Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Vista general de la ciudad de Alepo, 2 de diciembre de 2016 (Reuters/Omar Sanadiki)
Nota del editor: Este artículo contiene un relato personal de uno de nuestros colaboradores habituales, Haid Haid. Aunque no se trate de un artículo analítico de los que suelen aparecer en SyriaSource, es importante que quienes nos dedicamos al conflicto sirio -como observadores, investigadores, participantes o en cualquier otra cualidad- recordemos que la guerra es brutal, que cada día se produce una pérdida angustiosa de vidas y que una gran parte de la misma permance indocumentada. Este artículo quiere servir de recordatorio a nuestros lectores de esta trágica realidad, una realidad que debe estimularnos para intentar encontrar una solución al conflicto.
Me dejo caer en el sofá. Mi cuerpo tiembla violentamente. Cierro los ojos en un intento desesperado por calmarme. Me invade un sentimiento de impotencia y no hago esfuerzo alguno por resistirme, en cambio dejo que mi voz grite. El abandono conlleva normalmente un extraño sentimiento de consuelo. Horas después, puedo moverme de nuevo. Intento remontar el dolor leyendo un mensaje de mi hermana informándome de que puedo llamarles ahora. Sé que no voy a poder hablar, pero descuelgo el teléfono y marco. Estoy de nuevo llorando, haciendo esos extraños sonidos por primera vez en más de dos décadas. La voz de mi madre me roba la capacidad de comunicarme con palabras. «No llores», mi madre me consuela con palabras que no puedo escuchar debido a mi congoja. Después de varios intentos, puedo poner fin a la conversación. «Llamaré después, no puedo hablar ahora». Trato de escapar de nuevo cerrando los ojos. Tras unos cuantos minutos, consigo dejar de temblar, aunque sólo sea temporalmente.
La alarma suena a las ocho y media de la mañana. Cojo el teléfono y lo silencio con un movimiento rutinario. Miro perezosamente la pantalla. Una persona a la que no conozco bien me ha enviado un mensaje. «Siento tu pérdida. Que el alma de tu hermano Ahmad descanse en paz». Mi pecho empieza a agitarse rápidamente. Vuelvo a leer el mensaje sin poder creer lo que estoy leyendo. Con manos temblorosas, consigo poner el nombre de mi hermano en el móvil para confirmar el mensaje. La noticia se ha publicado en varias páginas individuales de Facebook, acompañada de una foto de mi hermano sonriendo. Mi hermano ha muerto.
Normalmente, suelo dormir o cerrar los ojos para escapar de la depresión, de la tristeza y, ahora, de la muerte. Se dice que llorar a veces ayuda a dormir. Nuestra vecina solía pegar a sus hijos para que pudieran dormir. Lloré un montón, pero no pude dormir. Quizá el miedo de los niños de mi vecina a que su madre siguiera pegándoles les hacía dormirse. Debería buscar algo que me diera miedo para poder dormir.
Echo un vistazo a algunas de las fotos que mi hermana me envió. Los ojos de mi hermano están cerrados. Hay fragmentos de metralla en su rostro claramente visibles. Veo una herida más grave en la mejilla derecha. Quizá se la causó un trozo más grande de metralla. No sé si todavía la tiene dentro. Sus labios están azules, a pesar del hecho de que sólo lleva muerto varias horas. No sé lo suficiente sobre la muerte para saber cuál es la razón de que los labios se le hayan puesto ya azules.
«Tan pronto como escuché el sonido de la ambulancia, supe en mi corazón que era Ahmad», me dijo mi madre por teléfono. «Me acerqué a él y puse mi mejilla junto a la suya. ¡Oh, mis ojos! Su cuerpo estaba completamente perforado por la metralla. Pero no dejé que los demás le vieran». Mi madre me dijo después que un proyectil de mortero, o quizá de tanque, fue la causa de su muerte. Trato de imaginar esa escena para asimilar toda la tristeza que siente cada miembro de mi familia, especialmente mi madre, mi padre y la esposa de mi hermano. La tristeza, como la muerte, puede imarginarse, pero no puede medirse.
