Hasta antes de que se celebrase el debate público entre Donald Trump y Joe Biden, el pasado jueves 27 de junio, entre la oposición al trumpismo (lo mismo en los medios corporativos de comunicación que entre las filas del Partido Demócrata) un acuerdo ideológico general parecía dominar la actitud que se tenía en relación con las capacidades con las que contaba Biden para volver a derrotar en las urnas al magnate inmobiliario neoyorkino. A saber: desde 2020, Biden seguía siendo considerado como la mejor opción de los demócratas para evitar un segundo mandato de Trump a partir de 2025. En particular, muchas de las expectativas en las que dicho convencimiento se decantaba estaban sustentadas en el hecho de que el actual presidente de Estados Unidos había logrado vencer por un amplio margen de ventaja a su adversario en un contexto en el que aquel disfrutaba uno de sus momentos de mayor popularidad e, indudablemente, de mayor concentración de poder político al frente de la titularidad del poder ejecutivo nacional (y todo ello a pesar de lo desastrosa que fue su gestión de la crisis sanitaria causada por el SARS-CoV-2 en el país).
Ahora, en los días posteriores a la realización de ese debate –que, dicho sea de paso, exigió Biden para convertirlo en una oportunidad para demostrar sus capacidades ante su rival–, aquel acuerdo parece ya no ser lo ampliamente preponderante que llegó a ser y, en cambio, en la agenda pública y de los medios en Estados Unidos comienzan a manifestarse prolíficos llamados de atención sobre la necesidad de generar un nuevo consenso entre todos los sectores que perciban en el trumpismo a una amenaza (real y/o potencial) al régimen y a la cultura política nacionales. Uno en el que, sin menospreciar o demeritar los servicios a la patria ofrecidos por Biden a lo largo de su carrera pública, se cobre conciencia del hecho indiscutible de que su avanzada edad ya no le permite ser el líder de una fuerza política lo suficientemente amplia, sólida y vigorosa como para derrotar a un Donald Trump que, pese a que en estos últimos cuatro años no contó con niveles de exposición mediática similares a aquellos que disfrutó previo a su mandato presidencial, y no obstante haber sido condenado formalmente por la comisión de delitos graves, no sólo no ve a su popularidad y a su aceptación entre amplios sectores de la población estadounidense disminuir con el paso del tiempo sino que, por lo contrario, cada día incrementan más, lenta, pero sostenidamente.
Y es que, en efecto, a pesar de que las advertencias sobre los problemas que supondría la edad de Biden para hacerle frente, por segunda ocasión, a las aspiraciones presidenciales de Trump no escasearon a lo largo del mandato del demócrata en funciones (por ejemplo, en cajas de resonancia tan potentes entre los sectores liberales del país como lo es el New York Times), no es menos cierto que el pobre desempeño intelectual, discursivo y político de Biden en su primer debate con Trump previo a los comicios de este 2024 desencadenó, tan pronto como al día siguiente, una oleada de intervenciones editoriales en la prensa, la radio y la televisión orientadas a movilizar entre el electorado la idea de que, en efecto, Biden ya no es el político vigoroso que aún había llegado a ser hace cuatro años, cuando su campaña logró sacar al trumpismo de la presidencia de la nación. Llamativo examen de conciencia, sin duda, en la medida en la que una y otra vez Biden dio muestras de haber estado experimentando un deterioro progresivo y significativo de sus habilidades desde el día en que tomó posesión del cargo que hasta la fecha ejerce, y que, convenientemente, los medios corporativos de comunicación y muchos de los comentócratas que hoy se asumen como patriotas verdugos piadosos del actual comandante en jefe de las fuerzas armadas estadounidenses dispensaron –pretendidamente– para no poner en riesgo la –supuesta– estabilidad que Joseph Jr. había traído al país luego de la vorágine trumpista.
Llamativo, sí, pero también hipócrita y cínico este estado de catarsis en el cual parecen encontrarse todos estos personajes porque, en sus emplazamientos a Biden para que éste se haga a un lado y ceda la estafeta del relevo presidencial a otra persona dentro de las filas de su partido, además del evidente prurito que les causa el que la senectud de su candidato preferido haya quedado evidenciada en televisión nacional (sin todos esos controles de riesgos que el equipo cercano de Biden suele tender a su alrededor para aminorar una exposición mediática negativa de él) ha quedado de relieve su complicidad para sostener en la presidencia de Estados Unidos a un personaje que, si de pura casualidad a lo largo de estos cuatro años tuvo todas las deficiencias intelectuales que mostró en el reciente debate, lo menos que se le podría cuestionar es la pertinencia, la ecuanimidad y la racionalidad detrás de muchas de las decisiones que han marcado su administración: como su indulgencia con el genocidio israelí en Palestina o su terca intervención en la guerra ruso-ucraniana bloqueando cualquier iniciativa para llegar a una paz negociada entre las partes.
