En el año 2015 publiqué en Madrid con la editorial La Oveja Roja un libro –Insurgencias invisibles: resistencias y militancias en Estados Unidos– que fue creciendo a partir de una serie de crónicas y entrevistas para rebelión.org, escritas o referidas al primer gobierno de Obama. A pesar del entusiasmo que causó la elección del primer […]
En el año 2015 publiqué en Madrid con la editorial La Oveja Roja un libro –Insurgencias invisibles: resistencias y militancias en Estados Unidos– que fue creciendo a partir de una serie de crónicas y entrevistas para rebelión.org, escritas o referidas al primer gobierno de Obama. A pesar del entusiasmo que causó la elección del primer presidente afroamericano, el libro cuestionaba, desde el principio, la posibilidad de haber entrado en una era «postracial» que, entre otras cosas, volvía inoperante, incluso analíticamente, la noción de raza. Acompañado de las voces de Roberta Alexander, militante histórica del Partido Comunista-USA y de los Panteras Negras, de Enrique Dávalos, activista transfronterizo en San Diego/Tijuana y de Adriana Jasso, Harry Simón y Romel Díaz, militantes de Unión del Barrio, tratábamos de explicar cómo seguía operando la «línea de color» teorizada por W.E. Dubois desde la esclavitud, al complejo industrial de prisiones, pasando por las leyes segregacionistas de Jim Crow. Abordamos las resistencias al aparato de control y muerte de la frontera, las luchas sindicales y antirracistas, los intentos de privatización de la universidad pública, ofrecíamos, en suma, la perspectiva de esa multitud, que sin salir en los medios, luchaba y lucha anónimamente desde las «entrañas del monstruo» por la emancipación y la justicia social.
El libro era, sobre todo, un mensaje en una botella para la izquierda en España y América Latina. Confieso, con cierta frustración, que el mensaje no ha llegado o sólo ha llegado muy parcialmente. Sí, el libro fue reeditado en Chile gracias a la generosidad de los compas de la Editorial Proyección, se ha comentado y discutido en varias instancias, pero frustra ver cómo se siguen utilizando las mismas categorías estériles, incluidas algunos de los conceptos más vulgares del marxismo, para desentrañar el desastre que supone la elección de Trump.
Como cualquier otro acontecimiento histórico la elección de Trump puede y debe analizarse desde distintos ángulos. No es que los otros factores no importen, sino que sorprende clamorosamente la ceguera, más o menos generalizada, de la izquierda en el mundo hispanohablante para entender que la clave de esta elección es la supremacía blanca, el racismo estructural. De este preclaro modo lo explicaban los compañeros y compañeras de Unión del Barrio en su imprescindible Declaración tras la noche electoral:
«Una y otra vez, la historia muestra que la supremacía blanca «triunfa» [1] sobre todas las otras formas de identidad en los Estados Unidos. Por eso, los trumpistas odiaban tan intensamente a Obama y a Hillary R. Clinton y, por eso, salieron en masa a votar a Trump:
· La supremacía blanca triunfó sobre la clase- el 67% de los trabajadores blancos apoyó a Trump el «millonario del 1%»
· La supremacía blanca triunfó sobre la diversidad racial-el 58% de la gente blanca apoyó a a Trump «el xenófobo abiertamente racista»
· La supremacía blanca triunfó sobre el género-el 53% de las mujeres blancas apoyaron a Trump el «misógino depredador sexual».
· La supremacía blanca triunfó sobre el fanatismo religioso-81% de los evangélicos apoyó a Trump el «mujeriego degenerado» .
· La supremacía blanca triunfó sobre el «constitucionalismo» – el 61% de los veteranos apoyaron a Trump el «demagogo autoritario»
· La supremacía blanca triunfó sobre la educación-el 49% de los licenciados universitarios votó por Trump el «anti-intelectual».
Fue la supremacía blanca la que ganó la elección de Donald Trump»
¡Es la supremacía blanca, estúpidos! Lo digo sin intención de ofender a nadie, más bien evocando la frase de James Carville — «It’s the economy stupid» (es la economía estúpido)– que le dio la victoria electoral a Bill Clinton en 1992, anteponiendo la discusión económica sobre todos los otros aspectos. Sorprende, que teniéndolo delante de sus narices, la izquierda europea y, en menor medida, la izquierda latinoamericana, siga insistiendo en no utilizar la raza como categoría analítica, como si no fuera con nosotros, como si no fuéramos parte de esa «modernidad colonial», como la llama Anibal Quijano, que alumbró el sistema-mundo que habitamos y distinguió desde sus albores el trabajo asalariado de todas las otras formas de trabajo no remunerado y de terror como la esclavitud, el peonaje y la servidumbre coloniales.
