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El hoyo en el que estamos y cómo salir de él (y II)

Fuentes: Rebelión

En la precedente entrega de esta breve serie analizábamos el «balance del contribuyente» calculado por el FMI para el rescate del sector bancario español perpetrado entre los dos últimos trimestres de 2012 y el primer trimestre de 2013. Con un saldo resultante de 185.617 millones de euros, equivalentes grosso modo a cuatro mil euros per […]

En la precedente entrega de esta breve serie analizábamos el «balance del contribuyente» calculado por el FMI para el rescate del sector bancario español perpetrado entre los dos últimos trimestres de 2012 y el primer trimestre de 2013. Con un saldo resultante de 185.617 millones de euros, equivalentes grosso modo a cuatro mil euros per cápita que cada español, niños incluidos, habría dado a los banqueros, nos hallamos sin duda ante la mayor y más rápida transferencia de riqueza en la historia de España desde las razias de Almanzor.

Terminábamos entonces planteándonos esa pregunta que cualquiera en nuestras circunstancias se plantearía: ¿qué hacer? Y la respuesta era que, en el plano de la economía, ya era tarde para hacer nada. A los economistas hay que escucharlos cuando parece que la cosa marcha bien, no cuando ya ha empezado a torcerse. ¡Qué le vamos a hacer! El caso es que la crisis ha venido para quedarse. Pero no desesperemos: como toda creación humana, no será eterna. Pensemos por ejemplo en la larga posguerra que superaron nuestros padres: esto va a ser algo parecido. Si para 2020 todavía no hubiéramos salido, para 2030 seguro que sí.

Es en cambio -decíamos- en el plano de la política donde sí resulta urgente plantearse qué hacer: si no podemos recuperar lo que nos han quitado, al menos aprendámonos de una vez el truco para que no vuelvan a jugárnoslo.

La pregunta no es nueva: en toda época y en todo lugar, el 99% (esa utilísima categoría analítica desarrollada por los indignados del 15-M, a los que volveremos enseguida) se ha preguntado qué podía hacer para liberarse del dominio del 1%. En la Rusia de hace un siglo, Lenin se hizo la misma pregunta y se respondió: un partido, una vanguardia obrera revolucionaria que conduzca a las masas. Su conclusión era la correcta en aquellas circunstancias, y entre 1917 y 1989 fue el 99% y no el 1% quien tuvo el poder (ejerciéndolo de forma cada vez menos adaptada a la realidad, todo hay que decirlo, y dando lugar a un «nuevo 1%» formado por la nomenklatura, una élite burocrática de la que surgirían en los años 90 los oligarcas mafiosos que todavía hoy dominan la economía rusa). Pese a provocar uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad (los seis millones de ucranianos, rusos blancos, cosacos y alemanes del Volga muertos en las hambrunas organizadas de 1932-33), ese periodo de setenta y dos años representó en cierto modo un avance respecto a la anterior conquista del poder por el 99%, que había durado poco más de un año entre 1793 y 1794 con Robespierre (y con otros cien mil muertos). Nótese por favor que aquí no estamos expresando simpatías sino constatando unos hechos: en qué excepcionales momentos de la Historia el 1% fue expulsado del poder por el 99% en vez de -ocurrencia ésta mucho más anodina- ser desplazado por una facción distinta del propio 1%.

Está claro que desde los tiempos de Lenin, y no digamos de Robespierre, las circunstancias han cambiado. La dominación del 1% se ejercía entonces, fundamentalmente, por medio de la fuerza. Había, es cierto, un componente de persuasión a través del cura o del pope, pero este era complementario de la dominación por la fuerza y no podía sustituirla en ningún caso. La gente no tenía modo de ignorar que estaba bajo la bota del 1%. Hoy es todo lo contrario. El dominio del 1%, aunque no dude en recurrir al uso de la violencia por parte de los antidisturbios y sus provocadores infiltrados, se ejerce sobre todo mediante la persuasión. Y ya no tanto a través de la Iglesia, depositaria pese a todo del mensaje revolucionario del Cristo y que intenta jugar un papel decididamente liberador en tantas partes de Nostramérica y en algunas (muy pocas, ay) de España… No, la persuasión se ejerce a través del omnipresente entramado mediático con su triple función de distraer, desinformar y embrutecer. Así pues, la diferencia esencial es que en la actualidad la mayoría de la gente está convencida, erróneamente, de vivir en libertad.