Intento encontrar en el móvil otras fotos de mi hermano. No encuentro muchas porque no me gusta guardar fotos. Veo un video muy corto que mi hermano me envió antes de morir. En el video, él y su hija Zeina, que no tiene más de cuatro años, están peleando para llegar el primero y comerse un trozo de caramelo. Mi hermano gana y, riendo, le pide a su hija que le dé un beso en la mejilla derecha, entonces le ofrece la mejilla izquierda para pedirle otro beso. Vuelvo a poner el videoclip para escuchar el sonido de su risa. Prefiero reir con mi hermano en vez de llorar sobre él, pero parece que la tristeza, como la maldad, gana habitualmente.
Mi hermano y yo nos parecemos en que ambos evitamos el palique, pero mis intermitentes visitas a Siria durante los últimos años me permitieron llegar a conocer aspectos diferentes de su personalidad. Recuerdo que una de las veces en que caí en una emboscada de un convoy del ejército y empezó a disparar sobre el tanque que iba al frente del convoy, para que el tanque disparara sobre su posición. Afortunamente, el proyectil erró y sólo causó una nube de polvo. Momentos después, descubrió que el tanque no iba solo sino que formaba parte de un convoy de tanques y vehículos blindados. Cogió su ametralladora y empezó a dispararles. Por suerte, el convoy no hizo caso del hombre loco que intentaba destruir sus vehículos blindados a base de balas. No sé mucho de armamento excepto que la muerte suele acompañarlo, pero me sentí muy feliz de que mi hermano sobreviviera ese día.
El descontento de mi hermano con los grupos militantes de la oposición le llevó a dejar la lucha durante un período largo de tiempo. Pero, a pesar de eso, siguió combatiendo en coordinación con un grupo de amigos cada vez que surgía la necesidad. Su batalla final fue «la gran batalla de Alepo» para romper el asedio a la ciudad en la que mi hermana vive. Mi otro hermano me consoló diciéndome que Ahmad tenía derecho a morir de la forma que quisiera: defendiendo su sueño. Me dijo que es menos doloroso y más gratificante que morir por una bomba de barril mientras estás sentado en casa. Mi hermano murió porque era capaz de soñar. Repetí ese estribillo en mi cabeza cientos de veces. Pero la muerte y los soñadores no cambian la realidad ni el tamaño del dolor. La muerte y el dolor no tienen nada que ver con la lógica.
Durante los últimos años, he recibido muchas llamadas por las cuales me enteré del secuestro de mi sobrino hace más de tres años; otras me informaron de la muerte de mi hermano, de la muerte del hijo pequeño de mi hermana, a quien aún no conocía, y de la muerte de muchos amigos y familiares. Por eso, cualquier comunicación repentina de mi familia va precedida de una buena dosis de terror antes de que sepa la razón de la llamada. Esta ansiedad no disminuye con el tiempo o la repetición. Al igual que pasa con la muerte, no puedes acostumbrarte a la ansiedad.
A veces me preguntan por mis sentimientos respecto a la peligrosa situación en la que vive mi familia en las zonas que no están bajo control del régimen en Alepo. El sistemático bombardeo de los civiles por el régimen en esas zonas con todos los tipos imaginables de armamento aumenta la probabilidad de que uno o todos los miembros de mi familia mueran en un instante. Por lo general, me quedo inmóvil unos momentos, luego respondo porque la situación me aterra. No hay respuesta capaz de resumir mis sentimientos en espera de la ejecución de la sentencia de muerte de mi familia, de la que ni siquiera sé los detalles. No conozco la causa de la muerte, ni la persona que va a morir ni cuántos morirán. Lo único que sé es que cada vez que hablo con mi familia puede ser la última vez. Y no hay posibilidad alguna de aceptar o rechazar esta situación. Esa es nuestra vida ahora.
Haid Haid es un columnista e investigador asociado sirio en Chatham House. Centra sus trabajos en la política de seguridad, estudio de conflictos y movimientos kurdos e islámicos. Su Tweeter es @HaidHaid22
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