¿Es realmente Biden quien toma las decisiones de gobierno más importantes de su mandato o son las personas que lo aconsejan y asesoran?, ¿ejerce verdaderamente el cargo de comandante supremo de las fuerzas armadas de su país o es un presidente impotente más ante el peso del complejo científico-tecnológico, militar e industrial que constituye el Estado profundo estadounidense?, ¿son sus decisiones producto de su voluntad de gobernar o son, por lo contrario, el reflejo ineludible de las inercias propias de las burocracias federales y de las presiones que sobre ellas ejercen sus propias clientelas? Por el momento, entre quienes claman por la sustitución a tiempo de la persona que habrá de contender contra Trump en los comicios que se avecinan nada de esto es parte de la discusión: no son ni el pasado ni el presente el objeto de su escrutinio sino el futuro, a pesar de que, a la luz de la evidencia actual, sean el pasado y el presente de las decisiones tomadas por Biden las que deberían de estar siendo objeto de revisión. En todo caso, si Biden ya no es capaz de liderar la resistencia ante el trumpismo durante cuatro años más, ¿por qué no exigir, desde ahora, que se aparte de sus funciones, cuando los mismos aspectos en él que son vistos como un riesgo para el futuro lo son, de igual modo, para el presente?
Ahora bien, ¿qué opciones han comenzado a movilizar estos personajes en la agenda pública y de los medios de comunicación como probables, plausibles y/o deseables sustitutos o sustitutas de Biden en la contienda electoral de este año? A decir verdad, la lista a este respecto no es muy extensa. Entre los nombres menos evidentes aparecen los de Gavin Newsom, actual gobernador de California; de Gretchen Whitmer, hoy gobernadora de Michigan o de Josh Shapiro, recientemente convertido en gobernador de Pensilvania. Algunos un poco más populares son los de Michelle Obama y de Hillary Clinton. El más vociferado, sin embargo, es el de la actual vicepresidenta del país: Kamala Harris. ¿Qué indica, en el fondo, este abanico de propuestas? En general, podría decirse que dos cosas.
En primer lugar, la poca disponibilidad de perfiles, aunque podría ser indicativa de que lo que se está procurando hacer es atajar la dispersión de las bases sociales de apoyo demócratas y concentrar esfuerzos únicamente entre las personas que posiblemente podrían contar con mayores probabilidades de éxito en los comicios, esta escasez de relevos también es ilustrativa de una crisis mucho más profunda en la que se encuentra el Partido Demócrata: la de no contar con cuadros políticos, profesionales, con proyección y reconocimiento de alcance nacional. Y es que, en efecto, no es que entre las filas de las y los demócratas no existan, en absoluto, personajes con algún grado de popularidad más allá del ámbito local en el cual desempeñan sus funciones públicas principales. El propio Shapiro es uno de esos personajes.
El tema de fondo es, más ben, que, al haber hecho de Biden, durante cuatro años, el baluarte del antitrumpismo, en general; y el principal muro de contención de un segundo mandato de Trump, en particular; a las y los demócratas les pasó de largo la necesidad de contar con un plan B y, en ese sentido, se les fue de las manos el preparar a más personas para contender por la elección presidencial en caso de que la candidatura de Biden se fuera a pique. En gran medida, podría convenirse en que esta falta de formación de cuadros o de relevos presidenciales para Biden también se debió a las amplias y profundas fracturas internas que existen entre las y los demócratas; razón por la cual la opción menos riesgosa parecía ser la de dejar que, por inercia, el cargo de presidente del Estado convirtiese a Biden en un factor de unidad (o por lo menos en uno de moderación de futuras rupturas). El problema fue, sin embargo, que al no convertir la crisis interna de hace cuatro años en una oportunidad para trabajar por la unidad, con el paso de los años esas diferencias sólo fueron adormecidas provisionalmente y, ahora, ante la posibilidad del fracaso de la campaña de Biden, la idea de un relevo sólo puede derivar en un mayor ensanchamiento de los desacuerdos y en una menor predisposición a la reconciliación, producto de la competencia por la nominación.
Lo que no deja de ser inaudito, además, es que, aunque el grueso de los ejercicios demoscópicos en el país dio cuenta de que la popularidad de Biden decrecía casi tanto como incrementaba su impopularidad, al final, en el Partido Demócrata se hubiese apostado tanto a confiar en que los escándalos de corrupción y los juicios que enfrentaba Trump harían el trabajo sucio de borrarlo de las preferencias del electorado. Cosa que claramente no pasó.
En segunda instancia, así como este reducido abanico de candidaturas sustitutas es indicativo de la falta de cuadros entre las y los demócratas –tanto como lo es de sus divisiones internas– también es ilustrativo de la mentalidad con la que esta oposición al trumpismo se ha venido conduciendo en relación con su electorado a lo largo de la última década; esto es: asumiendo que, por mediocres o malos que sean los perfiles que postulen para contender por la presidencia del país, el electorado indeciso y, más aún, las bases sociales de apoyo de los propios demócratas, deberían de apoyarlos únicamente porque la alternativa entre los republicanos es peor; demandando, con ello, una obediencia y una lealtad irrestrictas e irreflexivas no sólo sobre las candidaturas en cuanto tales, sino sobre los contenidos ideológicos y programáticos ofrecidos como propuestas de campaña y como proyectos de gobierno una vez ganados los comicios.