Junto a la de «somos el 99%», otra de las consignas preferidas por los indignados del 15-M era la que decía «lo llaman democracia y no lo es», que con tanta frecuencia se coreó durante las marchas. Bien, y si no fuera una democracia, entonces ¿qué sería? Ensayemos una rápida taxonomía de nuestra forma de gobierno.

a) Por el modo en que se designa formalmente a quienes ostentan el poder, sería una aristocracia electiva.

b) En cuanto a la manera de organizarse para acceder al desempeño de los cargos, sería una partitocracia.

c) De acuerdo con quiénes disfrutan en última instancia del ejercicio real del poder, sería una plutocracia.

Empezaremos por las dos últimas categorías, que están íntimamente unidas hasta el punto de ser, en cierta forma, las dos caras de una misma moneda.

Viendo hoy las últimas noticias sobre Bárcenas o sobre los ERE, nadie diría que han pasado 23 años desde que Eduardo Zaplana nos comunicara su admiración por la tecnología alemana plasmada en aquel primer Opel Vectra y Vicente Sanz nos explicara para qué se está en política. De todas las frases de Zaplana, la más emblemática para mí es cuando dice: «ahora que han echado a Juan Guerra, a ver si lo sustituyo». No nos queda más remedio que rendirnos a la evidencia: el sistema está diseñado para que, cuando se eche a un Juan Guerra, no falte un Eduardo Zaplana que lo sustituya. Vamos a intentar desentrañar su mecanismo interno.

Los totalitarismos, sean del signo que sea, no toleran el pluralismo político y por ello prohíben los partidos (que, como bien había visto Lenin, son la respuesta más eficaz ante una dominación violenta). En aquel ejercicio de gatopardismo que dimos en llamar Transición, el péndulo recorrió el camino de vuelta y a los partidos prohibidos por Franco se les otorgó el monopolio de la participación política. Retengan bien esto: en España (como en cualquier otro régimen partitocrático) sólo se puede hacer política a través de un partido, bien militando o simplemente votándole.

En la práctica, el militante de base no se diferencia mucho del votante. Si quiere llegar a algo en el partido, el joven militante ha de dedicar tiempo y esfuerzo a hacerse remarcar. Llegará un momento en que tendrá que decidir si invierte decididamente en su carrera política (y pasa a ser «político profesional») o se dedica a otra cosa. Una vez quemadas las naves ya no hay vuelta atrás, porque el político profesional no está capacitado para nada más: el capital vital que otros jóvenes estaban dedicando a estudiar y luego a labrarse una carrera profesional, él lo dedicó a trepar la escalera de responsabilidades internas del partido y a tejer la red de apoyos y relaciones que le permitiera seguir propulsándose. Es éste un entorno muy competitivo en el que, como en el fútbol profesional, sólo unos pocos llegan a jugar en primera y la mayoría tiene que resignarse a posiciones subalternas. Pero era la carta a la que se habían jugado la vida, y ahora no les queda más remedio que intentar rentabilizar su inversión de la mejor manera posible.

¿Qué espera obtener un político a cambio de tanto esfuerzo? Si somos bien pensados, diremos que sólo espera una recompensa altruista: contribuir al bien común. Pero si no nos fijamos tanto en lo que dicen (obviando algún arrebato de sinceridad a lo Vicente Sanz) sino en lo que efectivamente hacen, forzoso es concluir que no son los intereses de los ciudadanos los que priman sino otros (por ejemplo, los de los banqueros, como hemos visto en el caso del malhadado rescate). La conclusión es que, para una mayoría de políticos, la mejor forma de rentabilizar su inversión es monetizarla.

No es necesario que todos reciban sobres… El mero hecho de ocupar unos cargos públicos que no están tan mal pagados y que sobre todo van a dar acceso a unos consejos de administración remunerados mucho más generosamente, hace de la carrera política una orientación profesional que permite albergar razonables expectativas de acabar viviendo bastante bien y, con un poco de suerte, algo mejor.

Naturalmente, esos sobres y maletines, esos empleos y prebendas, vienen de algún sitio. Y en ese sitio esperan algo a cambio. También ellos están haciendo una inversión que ha de dar sus frutos en forma de decisiones favorables (el rescate bancario, la no-auditoría a las eléctricas…) o de orientaciones políticas (el gasto en infraestructuras, la especulación inmobiliaria…). Al final, la mayoría de los políticos profesionales acaba siendo una mera correa de transmisión de los intereses económicos, pues es ésta la única manera de satisfacer sus anhelos de riqueza.

