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Un arma de confusión masiva para hacer descarrilar el proceso de paz en Euskadi

El cuento del relato

Fuentes: Rebelión

Los artefactos retóricos con los que el poder trata de monopolizar el discurso político y disfrazar sus apetencias hegemónicas varían con el tiempo. Hace unos años la palabra vedette del discurso político español era «tolerancia». Tolerancia por aquí, tolerancia por allá, tolerancia hasta en la sopa. Había que ser tolerante, y quien no lo era […]

Los artefactos retóricos con los que el poder trata de monopolizar el discurso político y disfrazar sus apetencias hegemónicas varían con el tiempo. Hace unos años la palabra vedette del discurso político español era «tolerancia». Tolerancia por aquí, tolerancia por allá, tolerancia hasta en la sopa. Había que ser tolerante, y quien no lo era según el diktat de los que repartían cédulas de esa virtud era, por supuesto, un intolerante. Naturalmente, el término no tenía nada que ver con Locke, era solo un butrino retórico en el que el poder español pretendía atrapar a los pececillos más rebeldes y/o despistados del cardumen ibérico. Sin embargo, bastaba con detenerse a reflexionar un poco sobre el concepto para descubrir algunas realidades escabrosas. La primera de ellas es que el concepto de tolerancia se aplica y practica desde la desigualdad, implica jerarquía y poder. Es decir, si tú me toleras a mí, ello significa que desde un plano de superioridad condesciendes graciosamente en soportar mi diferencia, que por alguna razón te resulta irritante, hasta el punto de tener que tolerarla. No conozco aún a un padre o una madre que tolere a su hijo (normalmente les basta con amarle). Tampoco imagino a un vástago preguntando a su progenitor: «Aita/ama, ¿me toleras?» Algo chirría en esas situaciones y delata la impostura profunda que se esconde en el concepto de tolerancia tal como se ha utilizado por aquí en los últimos años, es decir, como martillo dialéctico e instrumento de demonización del adversario. La antítesis de la tolerancia es, como todo el mundo sabe, el respeto, una cualidad que se practica y ejerce desde la igualdad: si tú me respetas, ello significa que me consideras igual a ti y me aceptas tal como soy, sin juzgar mi naturaleza ni abajarla jerárquicamente ni proclamarla irritante. El respeto es el antídoto perfecto de la tolerancia y, curiosamente, ha sido la palabra tabú del discurso político español de los últimos treinta años. No hace falta rascarse mucho la sesera para comprender por qué: si el poder español comenzara a respetar a quienes lo impugnan, en lugar de aherrojar sus aspiraciones en los grilletes de sus leyes fundamentales, el tinglado borbónico se desmoronaba en dos días.

El estupefaciente léxico que nos quieren hacer tragar ahora es el del famoso «relato». Todas las figuras parlantes del constitucionalismo español militante, con Joseba Arregi a la cabeza, llevan varios meses dándonos literalmente la brasa con el asunto del relato. Hasta hace un año todos pensábamos que relato era una palabra sencilla y sin pretensiones sinónima de cuento, narración o historia. Ahora descubrimos que es una palabra repleta de significaciones profundas y de terribles propiedades demiúrgicas, a tal punto que -nos advierten- si se cumplen fielmente los preceptos de la doctrina del relato el proceso de paz en Euskadi podrá llegar a buen puerto, mientras que si se vulneran, el caos y la barbarie nos aguardan.

Ante tan terrible figura, no queda más remedio que preguntarse: ¿qué diablos es el relato?

Pues bien, la palabra relato, en el sentido que pregonan hoy sus voceros, significa simple y llanamente pensamiento único, anulación de la libertad intelectual y proscripción de la memoria. Todo ello aderezado con unas gotas de revanchismo y bastante mala leche.

Para comprender mejor los mecanismos de la doctrina del relato echemos un vistazo al exterior.

