Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Nota del editor: El columnista de Truthdig, Chris Hedges, activista, autor y miembro de un equipo periodístico que ganó un Premio Pulitzer en 2002, escribió este artículo una vez liberado después de su arresto el jueves pasado. Él y unos 15 participantes en el movimiento Ocupad Wall Street fueron detenidos mientras protestaban frente a la sede mundial de Goldman Sachs en bajo Manhattan.
Momentos antes de que la policía de la ciudad de Nueva York nos arrestara el jueves frente a Goldman Sachs se me aparecían caras. No eran las caras de los atildados empleados de Goldman Sachs, que nos miraban a través de las puertas giratorias de cristal y las ventanas del lobby, una colección patética de miembros de mediana edad de fraternidades y clubes estudiantiles.
No eran las caras de policías con sus uniformes azules y sus oscilantes cuerdas de esposas blancas y negras de plástico, o el matonesco personal de seguridad de Goldman Sachs, cuyos cortes de pelo al rape y ojos muertos me recordaban a la policía secreta alemana oriental, la Stasi. No eran las caras de los manifestantes que me rodeaban, aquellos con inmensas deudas estudiantiles y sin trabajo, aquellos cuyos sueños rotos pesan sobre ellos como una cruz, aquellos cuya indignación y la injusticia provocaron las manifestaciones callejeras y las ocupaciones por la justicia. No eran las caras de los espectadores, los obreros de la construcción, que parecían animados por la marcha hacia Goldman Sachs, o los hombres de negocios con sus trajes que no lo hacían. Eran caras lejanas. Eran las caras de niños moribundos. Eran pequeñas caras confusas y desorientadas que había visto en el sur de Sudán, en Gaza y en las chabolas de Brazzaville, Nairobi, El Cairo y Delhi que he cubierto. Eran caras con grandes ojos vidriosos, sobre estómagos inflados. Eran pequeñas caras de niños convulsionados por los estragos del hambre y la enfermedad.
Llevo a cuestas esas caras. No me abandonan. Miro a mis propios hijos y no puedo olvidar a esos otros niños que nunca tuvieron una oportunidad. La guerra conlleva una multitud de horrores, incluida la hambruna, pero lo peor son siempre los despojos humanos que dejan por su camino la guerra y la hambruna, los pequeños cuerpos frágiles cuyas piernas curvas y ojos ausentes nos condenan a todos. Los ricos y poderosos, los que están tras el cristal en Goldman Sachs, se reían y nos sacaban fotos como si fuéramos una breve y extraña diversión a la hora de almuerzo, interrupción del comercio de materias primas, del acaparamiento y las ganancias, de esa enfermedad colectiva de la adoración del dinero, como si fuésemos criaturas en una jaula, como en la que estuvimos poco después.
Una torre de cristal repleta de gentes cuidadosamente seleccionadas por el refinamiento y la confianza en sí mismos que vienen de una formación en instituciones de privilegio, cuyos atributos primordiales son la falta de conciencia, la tendencia al engaño y la incapacidad de sentir empatía o remordimiento. Los curiosos espectadores tras las ventanas y nosotros, tomados de los brazos en un círculo ante el hormigón del exterior, no hablábamos el mismo lenguaje. Beneficios. Globalización. Guerra. Seguridad Nacional. Son palabras que usan para justificar la destrucción de vidas pequeñas, actos de una maldad radical. El índice de mercancías básicas de Goldman Sachs es el de más actividad del mundo. Los que operan en él han duplicado y triplicado los costes del trigo, arroz y maíz comprando y acaparando futuros en productos básicos. Cientos de millones de personas en todo el globo pasan hambre para nutrir esa manía de obtener ganancias. La jerga técnica, aprendida en escuelas empresariales y en los salones de transacción, oculta efectivamente la realidad de lo que sucede: asesinato. Son palabras diseñadas para hacer que los sistemas operen, incluso sistemas de muerte, con una fría neutralidad. Paz, amor y cualquier palabra positiva en templos como Goldman Sachs son, como entendió W.H. Auden «ensuciadas, profanadas, envilecidas hasta convertirse en un horrible chirrido mecánico».
