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El malestar del campo: reflexiones frente a la ofensiva ideológica de las derechas

Fuentes: Ctxt [Foto: Manifestación por el campo en Madrid el 20 de marz ( RTVE)]

Los movimientos de extrema derecha capitalizan una identidad común de la “población rural” presentada como víctima de la ciudadanía, mientras la supuesta superioridad moral de la izquierda urbana no ayuda a establecer alianzas

Este 20 de marzo tuvo lugar una gran manifestación en Madrid, el llamado #20MRural, convocada por las tres organizaciones profesionales agrarias de implantación estatal y apoyada por entidades muy diversas que incluían asociaciones vinculadas a la caza, los toros y los grandes terratenientes, así como otras relacionadas con el espectro de la “España Vaciada”. En torno a esta marcha la ultraderecha ha pretendido capitalizar el descontento histórico (y muy legítimo) de la población rural y su percepción de desprecio desde las élites urbanas. Consideramos que la vinculación de este descontento con ideas conservadoras es parte de un artefacto comunicativo, cultural, artificial y contradictorio, que sin embargo está dando sus frutos.

El sistema alimentario actual (industrial y globalizado) no está funcionando ni para quienes trabajan en el campo –ahogados en precios bajos y siempre inseguros, costes altos y siempre ascendentes y deudas hasta el cuello– ni en otros sectores de la cadena alimentaria, ni para la sociedad en su conjunto. El sector agrario utiliza el 80% del territorio y el 80% del agua, y genera los alimentos que consumimos a diario y que suponen una importante entrada de divisas en nuestro país, además de la materia prima para uno de los principales subsectores industriales en términos de empleo y de valor. También el sistema alimentario global es, ojalá sobre decirlo, responsable de un tercio de las emisiones globales de efecto invernadero, y está en el centro de muchos de otros límites planetarios ya traspasados o en vías de ello, como son la biodiversidad, los ciclos biogeoquímicos de fósforo y nitrógeno, el agotamiento y cambio en los sistemas de uso del suelo, o el agotamiento y degradación de los sistemas de agua dulce. Ni que decir tiene que estos límites tienen relación con conflictos de rabiosa actualidad, como ocurre con los nitratos rusos y los fosfatos del Sáhara Occidental que fertilizan nuestros cultivos.

Pero quienes abogamos por la transición ecosocial no estamos siendo capaces de generar, en un contexto de profunda crisis alimentaria y rural potencialmente favorable, imaginarios capaces de superar los discursos intensificadores, insostenibles, neoliberales y ultraconservadores. Quizá merece la pena echarle una pensada a fondo; en el presente artículo queremos reflexionar acerca del papel que juegan los aspectos simbólicos en las transiciones (y sus contradicciones) hacia la sostenibilidad en el sistema agroalimentario, que resulta relevante también en el medio rural.

El sector agrario frente a la transición ecosocial

La autopercepción de debilidad no facilita el cambio, sino más bien una actitud conservadora y defensiva. La baja autoestima dificulta la innovación y bloquea las transiciones hacia la sostenibilidad. Esta debilidad autopercibida en el sector agrario, tanto en términos individuales como colectivos, actúa como un importante obstáculo para que agricultores y ganaderos persigan opciones que puedan impulsar transiciones hacia modelos alimentarios alternativos, más adecuados y sostenibles, y dificulta el establecimiento de alianzas con los consumidores y los movimientos alimentarios urbanos.

