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Desenmascarando a EE.UU. imperial

El imperio del engaño

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Si se tomaran todas las verdades incómodas omitidas en los medios dominantes durante el medio siglo pasado, se compilaran y se indexaran y se agregase una pizca de sarcasmo desdeñoso, se podría acabar teniendo un libro muy parecido a America’s Deadliest Export: Democracy (La exportación más letal de EE.UU.: la democracia) [Zed Books, 2013] la última obra escrita por el disidente en serie William Blum. Como sus pares mejor conocidos Noam Chomsky, Howard Zinn y Gore Vidal, Blum es un tábano perenne sobre el pellejo imperial, picando la falsedad y puntuando la hipocresía con un celo implacable. En la contracubierta del libro de Blum Rogue State (Estado canalla) -y repetido en el volumen actual- se encuentra el siguiente párrafo, probablemente el mejor que ha plasmado o pueda plasmar en papel:

«Si yo fuera presidente, podría detener los atentados terroristas contra Estados Unidos en unos días. Para siempre. Primero pediría perdón a todas las viudas y huérfanos, a los torturados y empobrecidos y a los muchos millones más de víctimas del imperialismo estadounidense. Entonces anunciaría con toda sinceridad, a todos los rincones del mundo, que las intervenciones globales de los Estados Unidos de América se han terminado e informaría de que Israel ya no es el estado número 51 de EE.UU., sino que de ahora en adelante (por extraño que parezca) es un país extranjero. Reduciría entonces el presupuesto militar al menos en un 90% y usaría la cantidad ahorrada para pagar indemnizaciones a las víctimas y reparar el daño causado por los bombardeos e invasiones de EE.UU. Habría dinero más que suficiente. ¿Sabes a lo que equivale el presupuesto militar de los Estados Unidos? Un año es igual a más de 20.000 dólares por hora por cada hora desde que nació Jesucristo. Esto es lo que haría en mis tres primeros días en la Casa Blanca. Al cuarto me asesinarían».

Es bien sabido que este párrafo fue citado por Osama bin Laden en una de sus homilías al mundo en sus vídeos de 2006. Sobrevino una pequeña tormenta mediática que revoloteó sobre Blum como un drone sobre una aldea en Waziristán. Sin embargo, una vez que se calmó el furor, la conexión de Blum con bin Laden contaminó su reputación como personalidad pública. En la siguiente media docena de años Blum ha recibido poquísimas invitaciones a dar conferencias en las universidades después de haber contado con una agenda regular de actividades en los años anteriores. Casi se puede imaginar al insípidamente correcto administrador universitario, sentado en su oficina de caoba, rechazando sin más la propuesta de invitación a Blum, llamando la atención a ingenuos intercesores estudiantiles para que usen un poco más de discreción en la elección de oradores. Pero son ellos los que salen perdiendo.

La última obra de Blum confirma que su exilio del circuito universitario no ha hecho nada para atenuar su furia. El nuevo libro es una compilación de ensayos y artículos originados desde mediados de los años de Bush hasta 2011 y cubre una vasta gama de temas de política exterior. Blum escribe con irresistible informalidad, un escritor con poco tiempo para los giros habilidosos del poeta o el novelista. Su misión parece demasiado urgente para cualquier cosa que no sea simple honestidad. En contraste con un analista más moderado como Chomsky, Blum golpea con todo. Lanza salva tras salva contra el edificio de la falsificación imperial, una verdadera babel de beligerancia encubierta. Sin embargo, su indignación se aligera mediante saludables dosis de humor, incluyendo un último capítulo que imagina un Estado policial global de extremos cómicos.

Parece que el objetivo central de Blum es denunciar la mitología estadounidense de las buenas intenciones. Declara en la introducción, respecto al público estadounidense: «No importa cuántas veces les mientan, a menudo siguen subestimando la capacidad de engaño del gobierno, aferrándose a la creencia en que de alguna manera sus dirigentes tienen buenas intenciones. Mientras la gente crea que sus dirigentes elegidos son bienintencionados, los dirigentes pueden hacer lo que les dé la gana, y lo hacen. Literalmente».

Basándose en esa premisa, Blum establece rápidamente el objetivo central de la política exterior de EE.UU.: la dominación mundial. El concepto, descrito de esta manera tan pocas veces -incluso en la izquierda- podrá sonar como sacado de una novela de Bond, una siniestra conspiración de SPECTRE, tramada en algún centro de comando submarino. Pero cuando Blum comienza a presentar el fundamento de su afirmación, lo ostensiblemente ficticio comienza a parecer real. Afirma que las fuerzas armadas de EE.UU. son la vanguardia de las empresas estadounidenses, empecinadas en lograr la globalización corporativa por cualquier medio a su disposición, incluidos el terror estatal, el saboteo de las elecciones, bombardeos, asesinatos, apoyo a autócratas asesinos en masa y una represión general de los movimientos populistas. De hecho, cualquier medio que pueda vencer la amenaza de la democracia económica, un modelo que innecesariamente gravaría y estorbaría los esfuerzos de las corporaciones para mejorar el resultado final de sus balances.

