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El último juicio político

Fuentes: La Directa

A Mariano Ferrer Aviso a navegantes de la solidaridad, en tiempos de excepción y bajo tempestades represivas, el último macrojuicio político en el Estado español duró casi 18 meses, comenzó en noviembre de 2005 y acabó con condenas de 525 años de prisión impuestas por la Audiencia Nacional contra 47 persones. Espejo retrovisor: en el […]

A Mariano Ferrer

Aviso a navegantes de la solidaridad, en tiempos de excepción y bajo tempestades represivas, el último macrojuicio político en el Estado español duró casi 18 meses, comenzó en noviembre de 2005 y acabó con condenas de 525 años de prisión impuestas por la Audiencia Nacional contra 47 persones. Espejo retrovisor: en el banquillo de los acusados se sentaba la izquierda independentista vasca, política, civil y social, y lo que se condenó fue la lucha política por la independencia. Y no, ni en las acusaciones fiscales ni en los hechos considerados probados no se hablaba ni de explosivos, ni de coches bomba ni de detonadores. Y sí, se hablaba de movimiento popular, de diarios y revistas, de asociaciones y fundaciones. Incluso -paradojas bélicas de Baltasar Garzón- se hablaba de desobediencia civil no violenta al servicio de ETA.

Concurría entonces la perversión de la criminalización colectiva del todo-es-ETA y, finalmente, desde la cocina de los aparatos policiales y judiciales, la sentencia ratificó aquella tesis nacida en las profundidades del Estado. La traducción política de aquella acometida judicial dio pie a más de 239 años de cárcel contra 38 persones -el Supremo rebajó algunas penas- y al apartheid electoral sin el cual Patxi López jamás habría ganado las elecciones. (Paréntesis para los inquisidores ciegos de hoy: habrá que recordarles que cuando aquella izquierda vasca ilegalizada pudo volver a las urnas, lo hizo recogiendo el 25 % de los votos en las elecciones municipales de 2011, convertida en primera fuerza política vasca en número de concejales y concejalas).

De todo esto no hace tanto como para olvidarse a la ligera de toda la artillería represiva de la que dispone el Estado. De aquel juicio, del macrosumario 18/98, apenas han pasado diez años, anteayer en términos históricos. Ha pasado mucho menos todavía si consideramos que el último preso de aquel juicio recuperó la libertad el año pasado, el 4 de enero de 2018, tras pasar 11 años en prisión. Es decir, hace justo un año tras una represión programada, de larga duración y en formato venganza. Qué más da que el inventor del artefacto todo-es-ETA (Garzón) acabara desdiciéndose del invento años después: los efectos expansivos no se detuvieron nunca. Desde entonces, está claro y es bien sabido, y tras la deriva contra derechos y libertades que tanto ha costado conquistar y que tan poco cuesta ir desmontando, ha habido otras muchas causas políticas represivas. La lista extenuante agota: de Núria Pòrtulas a los 11 del Raval, de los indignados del Parlament a la Operación Pandora, de los jóvenes de Altsasu a Adri y Tamara Carrasco.

Pero si escarbo incesantemente en la memoria para recuperar los turbios compases de aquel juicio político de excepción, mezcla gris de macartismo trasnochado e inquisición hispánica, no es tanto -similitudes y diferencias con este 2019 en que se procesan las urnas del 1-O- por cómo fue todo -que fue de la peor manera-, sino por cómo acabó. De cómo se desarrolló -kafkianamente- queda esta selección de perlas elaborada por Vilaweb,[1] uno de los pocos medios que lo explicó; el categórico testimonio demoledor de los observadores internacionales -«creíamos que veníamos a un juicio sin pruebas y nos hemos encontrado con un juicio sin delito»- o el menosprecio al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a viva voz y en medio de la sala, protagonizado por la magistrada Ángela Murillo, que presidía la vista oral: «Con independencia de lo que diga el Tribunal de Estrasburgo, este tribunal dice que no le interesa». (Segundo paréntesis: únicamente los acusados de desobediencia civil fueron absueltos finalmente por el Tribunal Supremo; quedaron absueltos exactamente nueve años después de su detención -cuando el proceso es el castigo, la condena había sido de nueve años, y nueve años estuvieron esperando-; la absolución del Supremo -uno de los ponentes era José Manuel Maza- dice ya en 2009: «La desobediencia civil puede ser concebida como un método legítimo de disidencia frente al Estado, debiendo ser admitida tal forma de pensamiento e ideología en el seno de una sociedad democrática»).