Insisto, no es que los condicionamientos de clase, el patriarcado u otros factores no sean importantes, sino que la supremacía blanca, el racismo, «sobredetermina», particularmente en el caso de la elección de Trump, todos los demás, triunfa sobre ellos, porque históricamente, como explican los compañeros de Unión del Barrio, ha tenido una mayor capacidad estructural de interpelar a las grandes masas blancas y separarlas, por encima de sus potenciales intereses comunes de clase, de las minorías étnicas
La gente no está para muchas explicaciones y los cuentos de la supremacía blanca en Estados Unidos tienen casi tantos siglos como el Destino Manifiesto o las mil y una noches. Todo el mundo lo sabía, era un secreto abierto que con la campaña de Donald Trump dejó de ser simplemente un secreto y le dio alas a la reacción blanca contra el primer presidente afroamericano del país y, sobre todo, contra la acumulación de poder del movimiento Black Lives Matter y el movimiento de migrantes latinos a favor de la reforma. Trump no tuvo que esforzarse mucho para encontrar estos cuentos racistas, pues su fortuna es producto de la supremacía blanca. Como destapó el New York Times durante la campaña, su padre, Fred Trump, levantó su imperio inmobiliario en los años sesenta sobre la segregación de los afroamericanos, un asunto que, lejos de causar algún arrepentimiento en Trump hijo, lo llevo a envenenar la causa de «Los llamados 5 de Central Park«. En 1989 , 4 adolescentes afroamericanos y uno latino fueron acusados de violar a una mujer blanca que estaba haciendo jogging en el parque. Antes de que se celebrará el juicio, Donald Trump gastó 85,000 dólares de su propio bolsillo para imprimir una libelo de una página entera en cuatro periódicos, incluido el New York Times, donde pedía el retorno de la pena de muerte y la intensificación de la represión policial. Si embargo, «Los 5 de Central Park» fueron exonerados tras la confesión del verdadero autor de los hechos, pero Trump, por supuesto, jamás se retractó, a pesar de haberse equivocado y haber contribuido a destruir las vidas de estos jóvenes que fueron torturados y pasaron 7 años en prisión.
Pero no se trata de demonizar en exceso a Trump ni de sentirse culpable por ser blanco; la supremacía blanca es un fenómeno estructural con implicaciones simbólicas, culturales, políticas y, por cierto, económicas. Los individuos actúan dentro de esa estructura, lo más perverso de Trump es haber entendido muy pronto – al menos desde el escándalo de «Los 5 de Central Park»-los réditos políticos que le podía traer ser la voz de la supremacía blanca. Por eso se rodeó de nacionalistas blancos como Steve Banon para su campaña o rechazó desvincularse del apoyo explícito de David Duke Ex Gran Maestre del Ku Kux Klan (estamos hablando no ya de racismo, sino de terror racial). Trump, no obstante, no es el único que habla por esta estructura racista. Los altos cargos del partido republicano -John McCain, Ted Cruz, Ryan, etc– sólo se rasgaron las vestiduras en público después del escándalo del video de Access Hollywood en el que Trump amenazaba con agarrar de los genitales a una mujer blanca. Anteriormente, ya había dicho que todos los mexicanos eran violadores y todos los musulmanes terroristas a los que había que negar entrada al país, pero eso no había generado ninguna inquietud en los congresistas republicanos. Sólo cuando los cuerpos de «sus mujeres blancas» quedaron en la línea de fuego, saltaron las voces de alarma y, ni aún así, le han retirado su apoyo a Trump, porque la supremacía blanca se impone poderosamente sobre cualquier otra consideración. Otro tanto sucede con los liberales blancos que aparentemente han decidido culpar por la derrota de Hilary Clinton a Rusia y al discurso de lo «políticamente correcto» que no permite a los blancos expresar sus verdaderos sentimientos (racistas).
