Recomiendo:
0

El interminable exilio republicano

Fuentes: Cuarto Poder

La última vez que el CIS preguntó sobre la Monarquía Española fue en abril del 2015 y ésta suspendió con una nota media del 4,34, por debajo de la Guardia Civil, las fuerzas armadas y los medios de comunicación. Desde entonces, tres años y medio, los ciudadanos españoles no hemos vuelto a ser preguntados por […]

La última vez que el CIS preguntó sobre la Monarquía Española fue en abril del 2015 y ésta suspendió con una nota media del 4,34, por debajo de la Guardia Civil, las fuerzas armadas y los medios de comunicación. Desde entonces, tres años y medio, los ciudadanos españoles no hemos vuelto a ser preguntados por la Casa Real, sobre cómo la valoramos o si preferimos una república como modelo de Estado.

Han pasado cuarenta años desde la restauración de la monarquía con Juan Carlos I y nadie duda de la crisis de su legitimidad, ligada al régimen del 78 y a las élites políticas, económicas y socioculturales. Lo cierto es que nuestro régimen actual, la «Segunda Restauración Borbónica», como lo definió Julio Anguita, nació ya en crisis. El Preámbulo de la Constitución que se aprobó tras el franquismo no hacía ninguna referencia a la Constitución de 1931, su antecesora legítima. Y todavía hoy, cuando el rey Felipe VI ha celebrado los cuarenta años de la Constitución de 1978, el silencio sobre la legitimidad republicana de 1931 ha sido atronador, humillante y vergonzoso.

Para los españoles y para el mundo entero, la Segunda República será siempre un símbolo de la democracia y de la resistencia contra el fascismo y el totalitarismo. Sin embargo, ahora que se cumplen ochenta años del inicio del exilio republicano, todavía estamos esperando un homenaje oficial para todos aquellos heroicos demócratas

Como recoge Eduardo González Calleja, en un libro imprescindible, la memoria de la Segunda República se está convirtiendo en un caballo de batalla para plantear soluciones a la crisis de régimen actual en la que nos encontramos. Es una tarea que tenemos por delante los nietos y los bisnietos: recoger la Memoria de la Democracia, recordando el largo exilio del gobierno republicano, que, en cierta manera, llega hasta nuestros días.

La última reunión de las Cortes republicanas se celebró en las caballerizas del Castillo de San Fernando de Figueras, el 1 de febrero del 1939, donde se declaró al Parlamento como el único legítimo representante del pueblo. La sesión, presidida por Martínez Barrio, se celebró a las diez y media de la noche, para así evitar los bombardeos de la aviación alemana.

La situación no podía ser más dramática. Barcelona y Tarragona habían sido ocupadas por los golpistas. Miles de personas trataban de llegar a Francia mientras los aviones de la Legión Cóndor los bombardeaban. La fatiga, el hambre y el terror eran visibles en el rostro de los exiliados.

El presidente del Gobierno, Juan Negrín, pronunció un largo y emotivo discurso recogido en el diario de Sesiones del Congreso. Se refirió al pánico que había desatado en los últimos días la ofensiva franquista: «¿Cuáles son los motivos objetivos del pánico? En primer término, la repulsa de nuestra población civil a vivir bajo la dominación facciosa. El éxodo de la población civil -hombres, mujeres y niños- ante las fuerzas rebeldes e invasoras, es el mejor plebiscito que puede producirse a favor del Gobierno». También expuso tres puntos para negociar la paz: «Garantía de la independencia de nuestro país y de la libertad contra toda clase de influencia extranjera. Garantía de que sea el pueblo español el que señale cuál ha de ser su régimen y cuál su destino. Garantía de que, liquidada la guerra, habrá de cesar toda persecución y toda represalia». Negrín aún conservaba la esperanza de frenar a Franco cuando las democracias europeas intervinieran contra el fascismo alemán e italiano. Días más tarde, Negrín, Azaña y los presidentes autonómicos de Cataluña y el País Vasco, Companys y Aguirre, cruzaron la frontera francesa.

Así comenzaba el gobierno de la República en el exilio, que se mantuvo sobre todo gracias al apoyo fundamental de México y de su presidente, Lázaro Cárdenas. México, en efecto, se comportó como un país hermano y un auténtico aliado de la República española, acogiendo a millares de exiliados. En 1946, el Gobierno en el exilio se trasladó a París, y permaneció en el exilio hasta 1977, fecha en la que se disolvió coincidiendo con las elecciones generales que se celebraron en España, tras la muerte de Franco.

En un primer momento, la prioridad principal de las instituciones establecidas en el exilio fue atender a los refugiados españoles, con expediciones de salvamento en barcos como el Siania, Mexique e Ipanema. Pero el gobierno alemán y el dictador Franco hicieron todo lo posible por impedir que los republicanos españoles salieran del país. Millares de personas se agolpaban en el puerto de Alicante esperando que algún barco viniera a recogerles. Sólo un buque inglés, el Stanbrook, acudió en su rescate. Tras muchas dificultades, logró transportar a 2500 personas hasta Orán (Argelia), pese a que la aviación alemana y el buque Canarias intentaron hundirlo por el camino.

En Francia, a los exiliados españoles se les recibió como delincuentes y se les encerró en campos de concentración. Un año después, muchos de ellos fueron entregados a los nazis, que los llevaron al campo de exterminio de Mauthausen. Millares de españoles trabajaron ahí, muriendo gran cantidad de ellos. Cuando el ejército norteamericano entró en Mauthausen, las banderas republicanas habían sustituido a las nazis y en la puerta se podía leer «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras».

