La primera falacia de Trump es la unidad. Estados Unidos no es un todo, es una suma de partes. Y no me refiero solamente a lo político o geográfico, sino, y sobre todo, a lo social.
Donald Trump volvió a redoblar la apuesta por obtener la reelección en noviembre empujando un poco más el espacio entre sus votantes y el resto del mundo, si cabe tal definición, pero recurriendo para ello a mecanismos tan peligrosos como obsoletos.
Porque hay momentos históricos y aludir a confabulaciones marxistas en 2020 es, al menos, un despropósito, sino un disparate, que sería hasta material de comedia política si no fuera porque estamos viviendo en estos días.
Mientras las minorías encuentran eco en sus gritos. Mientras los reclamos orgánicos pero articulados se expanden por todo el mundo. Mientras la brecha generacional desarma las representaciones del mundo, la sociedad y la política construidas en los últimos años. Mientras los liderazgos se resignan ante los movimientos colectivos, el presidente más poderoso del mundo habla de confabulaciones comunistas y realiza una poco disimulada defensa a los íconos racistas de su país, construyendo una América blanca que expulsa cualquier otra representación.
Estados Unidos es una sola, indivisible, inamovible. Es una unión inquebrantable. Pero, cuidado, no es una unión horizontal, sino una unión estratificada. Sólida como el cemento. Lo que está arriba, sigue arriba. Y lo que está abajo, se queda abajo.
Y es precisamente ese privilegio al que apunta Trump, en sus formas de empresario/tiburón/machote que tiene de concebir la política y que, hay que admitirlo, le ha permitido ganar las últimas elecciones.
Pero el presidente estadounidense, en su análisis resultadista de la política, comete un error garrafal: el contexto y las consecuencias. ¡Es la política, Donald!
Fuego contra fuego
La primera falacia de Trump es la unidad. Estados Unidos no es un todo, es una suma de partes. Y no me refiero solamente a los político o geográfico, sino, y sobre todo, a lo social. Es un país que mantiene estratos rígidos y fácilmente identificables, casi como un cúmulo de guetos con más o menos privilegios, que se mantienen juntos a través de idealizaciones compartidas, como el American Dream, la teología de la grandeza estadounidense para mejorar el mundo, entre otras construcciones sociales que fungen de pegamento de ese territorio variopinto y disperso.
Estados Unidos es, además, un país que electoralmente premia el territorio más que la mayoría. Es decir: se puede ser presidente sin la mayoría, pero no se puede ser presidente sin el territorio.
Trump, en su análisis empresarial de la política, ha entendido perfectamente la complejidad estratificada estadounidense y la necesidad de construir territorio antes que mayorías. Se podría decir que en los últimos años los Republicanos han entendido mejor estos fenómenos que sus rivales Demócratas.
La América profunda, blanca y racista, es la que gana elecciones. Esa es la apuesta de Trump. Se pueden juntar diez millones de personas en Los Ángeles y Nueva York y sacudir el mundo. Pero si la América profunda respalda a Trump, Trump seguirá siendo el presidente.
Y el mandatario trabaja en ese sentido. Por eso su 4 de julio delante del Monte Rushmore, hablando de la América tradicional. Le habló a sus votantes en una época en la que esa América estratificada se ha distanciado. En que los continentes internos se han resquebrajado por poderosos terremotos. No es la primera vez, ni la última. Trump apuesta por ello.
De frente y sin disimulos
La conspiración externa es como la gasolina para la política estadounidense. Fueron los nazis, los rusos, los musulmanes. Siempre se apeló a un agente externo y maligno que intentaba destruir el american way of life para implantar un régimen mucho más feo e injusto.
Pero la paranoia conspiranoica de Trump tiene algunas diferencias esenciales con sus antecesoras, lo que la convierten aún en más peligrosa.
- En primer lugar, el agente externo ya no es extranjero, es estadounidense. Donald Trump calificó a las manifestaciones contra la inequidad racial como una conspiración comunista para terminar con América. Para destruir su historia y reescribirla. El enemigo, esta vez, no sólo está en casa, es de casa. De este modo, Trump expulsó simbólicamente a las masas que reclaman por una mayor justicia social, les vetó el carácter de estadounidenses.
- EE.UU. ya no es el mismo. La paupérrima reacción estadounidense al Covid-19 superó largamente la postura negacionista de Trump. No se trató solamente de la negación necia del presidente. El problema fue mucho más profundo y también tuvo su representación simbólica, corroborando acaso que Estados Unidos ya no es una potencia hegemónica. Sus problemas económicos, sus desvaríos electorales y ahora su incapacidad para enfrentar la pandemia, sobre todo en la comparación con otras potencias, son reveladoras.
- ¿Hasta dónde llegar? En pos de un resultado electoral, el presidente empuja los límites para profundizar el espacio entre los electores. Pero el divide y reinarás aplicado por Trump es un juego peligroso, pues la distancia social genera desbalances y violencia. ¿Cuál va a ser el costo de su estrategia?
Trump ya dividió Estados Unidos, y lo hizo de forma explícita. Hay un Estados Unidos grande, blanco y capitalista. Es la principal potencia mundial, que tiene una tradición y una historia de grandeza; también blanca y capitalista.
Y hay otro Estados Unidos, variopinto, manchado, impuro, que intenta desvirtuar lo americano, desarmar la grandeza, para construir un nuevo país, más pequeño y vil (según los supremacistas).
El presidente seguirá por el mismo camino, empujando los límites para profundizar las diferencias, y sacar con ello rédito electoral. Aparentemente, tiene mucho que remontar ante Joe Biden, su rival demócrata.
Pero si bien nada es imposible, sí puede ser ya muy tarde para torcer el rumbo de la separación. Más allá de un resultado electoral, ¿cuánto daño hace esta estrategia?
Hacerse esa pregunta antes de pensar en ganar una elección, es lo que debiera ser la política.