Padura sabe situarse en el límite. Su posicionamiento ha recibido un reconocimiento exterior -y el Premio Princesa de Asturias es la más reciente prueba- al convertir en literatura lo que el poder capitalista quiere escuchar sobre Cuba; a saber: que el socialismo es incapaz de resolver los problemas cotidianos de los cubanos, que genera pobreza, […]
Padura sabe situarse en el límite. Su posicionamiento ha recibido un reconocimiento exterior -y el Premio Princesa de Asturias es la más reciente prueba- al convertir en literatura lo que el poder capitalista quiere escuchar sobre Cuba; a saber: que el socialismo es incapaz de resolver los problemas cotidianos de los cubanos, que genera pobreza, y que además, como si de un sistema totalitario se tratara, censura y persigue a los intelectuales. Construir este relato de Cuba -que no es original, sino que reproduce y legitima el relato dominante- ha beneficiado al autor de El hombre que amaba a los perros, pues le ha permitido proyectar internacionalmente su imagen como escritor «contestatario». Padura hubiera deseado que le censuraran para hacerse famoso, como canta Buena Fe. Sin embargo, no solo no le censuraron, sino que además las instituciones cubanas supieron reconocerle su talento literario. Así que, desde el exterior, desde el Imperio, tuvieron que hacerle famoso y empezar a premiarle antes de que le censuraran, porque, a pesar de sus rezos, su literatura nunca fue prohibida en Cuba.
«Sube el telón y hay un artista rezando / que lo censuren para hacerse famoso»: canta el grupo de pop cubano Buena Fe en «Catalejo», una de sus canciones más celebradas. Cuando escucho estos versos no puedo evitar pensar inmediatamente en Leonardo Padura. El escritor cubano, flamante Premio Princesa de Asturias, ha sabido situarse en una calculada ambigüedad que a la vez que le permite ser reconocido en el interior de la isla -es Premio Nacional de Literatura y uno de los escritores más leídos en Cuba- puede con facilidad mostrarse, de cara al exterior, como un escritor de oposición al «régimen» y próximo a la disidencia, al contener su literatura una alta dosis de crítica ante la realidad cubana, que en buena medida coincide con el discurso que el Imperio ha construido sobre lo que ocurre en Cuba.
Aunque el relato dominante nos habla de Cuba como un régimen dictatorial donde la libertad de expresión brilla por su ausencia, lo cierto es que la existencia de novelistas como Padura demuestra todo lo contrario. Que un escritor como Padura, como tantos otros, sea reconocido y leído en Cuba, incluso laureado, significa que en Cuba es posible la crítica, la oposición, la libre expresión de pensamientos, la libre circulación de distintas sensibilidades.
Porque, ¿de qué cosas hablan los textos de Padura? Tomemos como ejemplo su obra más conocida en España, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009). La novela se divide entre distintos escenarios, cada uno de ellos protagonizado por un personaje distinto. España, la URSS, México o Cuba; Ramón Mercader, León Trotski y un frustrado novelista cubano que no puede desarrollar, debido a supuestas presiones política, su carrera literaria en Cuba, son los espacios y los personajes que se entrelazan en El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura. Para narrar el asesinato de Trotski, Padura describe y analiza lo que podemos denominar «tres momentos totalitarios» de la Historia del siglo XX: la España republicana durante la Guerra Civil Española, las purgas de Stalin en la Unión Soviética (cuya expansión territorial llega hasta Coyacán, en México D.F., con el asesinato de Trotski por parte de Mercader), y las persecuciones a los intelectuales en la Cuba revolucionaria.
Para describir estos «tres momentos totalitarios», Padura desempolva mitos y discursos producidos por la literatura -o más bien, propaganda- anticomunista, los mismos discursos que ayer sirvieron para legitimar golpes de Estado como el que sufrió la República española el 18 de julio de 1936, y que hoy en día está poniendo en circulación el revisionismo histórico. Mitos de la cruzada de Franco -ya desterrados por el historiador británico Herbert R. Southworth- como que la República, dominada por el «terror rojo», carecía de autonomía política y no se podía entender sino como un satélite de la URSS, o la ecuación República/comunismo, asoman por las páginas de la novela de Padura como si de certezas basadas en una rigurosa investigación historiográfica se tratara. Pero no son más que mitos, edificados por los ideólogos de Franco, que se confunden con la realidad histórica. Las escenas soviéticas se describen a partir de unos tópicos ya manidos: el carácter frío de los rusos, su falta de sensibilidad, la disciplina por encima de cualquier tipo de razonamiento o capacidad de discernimiento o posicionamiento crítico, etc., forman parte ya de los elementos que definen la literatura anticomunista (y por ende carecen de originalidad). Las escenas cubanas las protagoniza un alter ego de Padura, un escritor que se siete frustrado por no encontrar su literatura espacios en Cuba, por no encaja con la línea oficial del «régimen». Las consecuencias por este desajuste literario no se hacen esperar: a este joven escritor, promesa de una literatura cubana que no pudo ser, se le destierra a lo que en la novela se denomina la «Siberia Tropical» -la ciudad de Baracoa, en la parte oriental de la isla-, donde nuestro protagonista es «forzado» a trabajar en una radio local. Tremenda represión la que sufre el personaje de Padura. Finalmente, este escritor, que algunos años después terminará conociendo a Mercader -y a sus perros- en la playa de Santa María de La Habana, conocerá la historia de Mercader, de Trotski, de España, de la URSS, de los «tres momentos totalitarios» y decidirá escribir una novela, acaso la que el lector tiene entre manos y que se titula El hombre que amaba a los perros. La escritura de esta novela -que en la ficción, al contrario de lo que ocurre en la Historia, nunca llega a publicarse- le propicia a nuestro protagonista un final nada halagüeño (prefiero no introducir spoilers y no definir con exactitud ese final, por si acaso algún lector decide inmiscuirse en su lectura).