Parece que habíamos perdido, por lo menos hasta el advenimiento del movimiento Ocupad Wall Street, no solo toda responsabilidad personal sino toda capacidad de juzgar por uno mismo. La cultura corporativa absuelve a todos de responsabilidad. Forma parte de su atractivo. Alivia a todos de decisión moral. Existe una aceptación inequívoca de principios dominantes como el capitalismo desregulado y la globalización como una especie de ley natural. La marcha continua del capitalismo corporativo requiere la aceptación pasiva de nuevas leyes y regulaciones demolidas, rescates billonarios y el saqueo sistemático de los fondos públicos, mentiras y engaño. La cultura corporativa, encarnada por Goldman Sachs, se ha infiltrado en nuestras salas de clase, nuestras salas de prensa, nuestros sistemas de entretención y nuestra conciencia. Esta cultura corporativa nos ha despojado del derecho a expresarnos fuera de los confines aceptados del orden político establecido. Nos ha convertido en consumidores dóciles. Estamos obligados a renunciar a nuestra voz. Esas máquinas corporativas, como fraternidades y clubes femeninos de estudiantes, también inician a nuevos reclutas en los rituales de las compañías, los fuerzan a adoptar una jovialidad incansable, un optimismo infantil y obsequiosidad ante la autoridad. Esos rituales corporativos, fomentados por retiros y seminarios de capacitación, por días extenuantes que a veces terminan con iniciados acurrucados bajo sus escritorios para dormir, aseguran que solo permanecerán los que puedan mantenerse en pie. Los fuertes e independientes son desbrozados temprano para que solo los incondicionales avancen hacia arriba. La cultura corporativa sirve a un sistema anónimo. Es, como escribe Hannah Arendt: «el gobierno de nadie y por esta misma razón tal vez la forma menos humana y más cruel de autoridad».
Nuestra clase política, y sus cortesanos de las ondas, insisten en que si nos negamos a acatar, si nos apartamos del Partido Demócrata y nos rebelamos, empeoraremos las cosas. Este juego de aceptar el mal menor posibilita la continua erosión de la justicia y el saqueo corporativo. Permite que las corporaciones esquilmen a la nación y finalmente a la economía global, reconfigurando el mundo en neofeudalismo, un mundo de amos y siervos. Este juego continúa hasta que apenas queda alguna acción realizada por la elite del poder que no sea un crimen. Continúa hasta que los depredadores corporativos, que hace tiempo decidieron que no vale la pena salvar a la nación o al planeta, se apoderen hasta de las últimas gotas de riqueza. Continúa hasta que los actos morales, como pedir que los que están dentro de la sede Goldman Sachs sean procesados, hacen que seas encarcelado, y que los crímenes de fraude financiero y perjurio se respalden como legales y sean recompensados por los tribunales, el Tesoro de EE.UU. y el Congreso. Y todo eso se hace para que un puñado de plutócratas rapaces e inmorales como Lloyd Blankfein, el director ejecutivo de Goldman Sachs que se traga al día unos 250.000 dólares al día y mintió al Congreso de EE.UU. así como a sus inversionistas y al público, puedan utilizar su dinero sucio para retirarse a su propia Ciudad Prohibida o a Versalles mientras sus subalternos, disfrutando de la arrogancia del poder, sacan fotos divertidas de la chusma ante sus puertas que es retirada por la policía y los matones de la compañía.
Es vital que los movimientos de ocupación aparten la atención de sus campamentos y ciudades de carpas, asediados por los problemas usuales de sociedades abiertas formadas apresuradamente donde no se rechaza a nadie. La atención debe dirigirse mediante protestas callejeras, desobediencia civil y ocupaciones hacia las instituciones que realizan los ataques contra el 99%. Bancos, compañías de seguros, tribunales donde embargan las casas de las familias, oficinas de la ciudad que ponen a subasta esas casas, escuelas, bibliotecas y estaciones de bomberos que se están cerradno y corporaciones como General Electric que dirigen dólares del contribuyente hacia inútiles sistemas de armas y no pagan impuestos, así como contra los medios propagandísticos como el New York Post y su maligno mellizo, Fox News, que han desatado una empedernida guerra de propaganda contra nosotros, deben ser todos los objetivos, cerrados y ocupados. Goldman Sachs es el modelo de todo lo que es malo en el capitalismo global, pero hay muchas otras compañías cuya degradación y destrucción de la vida humana no es menos indignante.
