. Además, había sólo un grupo antes del 11 de septiembre con un guión de «un nuevo Pearl Harbor» en sus mentes. Importantes personajes del gobierno, incluyendo al vicepresidente Dick Cheney, al Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld y al Subsecretario de Defensa Wolfowitz, habían querido aumentar durante años el poder del presidente y del Pentágono, disminuir el poder del Congreso (sobre todo cualesquiera restricciones parlamentarias de la presidencia resultantes de la era de Vietnam/Watergate) y completar el derrocamiento de Sadam Husein («cambio de régimen»), abortado por el primer gobierno Bush en 1991.

También sabemos que algunos de esos planes fueron considerados en los años noventa y que los que los tenían y los impulsaban, en particular en el Proyecto por un Nuevo Siglo Usamericano, en realidad escribieron en una propuesta intitulada «Reconstruyendo las Defensas de USA» que «el proceso de transformación [del Pentágono], incluso si conlleva un cambio revolucionario, será probablemente prolongado, a falta de algún evento catastrófico y catalizador – como un nuevo Pearl Harbor.»

También sabemos que horas después de los ataques del 11-S, gran parte de la misma gente ya trabajaba en la guerra de sus sueños. Cinco horas después del ataque contra el Pentágono, Rumsfeld instó a sus asesores para que presentaran planes para atacar Iraq. (Notas de un asistente transcriben como sigue sus deseos: «Rápido, la mejor información. Juzguen si basta con atacar a S.H. [Sadam Husein] simultáneamente. No sólo UBL [Osama ben Laden]… Sean sólidos. Métanlo todo. Las cosas relacionadas y las que no lo están.»)

Sabemos que al llegar el día 12, el propio presidente había agarrado a su máximo consejero sobre contraterrorismo en el Consejo Nacional de Seguridad, Richard Clarke, y a parte de su personal en una sala de conferencias cercana al «Situation Room» de la Casa Blanca y exigió conexiones. («‘Miren bajo cada roca y muestren la diligencia debida.’ Fue un mensaje muy intimidante que decía: ‘Iraq. Denme un memorando sobre Iraq y el 11-S.'») Sabemos que al llegar noviembre, los máximos funcionarios del gobierno ya estaban involucrados profundamente en la planificación operacional de una invasión de Iraq.

Y no estaban solos. Dentro del nexo Pearl Harbor/ataque nuclear que emergió casi instantáneamente de las ruinas del World Trade Center, otros trabajaban febrilmente. Sólo ocho días después de los ataques, por ejemplo, la compleja Ley Patriota de 342 páginas fue enviada apresuradamente al Congreso por el Ministro de Justicia John Ashcroft, aprobada por un Senado atemorizado a altas horas de la noche del 11 de octubre, sin haber sido leída por lo menos por algunos de nuestros representantes, y firmada como ley el 26 de octubre. Como indicó su aparición instantánea, estaba compuesta de una serie de caballos de batalla derechistas ya existentes, provisiones y ampliaciones de los poderes de mantenimiento del orden rápidamente redactadas, tomadas de una «lista de deseos» del FBI (anteriormente rechazada por el Congreso). Todo esto fue compaginado apresuradamente por gente que, como los hombres del presidente respecto a Iraq, vieron su principal oportunidad cuando se derrumbaron esos edificios. Como tal, representa mucho de los que ocurrió «como reacción» al 11-S.

¿Pero qué habría pasado si no hubiéramos estado esperando tanto tiempo una guerra propia de treinta y seis horas en la nación más victoriosa del planeta, su única «híperpotencia», su nueva Roma? ¿Qué habría pasado si esos marcos pre-existentes no hubiesen sido tan bien preparados para que emergieran sin retraso? ¿Qué habría pasado si nosotros (y también nuestros enemigos) no hubiéramos ido al cine todos esos años?

Planeta hecho en las películas

Entre otras cosas, nos hemos quedado con un monumento conmemorativo espurio de «mil millones de dólares» para los ataques del 11-S (recalibrado recientemente a 500 millones de dólares) planificado para Ground Zero en Nueva York, que comporta toda clase de excesos de costes asociados en otros casos con la ocupación de Iraq. En sus ambiciones, lo que conmemorará en realidad es el ímpetu exagerado, de cruzada, del gobierno Bush que siguió a los ataques. Es demasiado tarde ahora – y nadie me ha consultado en todo caso – pero sé lo que habría sido mi monumento conmemorativo.

Unos pocos días después del 11-, mi hija y yo hicimos un viaje al centro, lo más cerca posible de «Ground Zero». Mientras el aire seguía escoriando nuestras gargantas, caminamos de manzana en manzana, mirando por las calles para echar vistazos a la inmensidad misma de la destrucción. Y, por cierto, de un modo que ninguna pequeña pantalla puede comunicar, tenía un aire apocalíptico, especialmente esos inmensos fragmentos de edificios caídos que se elevaban como – recuerden, soy un usamericano típico formado por el cine y esa semana tenía filmes en mi cerebro – la imagen de la Estatua de la Libertad destruida que termina de manera horripilante la primera cinta de «Planeta de los Monos», ese monumento cinematográfico a la locura nuclear de la humanidad. Si lo hubieran dejado como estaba, habría sido un monumento aleccionador para todos los tiempos, no sólo respecto a la matanza que fue el 11-S sino para lo que habíamos esperado durante tanto tiempo – y que, lamentablemente, seguimos esperando; lo que en el mundo que ha producido George Bush, se ha hecho cada vez más, en vez de menos, probable. E imaginen lo que sería entonces nuestra reacción.

¿Más seguros? No sean ridículos.

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Tom Engelhardt, que dirige Tomdispatch.com del Nation Institute («un antídoto permanente para los medios dominantes»), donde apareció primero este artículo, es cofundador del Proyecto del Imperio Usamericano y autor de «The End of Victory Culture, a history of American triumphalism in the Cold War», «The Last Days of Publishing», una novela, y en otoño: «Mission Unaccomplished» (Nation Books), la primera colección de entrevistas de Tomdispatch. Este artículo aparecerá en la edición del 25 de septiembre de Nation (en los quioscos esta semana).

http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=40&ItemID=10904

Germán Leyens es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente, a condición de mencionar al autor, al traductor y la fuente.