«Desde Siria hasta Yemen en Oriente Medio, desde Libia hasta Somalia en África, desde Afganistán hasta Pakistán en el sur de Asia, todo formando una cortina aérea estadounidense descendida sobre una enorme franja del planeta con el objetivo declarado de luchar contra el terrorismo. Su método principal se resume en vigilancia, bombardeos y más bombardeos […]
«Desde Siria hasta Yemen en Oriente Medio, desde Libia hasta Somalia en África, desde Afganistán hasta Pakistán en el sur de Asia, todo formando una cortina aérea estadounidense descendida sobre una enorme franja del planeta con el objetivo declarado de luchar contra el terrorismo. Su método principal se resume en vigilancia, bombardeos y más bombardeos constantes. Su beneficio político es minimizar el número de «botas estadounidenses sobre el terreno» y, por lo tanto, de bajas estadounidenses en la interminable guerra contra el terrorismo, así como las protestas públicas por los numerosos conflictos de Washington. Su beneficio económico: un montón de negocios de alto rendimiento para los fabricantes de armas para los cuales el presidente puede ahora declarar una emergencia de seguridad nacional cuando quiera y así vender sus aviones de guerra y municiones a dictaduras preferidas en el Medio Oriente (no se requiere aprobación del Congreso). Su realidad para varios pueblos extranjeros: una dieta sostenida de bombas y misiles «Made in USA» que estallan aquí, allá y en todas partes».
Así interpreta William J. Astore, teniente coronel retirado de las USAF y actual profesor de historia, el culto a los bombardeos a escala mundial que aprecia en su país, así como el hecho de que las guerras de Estados Unidos se libren cada vez más desde el aire, no sobre el terreno, una realidad que hace que la perspectiva de acabar con ellas sea cada vez más desalentadora, para al final preguntarse: ¿Qué está impulsando este proceso?
Para muchos de los responsables de la toma de decisiones en Estados Unidos -dice Astore-, el poder aéreo se ha convertido claramente en una especie de abstracción. «Después de todo, a excepción de los ataques del 11 de septiembre por parte de cuatro aviones comerciales secuestrados, los estadounidenses no han sido blanco de tales ataques desde la Segunda Guerra Mundial. En los campos de batalla de Washington, en el Gran Medio Oriente y el norte de África, el poder aéreo siempre es casi literalmente un asunto de una sola dirección. No hay fuerzas aéreas enemigas ni defensas aéreas significativas. Los cielos son propiedad exclusiva de la Fuerza Aérea de Estados Unidos y de sus aliados, por lo que ya no estamos hablando de «guerra» en el sentido normal. No es de extrañar que los políticos y militares de Washington lo vean como nuestro fuerte, nuestra ventaja asimétrica, nuestra forma de ajustar cuentas con los malhechores, reales e imaginarios.
Se podría decir que, en el siglo XXI, el conteo de bombas y misiles reemplazó al conteo de cuerpos de la era vietnamita como una métrica del falso progreso. Según datos suministrados por el ejército de Estados Unidos, Washington lanzó no menos de 26.172 bombas en siete países en 2016, la mayoría de ellas en Irak y Siria. Sólo contra Raqqqa, la «capital de los terroristas», Estados Unidos y sus aliados lanzaron más de 20.000 bombas en 2017, reduciendo esa ciudad provincial siria literalmente a escombros. El bombardeo de Raqqqa unido al fuego de artillería causó la muerte de más de 1.600 civiles, según Amnistía Internacional.
Luego que Donald Trump asumió como presidente habiendo prometido que sacaría a EEUU de sus interminables guerras, los bombardeos yanquis han aumentado, no sólo contra el Estado islámico en Siria e Irak, sino también contra Afganistán. Aumentaron las víctimas civiles incluso cuando fuerzas afganas «amigas» han sido confundidas con «enemigas» y también liquidadas.
Los ataques aéreos de Somalia a Yemen también han ido en aumento bajo Trump, mientras que las bajas civiles debidas a los bombardeos estadounidenses siguen siendo subestimadas por los medios de comunicación estadounidenses y minimizadas por la administración de Trump.
La propensión de este país a creer que su capacidad para hacer llover fuego infernal desde el cielo le proporciona una metodología ganadora para sus guerras ha demostrado ser una fantasía de nuestra era. Ya sea en Corea a principios de la década de 1950, en Vietnam en la década de 1960 o más recientemente en Afganistán, Irak y Siria, Estados Unidos puede controlar el aire, pero ese dominio simplemente no lo ha llevado al éxito final. En el caso de Afganistán, armas como la Madre de Todas las Bombas (MOAB, la bomba no nuclear más poderosa en el arsenal militar de Estados Unidos), han sido celebradas como cambiadoras de juego incluso cuando no cambiaron nada. (De hecho, los talibanes sólo siguen fortaleciéndose, al igual que la rama del Estado islámico en Afganistán). Como sucede a menudo cuando se trata del poder aéreo de Estados Unidos, tal destrucción no conduce ni a la victoria, ni al cierre de nada; sólo a una destrucción aún mayor.
«Tales resultados son contrarios a la lógica del poder aéreo que absorbí en mi carrera en la Fuerza Aérea de Estados Unidos, de la que me retiré en 2005», exterioriza el profesor William J. Astore.
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