A las necesidades individuales de los políticos profesionales hay que sumar las colectivas del partido. Nadie se traga a estas alturas que los partidos se financien con las cuotas de los militantes. La conquista del poder cuesta muy cara. Baste para darse cuenta con ver la enorme deuda electoral que arrastra IU, partido que nunca ha obtenido cuotas de poder significativas y que por tanto no ha podido rentabilizarlas.

Se nos objetará que la mayoría de la gente que milita en los partidos no es así, y nosotros estamos dispuestos a creérnoslo. Aceptemos que los militantes de base, cuya profesión no es la política, responden a un compromiso ideológico sincero. Supongamos ahora que uno de estos jóvenes honrados, movido exclusivamente por el amor a sus conciudadanos, decide un día dedicar su vida entera a esta actividad. ¿Qué probabilidades tiene de llegar a ocupar un alto cargo, primero en el partido y luego en el gobierno?

Esbozábamos antes una comparación entre la política y el fútbol como dos profesiones en que muchos lo intentan y muy pocos lo consiguen. Pero las similitudes se acaban ahí. En el fútbol, salvo aberraciones como la de Al-Saadi el Gadafi, los que llegan arriba son los que valen. En política no es necesariamente así. La selección interna en el seno del partido no prima cualidades como la inteligencia o la creatividad sino otras como la disciplina y la lealtad. Este modo de selección responde a una dinámica a la vez vertical (los que ya están arriba se guardarán mucho de dejar subir a otros más brillantes que ellos para que no los eclipsen) y horizontal (mientras nuestro joven bienintencionado dedica su tiempo en el partido a tareas de proselitismo o -por decir algo- de estudio y análisis, sus compañeros más vivos se dedicarán a la adulación y a ganarse la confianza de quienes hayan de facilitar su ascenso). Más inconveniente aún que la capacidad intelectual puede ser un sentido de la honradez demasiado desarrollado, que necesariamente ha de perturbar tanto a los jerarcas como a los iguales (cuya esperanza, no lo olvidemos, es vivir de la política y vivir bien). Los «zelotes» o «jacobinos», una vez detectados, serán discreta e insensiblemente relegados hasta que se cansen y se vayan.

En el mejor de los casos, se promocionará a quién pueda resultar un buen candidato en la contienda electoral. Pero aquí tampoco son la inteligencia o la honradez las que importan, sino la elocuencia o el mero atractivo físico. Y, como todos sabemos, aunque a la hora de votar parecemos olvidarlo, la facilidad de palabra y las bellas promesas no son garantía de nada.

La venalidad no es una anomalía sino una característica esencial del sistema: Luis Bárcenas no es sino una reedición -corregida y aumentada para adaptarse a la España del boom- de Rosendo Naseiro y Aída Álvarez. Mucho nos tememos que, si Izquierda Unida se convirtiese de la noche a la mañana en un partido «con posibilidades de gobierno», no tardaría en convertirse en un foco de atracción para jóvenes aspirantes a político profesional que, ansiosos por labrarse una carrera lucrativa, irían cooptando poco a poco los puestos clave de la organización para ponerla al servicio de los poderes económicos. Dicho de otra forma: por diseño, el sistema de partidos excluye cualquier posibilidad de cambios significativos de la organización social.

Esto no significa en modo alguno que los partidos políticos no tengan un papel importante que jugar en beneficio de la colectividad. Siempre será necesario articular de forma coherente las distintas visiones de la sociedad, enriqueciendo así el debate público. El problema surge cuando los partidos dejan de ser escuelas de pensamiento dedicadas a explicar, difundir y promover sus ideas y se convierten en maquinarias de poder dispuestas a todo por encumbrar a sus líderes. El diálogo civil se transforma automáticamente en pugilato, los argumentos en descalificaciones y la res publica en cloaca a cielo abierto.

¿Va a resultar que tenía razón Franco cuando decía, ciertamente con retranca como le gusta a Soraya (que quizá sea la única que se salga del retrato-robot del joven político mediocre que acabamos de trazar y cuyo carácter de excepción no hace sino confirmar la validez de la regla general), «haga usted como yo y no se meta en política»? No. Al contrario. Lo que hemos de hacer es meternos en política, todos, y romper el monopolio de los partidos y sus políticos profesionales. La política es demasiado importante para dejársela a los políticos.

En la tercer parte veremos que eso que llaman democracia desde luego no lo es, sino aristocracia electiva. E intentaremos comprender quiénes, cómo y cuándo nos dieron gato por liebre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.