El discurso de Obama en la Convención Demócrata mostró su talento retórico. Pero también fue un recordatorio de su liberalismo gradualista, ciego ante los profundos problemas a los que se enfrenta la mayoría de la clase trabajadora.
Hace veinte años, en la Convención Nacional Demócrata de 2004, Barack Obama saltó a la fama nacional. El discurso que pronunció en ese entonces estuvo repleto de vericuetos retóricos. Todo el mundo se acuerda del momento en que afirmó que los estadounidenses son «un solo pueblo» que no puede dividirse en «estados rojos» y «estados azules». Nadie parece recordar el contenido político del discurso, probablemente porque no tuvo mucho.
Mencionó que la sanidad debería ser más asequible y que el desempleo debería ser menor. También hizo un gesto sobre la importancia de proteger las libertades civiles, algo que resultaría muy irónico dado el historial de su propia presidencia, durante la cual apoyó la vigilancia masiva sin orden judicial e incluso ordenó un ataque con drones contra un ciudadano estadounidense.
Pero estaba claro que la política no era el objetivo de aquel discurso. Tampoco del que pronunció anoche en la nueva Conferencia Demócrata, esta vez en Chicago. En ambos casos, el verdadero objetivo era contar historias inspiradoras, diseñadas para llenar a la audiencia de confianza en que el orador (y, por extensión, el candidato al que se refería: John Kerry en 2004, Kamala Harris en 2024) es una buena persona en la que se puede confiar para que tome las decisiones correctas, sean cuales sean.
El liberalismo de Obama es profundamente tecnocrático. La política no trata realmente de intereses materiales opuestos, ni siquiera de preferencias ideológicas enfrentadas. Se trata de problemas que se resuelven cuando los mejores, los más inteligentes y los más dedicados se reúnen para idear las soluciones más inteligentes.
Anoche, en algunos momentos, los temas populistas hicieron una aparición fugaz. Obama se refirió a los «acaudalados» donantes de Trump y dijo que Trump quería recortes fiscales que le ayudaran a él y a sus amigos ricos, todo muy cierto. Pero no hubo ni la sombra de una sugerencia de que la obscena concentración de riqueza en manos de estas personas, independientemente de su mérito personal, sea un problema en sí mismo. Más bien, el problema, según Obama, es que Trump y sus partidarios son demasiado egoístas como para confiar en que tomen las decisiones correctas con el dinero y el poder.
En un momento especialmente absurdo, Obama extendió su crítica al egoísmo de Trump para arremeter contra él por haber rechazado un draconiano proyecto de ley de seguridad fronteriza. El proyecto de ley habría destrozado los derechos de los solicitantes de asilo, pero Trump lo rechazó porque dijo que no iba lo suficientemente lejos. Para Obama, esto liquidó un acuerdo de inmigración bipartidista escrito en parte por uno de los republicanos más conservadores del Congreso que habría ayudado a asegurar nuestra frontera sur, porque pensó que tratar de resolver realmente el problema perjudicaría su campaña.
Aquí el liberalismo tecnocrático de Obama se puso de manifiesto. El proyecto de ley reflejaba los prejuicios antinmigrantes del Partido Republicano, y la mayoría de los demócratas lo apoyaron vergonzosamente. Hoy, en lugar de criticar el proyecto de ley, Obama critica a Trump por no moderar su propia ideología para «resolver realmente el problema». La premisa que queda sin cuestionar es que nadie debería querer esta solución.
Pero eso es el Obamismo, en resumen: no dejes que ninguna de tus creencias más fundamentales te distraigan de cumplir obedientemente con el compromiso del día.
Ganadores, perdedores y perdedores que deberían haber sido ganadores
Como argumenta Thomas Frank en su agudo libro de 2016 Listen, Liberal, este tipo de liberalismo tiende a redefinir la justicia social de una manera estrechamente meritocrática: lo que propone, básicamente, es eliminar cualquier barrera para que los mejores y más brillantes de cada grupo demográfico lleguen a la cima y puedan participar en esta resolución de problemas con neutralidad ideológica (que nunca es neutral, por supuesto, solo libre de las interferencias de cualquiera demasiado alejado del statu quo).
En el curso de la narración de historias conmovedoras sobre su difunta abuela y su suegra, Obama dijo que estas mujeres se habían esforzado en «trabajos que a menudo eran demasiado pequeños para ellas». Quizá tenga razón en que sus talentos se desperdiciaban. Pero este énfasis reiterado en las personas que deberían llegar más alto pero se quedan en lo más bajo plantea preguntas incómodas sobre el resto de las personas de abajo.