Muchos agricultores y ganaderos, especialmente pequeños y medianos, se enfrentan a una grave crisis en términos económicos y socioculturales, además de a una tendencia de larga duración de aumento de la pobreza rural, tanto en el Norte Global como en el Sur. ¿Podrían ser estos agricultores convencionales en crisis, pequeños y familiares, un sujeto social clave para escalar las transiciones ecosociales, ya que son los que más lo necesitan? Si nos fijamos en los datos, en España desaparecen cada diez años un 10% de las explotaciones (las más pequeñas), y la renta agraria cae en picado desde hace décadas, al contrario de lo que ocurre con el número de explotaciones ecológicas (crecen a un ritmo superior al 5% anual desde hace más de 10 años) o las ventas de alimentos ecológicos. Pero el hecho es que una amplia mayoría de los agricultores y ganaderos no está adoptando prácticas agrícolas agroecológicas (como referente de las agriculturas sostenibles), sino que está intensificando las prácticas agrícolas insostenibles, arrastrados por las diferentes políticas agrarias en los distintos niveles administrativos y de la industria.

Los sujetos sociales presentados como motores de las transiciones por los movimientos alimentarios han sido los movimientos campesinos de enclaves específicos del Sur Global (el MST en Brasil, la ANAP cubana, etc.). Pero los perfiles sociales más comunes en el sector agrario del Norte Global, como los agricultores (familiares) convencionales, se muestran profundamente reacios (y normalmente enfrentados) a los discursos de la agroecología y la soberanía alimentaria, además de fragmentados, debilitados y comprometidos, de alguna forma, con los flujos globales del capitalismo agroalimentario. Nuestro sector agrario organizado es el principal promotor –a menudo la principal excusa– de las políticas de globalización agroalimentaria, como la Política Agraria Común de la UE y su orientación agroexportadora en muchos cultivos básicos, que erosiona la soberanía alimentaria en todo el mundo. Sus principales demandas –como la de unos “precios justos” que se exigen a un mercado global y neoliberal– son perfectamente compatibles con la agenda de la intensificación y modernización agrarias, además de profundamente inmovilizadoras, al bloquear cualquier tipo de agencia del propio sector en el avance hacia modelos agroalimentarios en los que tengan mayor poder y capacidad de decisión.

A pesar de ello, se han destinado pocos esfuerzos a comprender los mecanismos simbólicos que operan en la reproducción de esta situación tan contradictoria. Los mensajes promovidos por los movimientos alimentarios europeos logran llegar a las comunidades urbanas de clase media, pero no a las comunidades rurales ni a los agricultores convencionales. Los significados y roles que los activistas alimentarios urbanos atribuimos a la pequeña agricultura en el sistema alimentario –“un campesinado que guarda y cuida los suelos, el agua y la biodiversidad para producir alimentos y distribuirlos en alianza con el consumo”– divergen en gran medida de los que les asignan los lemas de movilizaciones como las de el pasado domingo: “un sector económico estratégico que hay que conservar y proteger para que tenga rentas equiparables a otros empresarios”. De esta forma, los agricultores convencionales se sienten incomprendidos en sus aspiraciones y criminalizados por los movimientos alimentarios urbanos, lo que creemos que podría explicar la gran distancia entre los movimientos agroecológicos urbanos y el tejido social agrario convencional.

Los populismos ruralistas y el cambio de los sistemas alimentarios

En los últimos años se ha escrito mucho sobre los populismos de extrema derecha en el medio rural. La pobreza rural, la crisis social, económica y cultural de las zonas rurales y la desposesión de los pequeños agricultores y campesinos en el contexto de la globalización –entre otros factores– han sido identificados como causas fundamentales del surgimiento y expansión de movimientos políticos rurales conservadores o abiertamente reaccionarios. Los planteamientos populistas de derechas se presentan a menudo como opuestos a, y un obstáculo para, aquellos movimientos y organizaciones que promueven la justicia social (redistributiva) y la sostenibilidad ecológica. Abren una brecha entre los imaginarios de los agricultores, la población rural y los de los actores urbanos transformadores. Son un problema para las transiciones ecosociales al distanciar simbólicamente al sector agrícola convencional y a las poblaciones rurales de otros actores sociales y económicos ya alineados con dicha transición.