Con todos estos antecedentes sorprende que haya quién siga torturando las estadísticas y la realidad para tratar de explicar el fenómeno Donald Trump recurriendo a «la lucha de clases» o peor aún -como sucede con una serie de artículos publicados por el diario.es traducidos del británico The Guardian-insistiendo en que hay que entender a las grandes masas blancas que votaron por Trump, porque al fin y al cabo las elites del país llevan años sin hablar de «políticas de clase» y juzgándolos por ser racistas, por su cultura de las armas o por su cristianismo. No cabe ninguna duda que las elites políticas y económicas del país se han salvado a sí mismas de la recesión económica y se han beneficiado desproporcionadamente de la desindustrialización de las regiones que le dieron la victoria a Trump (el Rust Belt y el Midwest), pero hay que insistir en lo obvio: no son ni «las políticas de identidad» (una anémica forma de reparación por el racismo estructural), ni las minorías quiénes han empobrecido a estos trabajadores blancos. Alegrarse de esta supuesta venganza de clase contra las elites ilustradas del país es temerario. Además si la clase trabajadora ha visto su nivel de vida implosionar ¿qué decir de los más de 5 millones de latinos deportados o de los millones de afroamericanos encarcelados por delitos menores o de sus desproporcionados índices de desempleo, malnutrición, desahucios o de la falta de acceso a la educación de calidad?
Lo que parece decir el apoyo explícito a Donald Trump es: «si no hay para todos, mejor que haya sólo para los blancos»; eso es lo que dice el slogan de campaña «Make America Great Again/ Hagamos América Grande Otra Vez». ¿Grande como cuando los Japoneses eran internados en campos de concentración? ¿Grande como cuando los negros eran linchados y sus cuerpos expuestos en público e impresos en tarjetas postales para goce de las audiencias blancas? ¿Grande como cuando los latinos no podían acceder a la educación superior? ¿Grande como cuando sólo votaban los blancos? Por más que hayan sido víctimas de las políticas económicas del capitalismo financiero de Wall Street no podemos acompañar a los blancos en su naufragio en este «marasmo moral», como lo llama el intelectual afroamericano Cornel West.
Debería ser una petición de principios y, sin embargo, hay voces autorizadas en la izquierda como Ignacio Ramonet que se muestran críticos, pero ambivalentes; celebran el aparente rechazo de Trump a los tratados de libre comercio y escriben cosas como esta: «Para muchos electores irritados por lo «políticamente correcto», que creen que ya no se puede decir lo que se piensa so pena de ser acusado de racista, la «palabra libre» de Trump sobre los latinos, los inmigrantes o los musulmanes es percibida como un auténtico desahogo. A ese respecto, el candidato republicano ha sabido interpretar lo que podríamos llamar la «rebelión de las bases»». ¿De qué bases estamos hablando?
Más preocupantes aún son las declaraciones más recientes del Presidente Venezolano Nicolás Maduro diciendo que «peor que Obama no puede ser» y que «existe una campaña de odio en Estados Unidos y Occidente contra Donald Trump» para concluir: «Esperemos. Vienen grandes cambios en la geopolítica internacional. Esperemos para ver qué sucede tanto en las políticas internas de Estados Unidos como en las internacionales. No nos adelantemos a los sucesos. En ese sentido quiero ser prudente y decir: esperemos» ¿De verdad tenemos que esperar para juzgar a Donald Trump? ¿No nos basta con todo lo expuesto hasta aquí, con las múltiples manifestaciones de odio y de desprecio por los más vulnerables que ha mostrado hasta ahora? ¿No basta con su apoyo al terror racial de KKK para distanciarnos de todo lo que proponga? ¿No es suficiente con ver el grupo de asesores que ha nombrado, todos multimillonarios y casi todos, por cierto, hombres blancos? ¿Podemos esperar algo positivo del nuevo fiscal general del Estado Jeff Sessions, ferviente admirador del KKK hasta que descubrió que fumaban yerba y acérrimo opositor del derecho al voto de los afroamericanos? ¿Nada de esto es suficiente?