Al fin y al cabo, la mayoría de los empleos en cualquier economía organizada jerárquicamente van a ser «pequeños». Por muy justa que sea la competencia por los puestos más altos, la mayoría de la gente no acabará allí por pura aritmética. Si el objetivo del liberalismo de Obama es crear las condiciones para que unos pocos especiales, merecedores, asciendan de categoría, ¿qué nos ofrece al resto?
A juzgar por el discurso de anoche, y por el historial completamente mediocre de su presidencia, la respuesta es «no mucho». Obama no es un desalmado. Reconoce que los perdedores en la carrera meritocrática merecen alguna ayuda: más créditos fiscales y ese tipo de cosas. Pero nunca le oiremos decir que los problemas de los perdedores son una cuestión de injusticia social.
Un millón de tiritas
El principal logro político de Obama fue la Ley de Asistencia Asequible (ACA), más conocida como Obamacare. En su discurso en la DNC, bromeó diciendo que «desde que se ha hecho popular, ya no lo llaman Obamacare». Pero no parece haber dedicado mucho tiempo en los catorce años transcurridos desde su aprobación a preguntarse por qué era impopular al principio o por qué la gente tardó tanto tiempo en resignarse a la idea de que era lo mejor que iban a conseguir.
Cuando Obama presentó la ACA, se suponía que incluiría una «opción pública» para competir con los planes de seguros privados. Esto ya es una injusticia fundamental —al menos si se puede estirar la imaginación para concebir la justicia en términos que no sean meritocráticos—, ya que significa una asistencia sanitaria a dos niveles: uno para ricos y otro para pobres. Pero incluso eso se abandonó rápidamente.
En su lugar, el problema de la atención sanitaria se definió hasta su nudo más estrecho. No se trataba de que fuera obsceno introducir el afán de lucro en lo que es literalmente una cuestión de vida o muerte. No es que millones de estadounidenses sigan en trabajos que odian por miedo a perder el seguro médico de su empresa. No se trataba de que la asistencia sanitaria fuera un derecho que todo el mundo debería tener, sin preguntas, por el mero hecho de ser persona. El problema era que, en términos utilitaristas, es indeseable que no haya suficientes personas aseguradas y que las que lo están paguen demasiado dinero. De ahí que su propuesta se llamara Ley de Asistencia Asequible.
Seis años después de su aplicación, seguía siendo tan impopular que un autodenominado socialista fue capaz de ganar veintidós estados en las primarias de 2016 —un resultado que habría sido impensable en anteriores elecciones estadounidenses— con una plataforma cuyo eje central era barrer todo el artilugio de la ACA.
Bernie Sanders dijo la verdad: la ACA era una política fracasada que intentaba aplicar una tirita tecnocrática a cada uno de los mil problemas que son todos sintomáticos de tratar el seguro sanitario como una mercancía. En su lugar, abogó por un sistema de pagador único al que llamó Medicare for all. En 2020, los debates demócratas seguían dominados por argumentos sobre esa propuesta, y la mayoría de los candidatos centristas trataban de salvar la diferencia reconociendo la necesidad de introducir modificaciones importantes en la ACA.
Pero no se adivinaría nada de esto oyendo a Obama en la Conferencia Demócrata de 2024. Él simplemente dijo: «En cuanto a la sanidad, todos deberíamos estar orgullosos de los enormes avances que hemos logrado gracias a la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible. (…) Pero Kamala sabe que no podemos detenernos ahí, y por eso seguirá trabajando para limitar los gastos de bolsillo». Nada más. En el resto de su discurso, lo más cerca que estuvo de ideas políticas transformadoras fue elogiar a Kamala por abrazar la no tan convincente política YIMBY de crear viviendas asequibles por medio de la desregulación del mercado inmobiliario.
En lo que los demócratas nos han dicho una y otra vez que son las elecciones más importantes de la historia, unas elecciones en las que está en juego la propia democracia, ¿es esta la agenda económica que se supone que debe inspirar a la gente? ¿Solo algunos retoques a una ley que mantiene los beneficios de las grandes aseguradoras para «limitar los gastos de bolsillo»? ¿Una leve desregulación de la urbanización?
No es de extrañar que la presidencia de este hombre terminara con la elección de Donald Trump.
Ben Burgis es profesor de filosofía y autor de Give Them An Argument: Logic for the Left. Es presentador del podcast Give Them An Argument.
Traducción: Natalia López
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/08/el-discurso-de-obama-en-la-convencion-democrata-fue-mas-de-lo-mismo/