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Reflexiones sobre el futuro de los Estados-nación

¿El Estado de quién?

Fuentes: zope.gush-shalom.org

Traducido para Rebelión por LB

¿Puede ser una ley a la vez ridícula y peligrosa? Por supuesto. Así lo demuestra la iniciativa en curso de nuestro gobierno para promulgar una ley que definirá al Estado de Israel como «el Estado-nación del pueblo judío».

Ridículo 1º: Porque, ¿qué y quién es «pueblo judío»? Los judíos del mundo conforman un colectivo mixto. Su única definición oficial en Israel es religiosa. En Israel, judío es todo aquel nacido de madre judía. Esta es una definición puramente religiosa. En la religión judía el padre no cuenta a esos efectos (se dice, sólo medio en broma, que nunca puede uno estar seguro de quién es su padre.) Si un no-judío quiere unirse al pueblo judío en Israel, él o ella debe convertirse al judaísmo mediante una ceremonia religiosa. Bajo la ley israelí uno deja de ser judío si adopta otra religión. Todas estas definiciones son puramente religiosas. No hay nada nacional en ellas.

Ridículo 2º: Los judíos que viven en todo el mundo son miembros de otras naciones. Los promotores de esta ley no les han preguntado si quieren pertenecer a un pueblo representado por el Estado de Israel. Quedan adoptados automáticamente por un Estado extranjero. En cierto modo, se trata de otra forma de intento de anexión.

Resulta peligroso por varias razones. En primer lugar, porque excluye a los ciudadanos de Israel que no son judíos: millón y medio de de árabes musulmanes y cristianos y cerca de 400.000 inmigrantes de la antigua Unión Soviética a los que se permitió entrar en Israel por estar relacionados de una u otra forma con judíos. Recientemente, cuando el jefe del Estado Mayor depositó banderitas (en lugar de flores) sobre en las tumbas de los soldados caídos, se saltó la tumba de uno de esos soldados no judíos que dieron su vida por Israel.

Aún más peligrosas son las posibilidades que esta ley abre de cara al futuro. Apenas media un corto paso entre esta ley y otra que confiera de forma automática la ciudadanía [israelí] a todos los judíos del mundo, triplicando así el número de ciudadanos judíos del Gran Israel y creando una enorme mayoría judía en un Estado apartheid desde el mar hasta el río. A los judíos en cuestión no se les preguntará.

A partir de ahí solo haría falta otro pequeño paso para desposeer de su ciudadanía a todos los no-judíos de Israel.

El cielo (judío) es el límite.

Pero en esta ocasión me gustaría hacer hincapié en otro aspecto del proyecto de ley: el término «Estado-nación».

El Estado-nación es un invento de los últimos siglos. Tendemos a creer que es la forma natural de la estructura política y que siempre ha sido así. Gran error. Incluso en la cultura occidental lo han precedido otros modelos distintos tales como los Estados feudales, los Estados dinásticos y así sucesivamente.

Las nuevas formas sociales se crean cuando nuevos acontecimientos económicos, tecnológicos e ideológicos las demandan. Una forma que era viable cuando el europeo medio nunca viajaba más que unos pocos kilómetros de su lugar de nacimiento se convirtió en imposible cuando las carreteras y ferrocarriles transformaron drásticamente la circulación de personas y mercancías. Las nuevas tecnologías generaron inmensas capacidades industriales.

Para que las sociedades pudieran competir tuvieron que crear estructuras lo suficientemente grandes como para sostener un gran mercado interno y para mantener una fuerza militar lo suficientemente fuerte para defenderlo (y, a ser posible, para apoderarse de los territorios de sus vecinos). Una nueva ideología llamada nacionalismo cimentó los nuevos Estados. Los pueblos más pequeños fueron sometidos e incorporados a las nuevas grandes sociedades nacionales. Resultado: el Estado-nación.

A este proceso le hicieron falta uno o dos siglos para generalizarse. El sionismo fue uno de los últimos movimientos nacionales europeos. Al igual que en otras cuestiones -tales como el colonialismo y el imperialismo-, también en ésta [el sionismo] fue un rezagado. Cuándo se fundó Israel los Estados-nación europeos ya estaban a punto de convertirse en obsoletos.

La Segunda Guerra Mundial aceleró la desaparición del Estado-nación a todos los efectos prácticos. Enormes unidades económicas como los EEUU y la Unión Soviética hicieron que países como España e Italia, e incluso como Alemania y Francia, fueran demasiado pequeños para competir. Surgió el Mercado Común Europeo. Grandes federaciones económicas suplantaron a la mayor parte de las antiguas naciones Estado.

Las nuevas tecnologías aceleraron el proceso. El cambio se hizo más y más rápido. A medida que se iban formando las nuevas estructuras regionales se quedaban obsoletas. La globalización es un proceso irreversible. Ninguna nación o combinación de naciones pueden resolver los problemas apocalípticos de la humanidad.

El cambio climático es un problema mundial que requiere urgentemente la cooperación mundial. Lo mismo ocurre con el peligro que representan las armas nucleares que pronto serán adquiridas por grupos violentos de carácter no estatal. Una fotografía tomada en Tombuctú puede ser vista inmediatamente en Kamchatka. Un hacker en Australia puede tumbar industrias enteras en Estados Unidos. Dictadores sanguinarios pueden ser conducidos ante un tribunal internacional en La Haya. Un joven estadounidense puede revolucionar la vida de los habitantes de Zimbabwe. Pandemias mortales pueden viajar en cuestión de horas desde Etiopía hasta Suecia.