Supongo que el presidente Maduro y otros ambivalentes de la izquierda piensan que entre todo lo malo que representa Trump puede haber cosas buenas, como el rechazo a los tratados de libre comercio o un cambio geopolítico en Oriente Medio, que se puede separar el polvo de la paja o, peor, que el enemigo de tu enemigo (¿Obama, la elite liberal?) es tu amigo. Sea como fuere este pacto fáustico con «algunas de las políticas que pudiera implementar Trump» es extremadamente peligroso. El presidente Maduro debería entender que si le damos la vuelta al guante de la supremacía blanca queda en la superficie el imperialismo expansivo de los Estados Unidos en nombre de la superioridad moral de un pueblo blanco, que el imperialismo y la supremacía son el haz y el envés de la misma lógica destructiva.
Por otro lado, apoyar ciertas políticas de Trump por intereses geopolíticos sólo puede ser visto por latinos y afroamericanos como una traición a las políticas de solidaridad con las minorías étnicas impulsadas históricamente por la Cuba de Fidel que siempre apoyó y asesoró a militantes de las Panteras Negras o del movimiento Chicano –Assata Shakur sigue viviendo en La Habana. Lo que tal vez no se comprenda es que las actitudes de Trump autorizan la violencia y el terror racial de sus bases nacionalistas blancas dentro y fuera de Estados Unidos. Una semana después de su elección ya había un grupo de chicos blancos mandando a un grupo de afroamericanos a la parte de atrás del bus. Las mujeres en general y las mujeres de color en particular han sido objetos de múltiples agresiones que antes sucedían, pero ahora están avaladas por los comportamientos del presidente electo. cualquier apoyo, por tímido que sea, a las políticas de Trump, sólo puede ser interpretado como una forma de abandono a las minorías étnicas del país que son los aliados naturales e históricos de todos los países del Sur Global.
La elección de Donald Trump no se puede leer como un menú donde podemos elegir qué nos gusta y qué no. Por eso, ojalá este 20 de enero se escuche con fuerza en América Latina y en España el mensaje de solidaridad con Afroamericanos, Latinos y con todas y todos los que están en lucha contra el obsceno fascismo que representa el ascenso de Trump al poder. Ojalá no haya ambivalencias ni esperas, ojalá sepamos estar a la altura de la historia para acompañar a quiénes desde el primer día dicen NO alto y claro a todo lo que representa Trump. Compañeras y compañeros marxistas, no habrá lucha de clases posible mientras el racismo y la supremacía blanca sigan operando en el corazón y en la mente de los trabajadores blancos de Estados Unidos y del mundo; sin anti-racismo no hay solidaridad posible, y sin lucha contra el patriarcado tampoco.
Entre todo el barullo que representa la elección de Trump hay un hecho que tal vez haya pasado desapercibido. La cantante afrobritánica Rebecca Ferguson, una de las muchas artistas que ha rechazado la invitación de cantar en la Inauguración de Donald Trump, aceptó en un principio con la condición de interpretar «Strange Fruit» de la gran Billy Holliday. Se trata de una canción sobre los linchamientos de afroamericanos en el sur. Cuentan que muchas veces, después de cantarla, Billy se encerraba en el baño a vomitar. Así dice la letra:
Los arboles sureños dan frutas extrañas
Sangre en las hojas y sangre en las raíces
Cuerpos negros meciéndose en la brisa sureña
Extraña fruta colgando de los álamos
Escena pastoral del sur galante
Los ojos reventados, la boca torcida
Aroma de magnolias, dulce y fresco
Luego el súbito olor de la piel quemada
Fruta para que la muchedumbre deshoje
Para que lluvia junte, para que el viento absorba
para que el sol marchite, para que los árboles boten.
Es esta una extraña y amarga cosecha.
Hasta donde yo sé Donald Trump no ha podido aceptar el ofrecimiento de Rebecca Ferguson, hacerlo hubiera introducido la memoria del terror racial en una ceremonia destinada a enaltecer lo contrario: la superioridad del hombre blamco occidental. Pero nosotros sí podemos hacernos cargo de este conocimiento que los descendientes de los esclavos en Estados Unidos llevan grabado en el cuerpo. No es sólo asunto suyo, también los que no sufrimos las secuelas del terror racial o las sufrimos de otra manera, tenemos que hacernos cargo de este conocimiento, no ocultarlo, hacerlo nuestro sin culpa, pero con responsabilidad y determinación para que, si Trump construye un muro, podamos decirle con José Martí, «trincheras de ideas, valen más que trincheras de piedra».
[1] En la versión original en inglés la palabra es «trump» un verbo homónimo al nombre del recién elegido presidente, un juego de palabras que no se puede traducir.
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