Que una novela como El hombre que amaba a los perros circule libremente en Cuba no nos debería llamar la atención si no hubiéramos asumido el relato dominante que el poder ha escrito sobre Cuba. Quien a día de hoy siga pensando que Cuba es un territorio sin libertad de expresión, sin duda le sorprenderá que esta novela sea leída -y premiada- en la isla. El hombre que amaba a los perros demuestra una cosa: que en Cuba hay libertad de expresión. Finalmente, con Padura, les ha salido el tiro por la culata a los perros guardianes del Imperio: querían demostrar que en Cuba se persigue a los intelectuales y al final se concluye que la esfera pública discursiva cubana es rica y plural, tienen cabida los discursos críticos, y la libertad de expresión en ningún momento se pone en duda.
Pero Padura no es una excepción, un caso aislado de discurso crítico. A los ojos de un lector español, con acceso a la cultura en un contexto «democrático», que observa que la cultura española actual es totalmente acrítica, que apuesta por el consenso y rehúye el conflicto, no puede sino llamarle poderosamente la atención que en Cuba, ese lugar descrito como «régimen» y «dictadura» por la ideología dominante, se produzca una cultura que sí es verdaderamente democrática, que pone en primer plano las tensiones, conflictos y contradicciones que surgen de una realidad dinámica, en cambio constante, donde continuamente hay que ir repensando las bases sobre las que se construye la sociedad. Solamente con pararnos a observar la cartelera de la última hora del cine cubano, podemos comprobar cómo en Cuba en absoluto se desplazan las contradicciones radicales por otras más asumibles por el «régimen»; al contrario, las contradicciones se visibilizan, se subrayan, se tensan, se pone el dedo en la llaga, se abre la herida, se deja que emerjan los traumas colectivos. Pensemos en películas como Guantanamera (1995), una comedia sobre las dificultades burocráticas que entraña la realización de cualquier asunto cotidiano en Cuba, como puede ser, en el caso de la película, el traslado de un difunto de una provincia a otra de la isla; Viva Cuba (2005), un road film sobre la migración exterior, protagonizada por una niña que se cruza la isla, de occidente a oriente, acompañado de un amigo, para encontrar a su padre, que trabaja en el faro de Baracoa, e impedir que firme el documento en el que se autoriza a su madre a que se la lleve con ella a vivir «al Norte»; Boleto al paraíso (2010), acaso la más cruel de todas ellas, una película del más puro «realismo sucio» que cuenta la historia de unos jóvenes marginales, entre ellos una «guajira» violada por su padre, que deciden infectarse del virus del sida para poder vivir, más apaciblemente que en su vida real, en un sanatorio destinado a enfermos de sida, donde no les faltará ni alimentos ni cuidados; o Habanastation (2011), una película que habla de la contradicción que implica la existencia de desigualdades económicas en el socialismo, protagonizada por dos niños socialmente muy distintos, uno hijo de un famoso músico internacional, con acceso a divisas y con un alto poder adquisitivo, y un niño que vive sin su padre, encarcelado por homicidio, que vive en un barrio humilde de la periferia de La Habana. Economía, migración, burocracia, conflictos sociales… temas conflictivos, contradicciones radicales, que no se inviabilizan ni se desplazan en la cultura cubana, sino que se llevan a la gran pantalla, se ponen en negro sobre blanco, como debiera ocurrir en cualquier cultura que aspire a denominarse democrática.
Estos títulos son solo una muestra de discursos críticos -que disparan directamente al corazón del sistema, allí donde más duele, en las contradicciones que todavía no se han podido resolver- circulan libremente y son discutidos en la esfera pública cubana. Sería improbable que películas de este tipo de produjeran en un contexto dictatorial y totalitario, sin margen para la libertad de expresión, como el que describe la ideología del Imperio. Lo que ocurre es que Cuba, a diferencia de lo que cuentan los relatos dominantes, sucede aquello que dijera Ernesto Che Guevara en su ensayo «El socialismo y el hombre en Cuba»: «No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas».
En Cuba la libertad no es entre comillas. Y Padura, con su discurso pretendidamente «disidente» no hace más que reafirmarlo. Aunque no se lo proponga. Y si bien es verdad que, desde la concesión del Premio Princesa de Asturias, Padura desfila por los medios de comunicación del capitalismo -como ya lo había hecho antes- con un discurso muy crítico sobre el socialismo cubano, sobre la libertad de expresión y las posibilidades de escribir libremente en Cuba, lo cierto es que su misma literatura es su principal contraargumento. El hombre que amaba a los perros no solo demuestra que la crítica está permitida en Cuba, sino también aceptada, que forma parte del proceso de construcción del socialismo, de la democracia socialista cubana. Una vez más, al Imperio, con Cuba, el tiro les ha salido por la culata y ha terminado demostrando lo contrario de aquello que querían demostrar.