Son siempre las clases respetables, los refinados graduados de las mejores universidades, los muchachos y muchachas de escuelas privadas que crecieron en Greenwich, Conn., o Short Hills, N.J., los más susceptibles al mal. Ser inteligente, como muchos lo son de una manera limitada, analítica, es moralmente neutral. A esos respetables ciudadanos les han inculcado en sus enclaves elitistas «valores» y «normas», incluidos piadosos actos caritativos utilizados para justificar sus privilegios, y una creencia en la bondad innata del poder estadounidense. Los han entrenado para mostrar deferencia ante los sistemas de autoridad. Les enseñan a creer en su propia benevolencia, incapaces de ver o comprender -y tal vez les resulte indiferente- la crueldad infligida a otros por los sistemas exclusivos a los que sirven. Y como las normas se mutan y cambian, a medida que las fuerzas corporativas van transformando el mundo en una pequeña cábala de depredadores y un vasto rebaño de víctimas humanas, esas elites reemplazan ininterrumpidamente un conjunto de «valores» por otro. Esas elites obedecen las reglas. Hacen que el sistema funcione. Y son recompensadas como corresponde. A cambio, no cuestionan.
Los que resisten -los escépticos, marginados, renegados, incrédulos y rebeldes- provienen rara vez de la elite. Formulan preguntas diferentes. Buscan otra cosa, una vida con significado. Han llegado a comprender el dictamen de Kant: «Si la justicia perece, la vida humana en la Tierra ha perdido su sentido». Y en su búsqueda han llegado a la conclusión de que, como dijo Sócrates, es mejor sufrir una injusticia que cometerla. Esta conclusión es racional, pero todavía no se puede defender racionalmente. Da un salto hacia la moral que va más allá del pensamiento racional. Se niega a colocar un valor monetario a la vida humana. Reconoce que la vida humana, por cierto toda vida, es sagrada. Y por eso, como señala Arendt, la única gente moralmente digna de confianza en tiempos difíciles no son los que dicen «esto está mal», o «no se debería hacer esto», sino los que dicen «No puedo».
«Los peores malhechores son los que no recuerdan porque nunca han reflexionado sobre el tema y, sin recuerdo, nada puede retenerlos», escribe Arendt. «Para los seres humanos, pensar en el pasado significa moverse en una dimensión de profundidad, echando raíces y por lo tanto estabilizándonos, para no ser arrastrados por lo que pueda ocurrir, el Zeitgeist, la Historia o la simple tentación. El mayor mal no es radical, no tiene raíces, y porque no tiene raíces no tiene limitaciones, puede llegar a extremos inimaginables».
Hay depósitos en mis pulmones, trazas de la tuberculosis que adquirí entre cientos de sudaneses moribundos durante la hambruna que cubrí como corresponsal extranjero. Yo era fuerte y privilegiado y derroté a la enfermedad. Ellos no lo eran y no lo lograron. Los cuerpos, en su mayoría niños, fueron lanzados a fosas comunes apresuradamente excavadas. Las cicatrices que llevo en mi interior son los murmullos de esos muertos. Son las débiles marcas de los que nunca tuvieron la oportunidad de llegar a ser hombres o mujeres, a enamorarse y tener sus propios hijos. Llevé esas cicatrices a las puertas de Goldman Sachs. Había vuelto a la vida. Estos últimos alientos habían marcado lo que no marcaron mis pulmones. Me coloqué ante los pies de esos mercaderes de productos básicos para pedir justicia porque los muertos, y los que mueren en chabolas y campos de refugiados en todo el planeta, no pudieron hacer el viaje. Veo sus caras. Me persiguen de día y vuelven en la oscuridad. Me obligan a recordar. Me hacen tomar partido. Mientras me colocan las esposas de acero en mis muñecas pienso en ellos, como pienso a menudo en ellos, y me digo: «Libre por fin. Libre por fin. Gracias a Dios todo poderoso por fin estoy libre.»
Chris Hedges pasó casi dos décadas como corresponsal extranjero en Centroamérica, Medio Oriente, África y los Balcanes. Ha informado desde más de 50 países y ha trabajado para The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The New York Times, para los que fue corresponsal extranjero durante 15 años.
Fuente: http://www.truth-out.org/
rCR