Los populismos rurales conservadores están movilizando un amplio y diversificado repertorio de acciones y mensajes. Por ejemplo, tienden a disolver las diferencias internas dentro de los movimientos agrarios (convencionales) en Europa al plantear al Estado como un origen único y común a sus problemas, y un objetivo para sus demandas. Esto permite a los agricultores eludir cualquier responsabilidad por la situación actual, así como la de otros actores del régimen alimentario corporativo (la gran industria agroalimentaria, las grandes cadenas de distribución, las grandes empresas de semillas y fitosanitarios o la propia banca que gestiona los préstamos y subsidios) o cualquier desafío al statu quo. Así, hace posible una alianza entre las grandes empresas agrarias, las corporaciones agroindustriales y los agricultores de tamaño medio y pequeño. La construcción de un enemigo común es otro elemento recurrente, en torno al “extranjero”, ya sean los jornaleros migrantes, los agricultores extranjeros y las importaciones de alimentos (los “otros” horizontales), o en torno a los gobiernos nacionales y la Comisión Europea como un enemigo con poder superior (los “otros” verticales). La autopercepción de los agricultores y las comunidades rurales como abandonados por los gobiernos nacionales, y en un papel subordinado en la sociedad, aparece como un lugar común en numerosos análisis sobre las movilizaciones agrarias recientes.

También se movilizan diferentes elementos populistas para hacer converger las diversas subjetividades del sector agrario y el mundo rural para poder generar un sujeto social unitario. Es el caso de los paisajes “tradicionales” y el papel de los agricultores en la conservación de las tradiciones y la cultura rural; los valores del trabajo bien hecho y la cultura del esfuerzo; o la calidad superior de los productos agroalimentarios locales. Los alimentos locales (por ejemplo, la carne de nuestras macrogranjas de cerdos vinculada con fotos de cerdo ibérico comiendo bellotas en una dehesa) son utilizados de forma indiferenciada como expresión de las identidades nacionales. Y las identidades nacionales están, como sabemos, en el centro de los símbolos que movilizan a los agricultores convencionales y al mismo tiempo distancian a los agricultores de los movimientos alimentarios urbanos. Los movimientos populistas de extrema derecha construyen y capitalizan en toda Europa una identidad común de la “población rural” presentada como víctima de la ciudadanía urbana, los movimientos ecologistas y los gobiernos nacionales, reforzando la idea de la “división rural-urbana”, recreando visiones nostálgicas de la “ruralidad” y presentándose como “héroes” para salvar lo “rural”.

¿Cómo desarrollar estrategias simbólicas que permitan reconstruir sujetos sociales amplios para la transición ecosocial en el sistema alimentario?

En este escenario en el que la sostenida crisis rural y agraria se salda con un importante giro a la derecha, desde el activismo ecosocial debemos asumir algún tipo de responsabilidad. Puede ser que la soberanía alimentaria, como propuesta política surgida hace casi 30 años, esté quedando desfasada en un sistema alimentario globalizado que cambia rápidamente. Quizá la soberanía alimentaria necesita ser “traducida” a diferentes contextos y perfiles (territoriales, sociohistóricos y culturales), incorporando un análisis más exhaustivo de las actuales relaciones de poder en el sistema alimentario, para potenciar la construcción de alianzas entre diferentes actores –incluidos algunos sectores de los distintos niveles de las administraciones– en torno a problemas específicos y compartidos. Una soberanía alimentaria “traducida” debe ser una práctica arraigada en el mundo real y en sus contradicciones actuales, una reflexión común y un intento de construir relaciones a través de acciones específicas, más allá de los discursos preestablecidos y los enfoques binarios de “bueno” y “malo”; “local” y “global”; o “campesino” e “industrial”, a través de enfoques territorializados y basados en el lugar. Esto ampliará el enfoque para incluir en el análisis aspectos sociales y culturales, como un paso necesario para repolitizar la economía más allá de los esquemas “capitalocéntricos” que se centran en el trabajo, las rentas y los precios.