En el mundo actual existe una ideología y un sistema de control/poder que se ha convertido en el paradigma definitivo de la doctrina del relato: el sionismo. La doctrina del relato (cuando hablamos de ella hay que entender relato único, canónico y hegemónico) en su formulación sionista decreta que no es admisible cuestionar ni reexaminar la lectura que el sionismo hace del episodio histórico llamado Holocausto. Cualquier intento de poner en tela de juicio la narrativa que de ese terrible episodio hace el sionismo es tachado de revisionista y condenado a la hoguera. Entiéndase bien: no se trata de negar que hubiera Holocausto (el humo de las chimeneas de Auschwitz y Treblinka flota todavía sobre los cielos de Europa), sino de la posibilidad de asignar a ese episodio uno u otro sentido, de engarzarlo en una u otra secuencia de significados, corolarios y derivadas hasta conformar con las piezas seleccionadas uno u otro relato, una u otra interpretación de la historia, uno u otro proyecto de futuro. En ese juego de construcción de significados a partir de unos hechos históricos incontrovertibles es posible elaborar relatos muy diversos, incluso antagónicos, y en función de ellos variarán los corolarios, las responsabilidades y las legitimidades. De ahí el peligro de permitir que la gente elabore libremente sus relatos y la necesidad de imponer cánones que marquen las líneas rojas de lo que es lícito pensar y de lo que no lo es. Consciente de la naturaleza fluida y abierta del discurso histórico y de los peligros que su pluralidad entraña para sus intereses, el aparato de agitprop del sionismo lleva años empeñado en imponer una visión exclusiva del Holocausto diseñada explícitamente para justificar la existencia del Estado de Israel, es decir, para justificar el saqueo de Palestina. El relato canónico sionista exige que junto con la condena del genocidio nazi vaya aparejada automáticamente, por compensación, la aceptación del Estado de Israel como mecanismo reparador de aquel crimen (recuerden la escena final de La Lista de Schindler y comprenderán lo que quiero decir). Ahora bien, el salto lógico entre una cosa (Holocausto) y otra (aceptación del Estado de Israel, producto de una operación de limpieza étnica a gran escala) es tan grotesco y sus contradicciones son tan palmarias (la más obvia: ¿por qué razón deben cargar los palestinos con las culpas de los nazis europeos?) que los sionistas pronto comprendieron que si no querían perder la batalla de la legitimidad debían blindar su relato autojustificatorio, excluirlo del escrutinio científico de historiadores, académicos y analistas, y proscribir los relatos alternativos. Esa necesidad, en alianza con el conocido poder de persuasión de los lobbies sionistas, explica el hecho insólito de que al día de hoy en varios países se pueda examinar, cuestionar y reevaluar cualquier acontecimiento histórico salvo el Holocausto. Por esa vía el sionismo global ha conseguido blindar una interpretación de los hechos históricos que justifica la existencia de Israel y, por ende, el expolio sobre el que está construido. El relato así canonizado se ha convertido en una pieza fundamental del andamiaje legitimador de la empresa colonial sionista.

El caso sionista ejemplifica a la perfección los peligros inherentes a la doctrina del relato. Así como la noción de tolerancia implicaba una relación jerárquica entre tolerante y tolerado (aquél arriba y este abajo), la noción de relato, tal como la esgrimen en Euskal Herria y España los adalides del pensamiento victorioso, implica una relación igualmente jerárquica entre vencedores y vencidos, entre ofensores y agraviados, entre justos y pecadores (sí, volvemos a toparmos con la Santa Madre Iglesia, de la que proceden algunos de los más conspicuos voceros de la doctrina del relato). Y del mismo modo que la doctrina del relato en su versión sionista buscaba colarnos de rondón la mercancía podrida de la legitimación del Estado de Israel en su presente forma de Estado colonial racista, lo que aquí pretenden colarnos de matute con la doctrina del relato es el corolario que de ella pretende extraer el españolismo constitucionalista: la ilegitimidad «de cualquier proyecto político que coincida con el de ETA», es decir, la ilegitimidad de cualquier proyecto soberanista, tout court. Igual que en el caso sionista, el absurdo de la proposición es tan evidente que asusta comprobar cómo, en esta fase de toma de posiciones previa a la guerra de legitimidades que se avecina, gentes con estudios universitarios hayan podido echar mano de una línea de argumentación tan burda. Si fueran un poco más sensatos advertirían que están blandiendo un arma de doble filo con la que pueden acabar autolesionados, pues si aceptamos la idea de que la acción de ETA ha contaminado los objetivos políticos que persigue, entonces deberemos concluir también que el proyecto de unidad indivisible de España en cuyo nombre Franco asesinó a cientos de miles de personas, entre ellas a millares de vascos, está tan empapado de sangre y miseria moral que debe ser aborrecido para siempre y expurgado de todo texto jurídico, comenzando por la Constitución española, donde, por cierto, figura en lugar preeminente. No parece, sin embargo, que ni Joseba Arregi ni sus acólitos adviertan contaminación en el caso de Franco, aunque sí la ven en el caso de ETA. ¿No será que lo que realmente ocurre es que en un caso ellos comparten la idea -por mucho que la defendieran genocidas como Franco o Millán Astray- y en el otro caso no -independientemente de que la haya defendido ETA?