Nuestra visión bipolar del mundo

A continuación Blum nos conduce por una letanía de temas de política exterior, dejando a un lado la fachada de doble moral y subterfugio oficial y revelando la verdadera cara de la política exterior de EE.UU., que casi nunca es una realidad hermosa, admirable o defendible. Al leer los casos emerge una polaridad inquietante. Por una parte, el Noble Estadounidense, cuyas misiones civilizadoras en el extranjero son siempre intervenciones necesarias, condicionadas por un deseo de ennoblecer a pueblos ignorantes. Por la otra, el Terrorista, un bárbaro horrorosamente salvaje que pone el grito en el cielo con ira fundamentalista ante las libertades disolutas e infieles de Occidente. El Terrorista reduciría a polvo el hemisferio occidental si tuviera ocasión de hacerlo. De ahí las posiciones avanzadas de nuestros militares, solo una medida defensiva contra un enemigo con quien las negociaciones son una pérdida de tiempo.

Según la ortodoxia, la política exterior de EE.UU., en el mejor de los casos, es una fuerza casi mesiánica para el bien global, y en el peor es capaz de cometer errores disparatados que malinterpretan el carácter cultural del mundo en desarrollo. Nótese aquí que casi se excluye la capacidad de una conducta inmoral. Equivocada, sí. inmoral nunca. Piensen en la tan citada afirmación de Barack Obama de que la guerra de Irak fue una guerra «errónea», una guerra «estúpida» y mal dirigida. Ni una sola vez en su campaña de 2008 o antes nuestro futuro presidente llegó a insinuar que la guerra de Irak fue profundamente inmoral. Si no lo fue, resulta que ninguno de los responsables de la guerra debería ser enjuiciado por crímenes de guerra. De ahí la rápida decisión de Obama de «mirar hacia adelante» y permitir que los criminales como George Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld se paseen tranquilamente hacia los libros de historia. De la misma manera resulta que las violaciones de nuestras libertades civiles se pueden llevar a cabo con la conciencia limpia, ya que el gobierno solo quiere proteger a su ciudadanía. Lo que esta perspectiva requiere del ciudadano promedio es una generosa fe infantil, una noción crecientemente risible en la era de Wikileaks.

En la lejana polaridad del espectro moral se encuentra el terrorista. Los que nos molestan -marxistas redistributivos, partidarios de la reforma agraria, socialistas favorables al gran gobierno, antitotalitarios- son desdeñosamente calificados de terroristas por nuestro gobierno, gracias al mágico eufemismo de «apoyo material». Basta con agregar una fuerte dosis de intimidación y se logra el consenso general. Por lo tanto, tu combatiente por la libertad se convierte en mi insurgente. Mi resistencia indígena se convierte en tu ejército maoísta. Se presenta al terrorista como un degenerado moral, imposible de comprender porque es fundamentalmente depravado, a diferencia de nosotros. Como ilustra la retórica estatal, los terroristas siempre atacan primero. La historia comienza con un coche bomba y termina con una intervención humanitaria.

Blum denuncia esta interpretación pervertida de la historia en un escenario tras otro: Irak e Irán; la Casa Blanca de Bush; la satanización de Wikileaks; las catástrofes de la antigua Yugoslavia; el bombardeo de Libia y el apoyo al terror estatal en Latinoamérica. En un capítulo sobre la Guerra Fría, Blum revisa lo que posiblemente sea la fábula más útil del Siglo XX al hacer la sorprendente afirmación de que la Guerra Fría no fue una batalla secreta entre capitalismo y comunismo, sino más bien un esfuerzo estadounidense para aplastar el populismo en el Tercer Mundo. Hasta el establishment ha admitido a veces esta afirmación. Nada menos que el influyente politólogo de Harvard Samuel Huntington dijo en una conversación privada grabada en 1981: «Hay que promover la intervención u otra acción militar de tal manera que se cree la impresión errónea de que se está combatiendo contra la Unión Soviética. Es lo que EE.UU. ha estado haciendo desde la doctrina Truman».

Ilusiones necesarias

Hay numerosas incursiones en áreas relacionadas, incluyendo la ideología social, la defensa del entorno, las contradicciones del capitalismo, la efectividad del gobierno, la religión, el disenso, la tendencia de los medios dominantes hacia el engaño por omisión. Al capítulo sobre los medios le sigue astutamente un desmonte de Barack Obama, a quien Blum despoja de su fachada de relaciones públicas como reformador progresista. Muestra al presidente como un belicista retóricamente vacío, aliado del gran dinero e imperialista comprometido. Para subrayar el poder de la retórica para ocultar no solo la venalidad sino la fechoría, Blum termina el capítulo con un sorprendente pasaje de un discurso de Adolf Hitler en 1935, que suena como un coro de perogrulladas pacifistas y un internacionalismo que podría haber sido expresado por cualquier elegido neoliberal en cualquier economía desarrollada. Entre otras declaraciones de un perfecto pragmatismo liberal, Hitler dice:

Puede que nuestro amor a la paz sea más grande que en el caso de otros, porque hemos sufrido más debido a la guerra. El Reich alemán… no tiene otro deseo que vivir en términos de paz y amistad con todos los Estados vecinos. Alemania no tiene nada que ganar en una guerra europea. Lo que queremos es libertad e independencia.