De cara a generar contextos simbólicos favorables a la transición ecosocial, en el sistema alimentario y entre los agricultores convencionales, los dispositivos, mensajes y lenguajes a desplegar deben tener en cuenta el entorno cultural presente en la vida cotidiana de estos. También debería tener en cuenta las especificidades de la diversidad dentro del propio sistema agroalimentario, como las representadas a lo largo de los ejes hombre/mujer, urbano/rural o agricultores ecológicos/convencionales. Un ejercicio de “traducción” de la soberanía alimentaria puede ayudar a abrir espacios simbólicos en los que construir alianzas entre agricultores convencionales y ecológicos, y con los movimientos ecologistas y alimentarios urbanos, para liderar la ambiciosa transición que necesitamos para el sistema alimentario. Estas alianzas son necesarias también para generar debate en torno a la actual adherencia de una mayoría de los perfiles de agricultura familiar convencional hacia los discursos e intereses de la agroindustria, la gran distribución comercial y las grandes familias terratenientes, que son quienes sí se benefician en términos económicos de la evolución actual del sistema alimentario. 

Para construir esos espacios simbólicos compartidos, la condición previa para cualquier alianza es una “política de reconocimiento”. Reconocimiento de unos pueblos, que hace décadas se especializaron en producir y exportar carne humana low cost (campesinado que se proletarizó en nuestras ciudades) y hoy producen carne low cost de cerdos y pollos industriales, que son desangrados de su riqueza natural y depositarios de todo tipo de basuras y desastres necesarios para alimentar el crecimiento urbano con comida y recursos naturales baratos; de un sector presionado para subordinarse a la agroindustria a costa de producir alimentos de mala calidad, que envenenan el territorio y a las gentes que cultivan, y de perder la autonomía productiva; de un sector que no es dueño de lo que produce ni de cómo se comercializa, a pesar de décadas de apretarse el cinturón y de asumir niveles de endeudamiento crecientes e insoportables. No se trata de justificar prácticas insostenibles (en términos sociales y ecológicos), sino de comprender por qué se reproducen. Es el sistema agroalimentario global el que presiona vía precios, corriente arriba en la cadena productiva, a los eslabones más débiles para que autoexploten su propia fuerza de trabajo y sobreexploten la fuerza de trabajo ajena y los ecosistemas.

Parece que la población rural, y el sector agrario en particular, perciben cierto tufo de paternalismo y superioridad moral en los mensajes de la izquierda y el ecologismo urbanos, y esto no ayuda a establecer alianzas. En un debate público, con más de cien personas, un activista agroecológico urbano se levantaba, indignado, y gritaba: “¿Me quieres hacer creer que los agricultores que envenenan las aguas y los suelos no son mis enemigos?”. Pues bien: no lo son. De hecho deberían ser la alianza principal del ecologismo urbano, y hoy en día son todo lo contrario. Y quizá una de las razones sea porque la condición de ruralidad no es reconocida hoy como condición de subalternidad en nuestra sociedad urbana y postindustrial, y eso supone una violencia adicional a la propia subalternidad. Solo cuando los agricultores y ganaderos convencionales se sientan reconocidos (y no culpados) por parte de la izquierda ecosocial, dentro de las contradicciones de sus condiciones de vida y de trabajo, será posible construir relatos comunes más allá de la adhesión a los discursos hegemónicos en el régimen alimentario corporativo. Solo cuando se recupere la autoestima será posible acelerar la transición, y el reconocimiento –también de las contradicciones de la propia izquierda ecosocial, que las tiene– es un poderoso paso hacia la restauración de la autoestima tanto individual como colectiva.

Gabriela Vázquez, Daniel López y Paula Pof son miembros de la Fundación Entretantos.

Fuente: https://ctxt.es/es/20220301/Firmas/39185/poblacion-rural-izquierda-ultraderecha-transicion-ecosocial.htm