El objetivo del gobierno de la República en el exilio era, por supuesto, poner fin a la dictadura franquista y volver a la legalidad de la Constitución de 1931. Para ello los dirigentes del Estado republicano se apoyaron en cuatro pilares: la Presidencia de la República, el Gobierno, las Cortes y los gobiernos autonómicos. La gran esperanza era que los Aliados, tras vencer a Alemania y a Italia, ayudaran a poner fin al régimen de Franco, puesto que éste se había claramente alineado con los fascistas. Pero, de nuevo, el contexto internacional marcó la política interna de nuestro país y las esperanzas se diluyeron bien pronto.

El Gobierno en el exilio hizo un gran trabajo diplomático en 1946, consiguiendo que la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) condenara al régimen español como fascista y vetara su ingreso, con el apoyo de todas las potencias vencedoras de la guerra. La Asamblea General de la ONU exigía la vuelta a la democracia y propuso retirar los embajadores de Madrid. Varios países, como México, Guatemala, Venezuela, Polonia, Yugoslavia o Checoslovaquia, reconocieron oficialmente el Gobierno republicano. Este éxito diplomático creó grandes esperanzas a los exiliados, que vieron la posibilidad de desalojar a Franco por medios diplomáticos.

Todo quedó en papel mojado. La postura de no intervención de Gran Bretaña y el comienzo de la Guerra Fría, con el reparto geopolítico entre EEUU y la URSS, puso fin a todas las esperanzas republicanas. A partir de los años 50, el franquismo entró en la escena internacional como un aliado contra el comunismo. Así pues, los intereses militares de EEUU estuvieron por encima de la democracia que decían defender. El Gobierno republicano no dejó de denunciar esta escandalosa contradicción: por una lado, EEUU se presentaba ante el mundo como la potencia mundial defensora de la democracia y los derechos humanos, y por otro lado, apoyaba la dictadura criminal de Franco.

Cuando el príncipe Juan Carlos fue nombrado sucesor de Franco en 1969, el Gobierno en el exilio emitió un comunicado en el que afirmaba que «no hay otro soberano más que el pueblo español, que, un día, sin duda próximo, dirá lo que piensa y decidirá definitivamente».

Una nueva esperanza llegó con la Revolución de los Claveles en Portugal y la caída de la dictadura. De nuevo, se avivaron las esperanzas del Gobierno republicano en el exilio. Pero el «espíritu de la Transición» pronto caminó por otros cauces. El nuevo secretario general del PSOE, Felipe González, prefería negociar con los reformistas del régimen y el entorno del príncipe Juan Carlos. En seguida quedó claro que el eje que vertebraría el final del franquismo sería la monarquía que el propio Franco había instaurado, nombrando al nieto de Alfonso XIII como su sucesor.

Cuán modélica hubiera sido la Transición española si se hubiera comenzado reinstaurando la República y devolviendo el poder a los que habían ganado las elecciones en 1936. Pero el regreso a la República jamás estuvo sobre la mesa. Más bien, se alimentó una especie de amnesia colectiva. Jamás se intentó una reparación ni tampoco una conmemoración de los represaliados republicanos.

Al contrario, los distintos gobiernos de la Transición (sobre todo los del PSOE, porque en eso el presidente Adolfo Suárez fue mucho más comedido) se aplicaron en idealizar la monarquía. Más aún, tras el intento de golpe de Estado del 23F, que permitió al monarca pasar por un defensor del orden constitucional, pese a todos los indicios que le implicaban directamente en el golpe del general Armada, quien era en realidad su brazo derecho. Por supuesto, se intentó hacer el menor hincapié posible en la historia de los Borbones en España, jalonada de corrupción, traiciones y todo tipo de ignominias, a los que hay que recordar, se le expulsó en dos ocasiones de España, una con Isabel II y otra con Alfonso XIII. De lo que se trataba era de limpiar el honor de la monarquía, algo que sólo podía hacerse sepultando en el olvido la experiencia republicana, llegando incluso a cargarla con la responsabilidad de la guerra civil.

Nadie se atrevió, tampoco, a hacer referencia en el Preámbulo a la Constitución de 1931, su antecesora legítima. El silencio sobre la legitimidad republicana de 1931 llega hasta nuestros días.

A la muerte de Franco, en 1975, el legitimismo republicano estaba completamente aislado. La modélica Transición dejó fuera a las fuerzas políticas que reclamaban la República, como ARDE (Acción Republicana Democrática Española), que no fue legalizada y, por lo tanto, no pudo participar en las elecciones de junio de 1977. Tras la publicación de los resultados oficiales, José Maldonado, presidente del República, y Fernando Varela, presidente del gobierno, dieron por válido el proceso electoral y pusieron fin a «la misión histórica de las Instituciones de la República en el exilio».

Terminaba, así, la aspiración política de una generación de españoles que había luchado incansablemente por defender la democracia republicana.

Si embargo, como bien podemos ver con la conmemoración de los 80 años del gobierno de la Segunda República en el exilio, la idea de república no se podrá borrar jamás del corazón de los seres humanos, pues es la meta irrenunciable de cualquier proyecto político que se quiera a sí mismo verdadero y justo. La idea de una sociedad de hombres libres, iguales y fraternos, en la que los que obedecen la ley sean al mismo tiempo colegisladores, de modo que, al obedecerla no obedezcan a ningún amo que no sean ellos mismos, es, como decía Kant, la meta irrenunciable de cualquier proyecto político.

Los hombres y mujeres que, en España, participaron en el primer proyecto demócrata republicano de España y que, luego, lucharon hasta la muerte por defenderlo, son, en este sentido, funcionarios de la Humanidad. Y jamás podrán ser olvidados.

Silvia Casado Arenas es profesora de Historia en Secundaria y autora (junto con Carlos Fernández Liria) del libro ¿Qué fue la guerra civil? (Akal, 2018). En breve, publicará con Akal ¿Qué fue la segunda república?

Fuente: Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.