Blum es una muestra perfecta de franqueza cuando se enfrenta a patriotas rabiosos y nacionalistas reflexivos. Cuando alguien le pregunta si ama a EE.UU., responde a secas: «No, no amo a ningún país. Soy un ciudadano del mundo. Amo ciertos principios, como los derechos humanos, las libertades civiles, una democracia significativa, una economía que ponga a la gente por delante de los beneficios». Esta honestidad característica y escueta se refleja en todo el libro. Página tras página, Blum traduce las complejidades de la doble moral al lenguaje del hombre de la calle, desempacando los objetivos malévolos del militarismo estadounidense.

Flanqueando al Gran Hermano

Como en el caso de muchos escritos y polémicas de la izquierda, hay un capítulo final en el que pierde gran parte de la fuerza y el impulso del texto precedente y finalmente expresa la gran pregunta «¿Entonces, qué hacemos al respecto?». Por suerte, las respuestas de Blum son tan simples y sensatas como el resto de su trabajo. Para el autor, la condición sine qua non de cualquier cambio político real es obvia: eliminar el dinero de la política. Para convocar el tipo de presión política requerida para imponer un semejante cambio sistémico: Necesitamos una población educada. Blum señala que lo mejor que podemos hacer es educarnos en el proyecto imperial. Al desenmascarar los engaños sutiles y no tan sutiles de los medios aprobados por el Estado podemos informarnos, y a otros, hasta que alcancemos una masa crítica de disenso, momento en el cual se puede efectuar el cambio.

En uno de los últimos capítulos sobre la resistencia, Blum ofrece un poco de esperanza proveniente de un informe del Defense Science Board, un organismo federal creado para dar consejo independiente al Secretario de Defensa. En 2004, el grupo criticó la teoría de las actitudes musulmanas globales hacia EE.UU. Después de desacreditar el mito del odio irracional de Medio Oriente contra las libertades estadounidenses, el informe llegó a la siguiente conclusión lapidaria: «Ninguna campaña de relaciones públicas puede salvar a EE.UU. de políticas erróneas».

Podrá ser válido en el extranjero, pero habría que estar dormido para no ver la efectividad de las relaciones públicas sobre la opinión pública de EE.UU. Nuestro presidente es un presidente de las relaciones públicas, cuya mano invisible higieniza nuestra realidad de su carácter sanguinario. Somos seducidos por las perogrulladas tranquilizadoras de medios aprobados por el Estado, colocar primero a la gente, conservadurismo compasivo, cambio en el que podemos creer, Camelot, una ciudad resplandeciente sobre una montaña, mañana en EE.UU. Gustave Le Bon, pionero de la psicología de masas, señaló una vez que las masas son especialmente susceptibles a fantasías reconfortantes y que «Quienquiera que pueda suministrar ilusiones es fácilmente su amo; quienquiera que trate de destruir sus ilusiones será siempre su víctima».

Blum cita un trabajo destructor de ilusiones de la contracultura de los años sesenta, sobre todo al activista y músico Gil Scott-Heron, cuya canción The Revolution Will Not Be Televised [La Revolución no será televisada] advierte a EE.UU. de que viene una revolución. Scott-Heron canta que la gente, en la paráfrasis de Blum, «Ya no podrá vivir su vida diaria normal» y -de un modo más incisivo- que «no debería querer vivir su vida diaria normal». Pero en el actual clima social tranquilizado, esta última línea suena al mismo tiempo terriblemente relevante y tristemente ingenua. ¿Cuántos de nosotros simplemente queremos dejar el trabajo, descansar en nuestro sofá cerca de suficientes sedativos alcohólicos, narcóticos televisuales que decoran la sala de estar y caer en un estado de alivio irreflexivo? Las comodidades podrían ser el opio del pueblo de EE.UU. La ruptura de esa burbuja de banalidades, a través de la expansión de los instrumentos de información, parece un camino viable hacia adelante.

Y mientras los profetas solitarios como Blum siguen al pie del cañón, un puñado de verdades excavadas puede amenazar con hundir la narrativa cuidadosamente construida del imperio. Una nota de injusticia puede sonar en el pensamiento de un gerente medio insípidamente aquiescente o de un trabajador de mantenimiento con los labios sellados. Mao Zedong dijo una vez: «Una sola chispa puede incendiar la pradera». Sin esa trémula esperanza, el hecho de que la premisa central de intención maligna se haya confirmado tan a menudo sirve de poco consuelo. Una Casandra absuelta es poco más que una salva para el ego del tábano. Pero en vista del daño a la democracia y a sus perspectivas aquí y en el extranjero, ¿quién puede decir con seguridad que esta no es su lucha?

Jason Hirthler es escritor, estratega y un veterano de 15 años en la industria de las comunicaciones corporativas. Vive y trabaja en la Ciudad de Nueva York. Contacto: [email protected] .

Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/04/01/empire-of-deceit/

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