Queda la duda.

Desnudada de sus oropeles retóricos, la doctrina del relato pretende que la ciudadanía abdique de su derecho a interpretar libremente no solo la Historia sino incluso su propia biografía, que doblegue la testuz bajo el peso del nuevo catecismo y declame compungida que aquí nunca hubo un conflicto político, que esto es solo una historia de buenos y de malos, una tira de Tom y Jerry. Quieren que aceptemos axiomas primitivos como el que lanza Maite Pagazaurtundua Ruiz cuando escribe que «quien no está con el perseguido está con el perseguidor», sin tomarse la molestia de especificar quién es qué en cada ocasión y sin aceptar aparentemente la posibilidad de que quepa la alternancia de roles en el escenario del conflicto (ciertamente, a la luz de esa sutilísima regla de tres uno no sabe con quién debe estar: si con Lasa y Zabala, o si con los policías españoles que los secuestraron, torturaron, asesinaron y desaparecieron; si con Mikel Zabalza, o si con los guardias civiles que lo ahogaron en una bañera del cuartel de Intxaurrondo; si con los trabajadores asesinados en Vitoria, o si con el Estado que los mandó matar y condecoró después a los matarifes. ¿Debemos estar con Carrero Blanco y con Melitón Manzanas? ¿Podemos estar con Argala, perseguido al cabo por una bomba parapolicial que lo mató? ¿Debemos poder afirmar también que «quien no está con el torturado está con el torturador? ¿Suscriben también este axioma Pagazaurtundua y sus correligionarios?).

Los torvos cancerberos de la doctrina del relato pretenden que aceptemos que la muerte de Joxe Arregi en las dependencias de la policía española es una anécdota desvinculada de un contexto de conflicto que le da su atroz sentido. Quieren que aceptemos la idea de que matar a guardias civiles en nombre de determinada idea de Euskal Herria contamina esa idea, mientras que torturar a detenidos y matar a civiles y activistas en nombre de cierta idea de España no contamina a ésta, ni a los funcionarios armados que perpetran esos crímenes ni al Estado que los condona y recompensa. Esa pueril visión de la realidad, anclada en el resentimiento y la mezquindad, expresión de una cortedad de miras de consecuencias imprevisibles, delata los estragos que causa en algunas mentes el pensamiento binario, herencia de la venerable y españolísima Inquisición. Por eso debe ser combatida.

La inconsistencia de los abogados de la doctrina del relato puede ser conmovedora. Hace un par de semanas pude escuchar en la radio pública vasca la intervención de una severa apologista de la doctrina del relato llamada Luisa Etxenike, quien tras afirmar en la primera parte del debate que es imprescindible para la paz en Euskadi la adopción de un relato único y compartido (¿a la fuerza?) que deje a cada cual en el sitio que se merece e impida equiparaciones obscenas entre víctimas y verdugos, acto seguido, puesta contra las cuerdas por la intervención de un oyente afirmando la pluralidad de víctimas y crímenes cometidos en los último años y la imposibilidad de un relato único, ejecutaba una verónica y proclamaba desenfadadamente que el relato debe ser plural, que debe haber muchos relatos.

¡Acabáramos!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.