Ahora mismo, en esta línea de ideas, apelando a la necesidad de conjurar al fantasma de la vía trumpista al fascismo estadounidense es que entre las y los demócratas se exige a migrantes, a mujeres, a la población negra y afrodescendiente, a la juventud, etc., un salto de fe, un voto ciego de confianza, por quienquiera que sea capaz de detener un segundo mandato de Trump en las urnas; como si ello fuese el objetivo y no apenas un medio para conseguir un fin mucho más elevado y que trasciende el ámbito de lo electoral: la contención y la reversión del fortalecimiento político y cultural de movimientos sociales y de fuerzas políticas de extrema derecha que de apoco han ido derechizando cada vez más al pueblo estadounidense.
En el caso de Kamala Harris –cuyo cargo y trayectoria reciente le confieren un grado de reconocimiento electoral mucho más amplio que el del resto de personalidades auscultadas– lo anterior se evidencia en el hecho de que, a pesar de ser un perfil con niveles de popularidad y de impopularidad similares a los de Biden (un promedio de 39% de opiniones positivas frente a uno de 49% negativas), su nombre aparece entre las listas de probables relevos de Biden sólo por eso: porque de entre todas las opciones no es que sea la mejor, sino la menos peor. Harris es, en este sentido, a la que su visibilidad en el cargo de vicepresidenta le puede ahorrar esfuerzos de proyección mediática nacional que un gobernador o una senadora sí tendrían que enfrentar y es, también, la persona que, a pesar de su alta impopularidad, fue elegida como sucesora por Biden en caso de que éste llegase a faltar (es decir, es la persona que habría probado, ante los ojos del actual presidente de Estados Unidos, que cuenta con todo lo que se requiere para ejercer el cargo; de lo contrario, no habría sido electa vicepresidenta).
Con Harris, además, también es puesto de manifiesto cierta lógica instrumental de la agenda de género por parte de las élites corporativas, mediáticas y partidistas demócratas, pues al ser mujer se da por descontado que el abultado electorado femenino (prácticamente la mitad de la población) votaría por ella en las urnas (todavía con mayor razón –se argumenta– si se toma en consideración que su rival republicano sería un hombre profundamente machista y violentador de mujeres). Se da por hecho, pues, que las mujeres estadounidenses votarán por una mujer presidenta, pero también en contra de un macho, sin prestar mucha atención al comportamiento de esta parte del electorado de Estados Unidos en, por lo menos, las últimas dos elecciones presidenciales, cuyos números desmienten esta lógica mecanicista en el sufragio.
En efecto, en 2016, cuando en las boletas aparecieron Donald Trump, por los republicanos, y Hillary Clinton, por los demócratas, es verdad que Clinton consiguió un mayor porcentaje de votos de mujeres en su favor (54% frente al 39% de Trump). Sin embargo, no debe perderse de vista que Trump, con todo y que ya eran del dominio público sus aventuras sexuales extramaritales, sus declaraciones sexistas en contra de las mujeres («Grab ‘em by the pussy”) y su posición en torno del aborto, consiguió apenas quince puntos porcentuales menos que Clinton. Cuatro años después, en las elecciones de 2020, enfrentándose Biden contra la posibilidad de que Trump se reeligiera, aunque los republicanos volvieron a sacar menos votos entre las mujeres respecto de los que consiguieron los demócratas, la diferencia fue de apenas once puntos, pero con un incremento del número absoluto de votantes mujeres por Trump: 44% del total ante el 55% de Biden.
Es decir, acá el género no es una variable que en automático identifique a las mujeres con una candidata mujer. Muchísimo menos es un motivo para que esta parte del electorado no vote (por múltiples y diversas razones, más allá del género), por un candidato como Trump, profundamente hostil con sus reivindicaciones históricas.
Finalmente, no habría que pasar por alto que, en toda esta trama, se está dando por descontado que Biden se hará a un lado para ceder la estafeta a alguien más (quienquiera que ésta sea), sin embargo, hasta el momento, el actual presidente de Estados Unidos no ha dado ningún indicio de querer hacerse a un lado y, menos aún, de estar dispuesto a hacerlo –por la razón o la fuerza– sin oponer algún tipo de resistencia al proceso. Lo que es un hecho, por el momento, es que, incluso si llega a vencer a Trump en las urnas, cuatro años más de él al frente del poder ejecutivo nacional de la potencia imperial más grande y virulenta del mundo da mucho en que pensar sobre las decisiones de política doméstica y exterior que se tomen, ya no tanto por cuestiones ideológicas y consideraciones programáticas, sino por criterios que involucran directamente su facultades y capacidades intelectuales.
Ricardo Orozco. Internacionalista y Posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. @r_zco
—
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.