A todos los efectos prácticos el mundo es ahora uno. Sin embargo, la conciencia humana es mucho, mucho más lenta que la tecnología. Mientras que el Estado-nación se ha convertido en un anacronismo, el nacionalismo sigue vivo y matando.

¿Cómo cerrar la brecha? La Unión Europea es un ejemplo instructivo.

Al final de la Segunda Guerra Mundial la gente pensante se dio cuenta de que la Tercera Guerra Mundial podría significar el fin de Europa, cuando no del mundo entero. Había que unir a Europa, pero el nacionalismo era rampante. Finalmente, se adoptó el modelo de compromiso propuesto por Charles de Gaulle: mantener los Estados-nación pero transferir ciertas dosis de poder real a una especie de confederación.

Eso tenía sentido. Nació el mercado común, que se fue ampliando constantemente, y se adoptó una moneda común. Y ahora un terremoto económico amenaza con derribar todo el edificio.

¿Por qué? No por exceso de concentración, sino por falta de ella.

No soy economista. En realidad, ningún profesor de prestigio me ha enseñado jamás la ciencia de la economía (ni cualquier otra). Yo me limito a aplicar el sentido común a este problema, igual que a todos los demás.

El sentido común me dijo desde el principio que una moneda común no puede existir sin una gobernanza económica común. No puede funcionar en absoluto si cada pequeño «Estado-nación» de la zona monetaria tiene su propio presupuesto de Estado y su propia política económica.

Los padres fundadores de los Estados Unidos se enfrentaron a este problema y optaron por una federación en lugar de una confederación, es decir, por un gobierno central fuerte. Gracias a esa sabia decisión, cuando Nebraska tiene un problema Illinois puede saltar en su ayuda. La economía de los 50 estados se gestiona prácticamente en Washington DC. La moneda común no sólo significa tener los mismos billetes verdes, sino también el mismo poderoso banco central.

Ahora Europa se enfrenta a la misma decisión. O bien se desintegra -un desastre inimaginable-, o bien abandona la fórmula gaullista. Los diversos Estados-nación, desde Malta hasta Suecia, deben renunciar a una gran parte de su independencia y soberanía y transferirla a los odiados burócratas de Bruselas. Un presupuesto para todos.

Si tal cosa ocurre -un gran «si»-, ¿qué quedará de los Estados-nación? Habrá equipos de fútbol nacionales y toda la parafernalia nacionalista y racista que les acompaña. Francia seguirá teniendo la posibilidad de invadir Malí con el consentimiento de sus principales socios europeos. Los griegos podrán seguir enorgulleciéndose de su antiguo pasado. Bélgica seguirá padeciendo sus enojosos problemas binacionales. Pero el Estado-nación será más o menos una cáscara vacía.

Mi predicción es que, como ya he dicho en ocasiones anteriores, a finales de este siglo (cuando algunos de nosotros ya no estemos por aquí) habrá una especie de gobierno mundial. Probablemente recibirá otro nombre, pero los principales problemas que enfrentará la humanidad los gestionarán organismos internacionales fuertes y eficaces. Habrá nuevos problemas (siempre los hay): cómo preservar la democracia en el marco de una estructura global, cómo fomentar los valores humanos, cómo canalizar mediante actividades inocuas las emociones agresivas que actualmente se liberan a través de la guerra.

En este nuevo mundo, ¿qué pasa con el Estado-nación? Creo que seguirá ahí como un fenómeno cultural y nostálgico dotado de ciertos atributos a nivel local, al estilo de los ayuntamientos actuales. Cuando los Estados queden despojados de la mayor parte de sus funciones es posible que se dividan en sus partes constituyentes. Los bretones y los corsos, a los que el nacionalismo [francés] obligó a unirse a la unidad mayor llamada Francia, puede que deseen vivir en su propio Estado en el seno de un mundo unificado.

Dejando de lado el terreno de la pura especulación y volviendo a nuestro pequeño mundo: ¿qué pasa con ese «Estado-nación del pueblo judío»?

Mientras el mundo se componga de Estados-nación, nosotros tendremos el nuestro. Y, por la misma lógica, el pueblo palestino tendrá también el suyo propio.

Nuestro Estado no puede ser el Estado-nación de una nación inexistente. Israel debe ser y será la nación-Estado de la nación israelí, propiedad de todos los ciudadanos israelíes que viven en Israel, árabes y no-judíos incluidos. Y de nadie más.

Los judíos israelíes que sienten un profundo vínculo con los judíos de todo el mundo, y los judíos de todo el mundo que sienten un fuerte vínculo con Israel, sin duda pueden mantener e incluso fortalecer su unión. Del mismo modo, los ciudadanos árabes pueden mantener su vínculo con la nación palestina y con el mundo árabe en general. Y los rusos no judíos pueden hacer lo mismo con respecto a su herencia rusa. Sin ninguna duda. Pero eso no incumbe al Estado como tal.

Cuando llegue la paz a esta torturada parte del mundo los Estados de Israel y Palestina podrán adherirse a una organización regional similar a la UE que se extienda desde Irán hasta Marruecos. Se unirán a las filas de la humanidad en marcha hacia una moderna estructura mundial que trabajará para salvar al planeta, evitar las guerras entre Estados o comunidades y fomentar en todas partes el bienestar de los seres humanos (sí, y también el de los animales).

¿Utopia? Por supuesto. Pero eso es lo que la realidad de hoy le habría parecido a Napoleón.

 

 

 

Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1369396245/