De aquel juicio, August Gil Matamala dijo premonitoriamente y en profecía autocumplida: «Primero se inventaron la figura del terrorista desarmado y pronto se sacarán de la manga la figura del terrorista pacífico.» Estamos ahí: Jordi Cuixart, Jordi Sánchez. Sin embargo, de cómo acabo todo es muy recomendable centrarse en la otra sentencia, la menos escuchada y la que nació de las resistencias en la calle. En el enrevesado ciclo vasco del momento, la experiencia solidaria de la Plataforma 18/98 consiguió sumar y posicionar a la mayoría social vasca contra aquel juicio enloquecido contra derechos civiles y políticos. Y el 20 de diciembre de 2007, la rueda de prensa de valoración de las elevadísimas condenas impuestas por la Audiencia Nacional se convirtió en un brutal y lúcido ejercicio de reflexión social y política protagonizado por el veterano periodista Mariano Ferrer. Una intervención colosal que todavía resuena y que todavía dura. Y que los buenos compañeros de Viento Sur tienen a bien mantener aún en su hemeroteca.[2] Vale mucho la pena releerla entera -aprendizajes y lecciones y autodefensas de ayer para hoy y para mañana- ante el juicio inminente que vendrá y que busca, antes de comenzar, un castigo ejemplarizante que paralice, bloquee y perdure.

Ante la siniestra Razón de Estado que destroza toda razón, la voz libre del admirado Mariano Ferrer se alza todavía, entre la lucidez y la impotencia, y todavía nos susurra: «construcción jurídica de un estado de excepción sin declarar»; los imputados «han sufrido a modo de castigo anticipado, anterior a la sentencia, un auténtico calvario vital»; «teníamos tres razones de peso» para solidarizarnos: «una, que era una buena causa, porque estas personas no debían ser sometidas a un juicio bajo la legislación antiterrorista, porque su actividad incriminada debía entenderse como el ejercicio legítimo de sus derechos civiles y políticos y porque, si habían de ser juzgados, que lo fueran con las garantías que corresponden a ciudadanos de un Estado de Derecho; la segunda, que al defenderles nos defendíamos a nosotros y a toda la sociedad (en cuanto sociedad democrática); la tercera, que éramos conscientes de que al unirnos a esta causa nos uníamos a una buena causa global, la que trata de proteger la herencia de la ilustración y de los derechos del hombre de la embestida desencadenada contra ellos por la reacción al 11-S de las torres gemelas».

Mariano Ferrer dijo más cosas, muchas más, hasta decirlo todo: «Lo tuvimos claro, no podíamos guardar silencio»; «pronto veremos que los policías escribirán directamente la sentencia»; «se le notaba al fiscal que no necesitaba probar su acusación, eran los acusados quienes se veían en la necesidad de probar su inocencia»; «el Derecho no es el ejercicio de la Justicia, sino del poder que lo redacta». Incluía preguntas que todavía no tienen respuestas: «¿cuánto tiempo y cuánto esfuerzo harán falta para reconstruir la razón democrática?», y citaba a Thomas Paine: «Quien quiera salvaguardar su libertad tendrá que proteger de la arbitrariedad incluso a sus enemigos, o se establecerá un precedente que se volverá también contra él.»

El riesgo de la impotencia también asomó: «La sentencia sitúa a la Plataforma 18/98 ante sus propias limitaciones; agradecemos, de corazón, la respuesta obtenida. Demuestra que muchos han entendido que no era problema ‘de otros’, que es también su problema, pero ni alardearemos de los apoyos recibidos, ni vamos a llorar por los que nos han sido negados. Esta Plataforma aspiraba sin duda a llegar a más gente, a lograr compromisos más fuertes, pero en este país ha sufrido y sufre mucha gente, demasiada, y respetamos el derecho de todos a administrar su solidaridad. Nosotros reconocemos nuestro límite: nuestra denuncia solidaria ha sido insuficiente para detener este atropello.»

Y concluyó: «No nos engañemos: el problema de fondo que se manifiesta en este despropósito judicial no se resuelve ante los Tribunales. Estamos ante un problema político cuya solución tiene que ser política. Es el momento de subir el nivel de exigencia […]. Con esta sentencia del 18/98 se redefinen los límites de la libertad. La libertad de los condenados, por supuesto, pero no solo la de ellos. Ahora bien, no es únicamente el Tribunal el que define esos límites. Nuestra respuesta ante la arbitrariedad es determinante. Así, no es solo que la justicia arbitraria que ha producido esta sentencia sea mala en sí misma, es que para ser efectiva requiere nuestra complicidad, pues esta justicia perversa nos invita a compartir su labor inquisidora, nos invita a que cada uno de nosotros haga su propia lista de justos y pecadores. Y si aceptamos que la pregunta que salva al acusado de ser condenado no es ¿qué ha hecho?, sino qué piensa o quién es, nos convertimos en inquisidores, voluntarios de fila cero de la Audiencia Nacional. Nos situamos, en fin, en el límite de la caza de brujas en que lo humano nos resulta ajeno.»

De aquella rueda de prensa acaban de cumplirse once años el pasado diciembre. Estas líneas parecen escritas anoche, parecen escritas hoy, parecen escritas mañana. Pero en las entrelíneas resistentes de aquella reflexión, entre la sal y la herida, Mariano Ferrer también añadió: «Hacemos nuestra una frase, dicha en otro contexto, pero válida en este: aunque nos rompan los instrumentos, hay que seguir con la música». Y hace falta seguir: para no tener que decir nunca que no hicimos to lo posible por evitarlo.

Notas:

[1] Véase https://www.youtube.com/watch?v=GSjw0c5nyLw

[2] Véase https://vientosur.info/spip.php?article526

Fuente: https://directa.cat/el-darrer-judici-politic/

Traducción: viento sur