La hora del patriotismo exacerbado y del optimismo a ultranza puede haber dejado paso a la autocrítica. Al igual que en España, la calle toma protagonismo.
A Barbara Ehrenreich no le gusta hablar del 11 de septiembre. No es porque haya padecido personalmente de este trágico evento, sino porque le incomoda todo lo que supuso a posteriori en la vida social del país más poderoso del mundo. Esta reconocida periodista y ensayista, autora de estudios aclamados sobre la situación de las clases más pobres de Estados Unidos, es quizás una de las voces más críticas de la actualidad y no se contiene a la hora de exponer el lado más oculto de su país.
En unos actos organizados por el CCCB de Barcelona, Barbara describe cómo, después de la destrucción de las torres gemelas, Estados Unidos cayó en un culto absurdo a la bandera. La necesidad de exponer un patriotismo radical y de expresar su oposición al islam se impuso en todos los aspectos de la vida cotidiana. «Las banderas se hicieron imprescindibles. Tenías que mostrarlas en todas partes -explica Barbara-. Se imprimieron hasta en los calzoncillos».
La dictadura del orgullo nacionalista se extendió a todas las esferas y las víctimas del 11 de Septiembre se convirtieron en motivo de venganza y de exacerbación del odio. «Lo puedo decir ahora pero no podría haberlo dicho antes -sostiene la periodista-: todos los muertos causados por el atentado de las torres se convirtieron en héroes, pero no requiere mucho heroísmo saltar de una torre a punto de derrumbarse».
Según Barbara Ehrenreich, el atentado ocurrió en un momento delicado. La economía se había estancado y las desigualdades se acentuaban de manera preocupante. Antes del 11-S, el 30% de las familias estadounidenses vivían en el umbral de la pobreza, luchando para llegar a fin de mes. Y sin embargo, los atentados borraron todos estos datos. De repente, los ataques dieron la impresión de que ya no existían divisiones dentro de la población. El 11-S se convirtió pues en el centro de atención y, mientras tanto, la situación precaria de la población seguía creciendo.
Una de las mayores consecuencias de los ataques fue la guerra de Irak. «¿Pero por qué nos metimos en esta guerra?», se pregunta Barbara, aunque algunas de las explicaciones puedan parecer hoy muy claras. «15 de los 19 terroristas que pilotaban los aviones eran saudíes, y, aún así, fuimos a la guerra contra Irak. ¡Esto no tiene sentido!«.
Pero lo que más indigna a la periodista, es que el gobierno de Bush empezó a recortar una gran parte de los programas sociales mientras se incrementaba el gasto militar. El ataque a las torres gemelas ofreció una buena distracción para favorecer a las grandes fortunas y reducir sus impuestos. Entonces, la situación fue deteriorándose: «Llegamos a una situación en la cual era más caro ser pobre en Estados Unidos que ser rico«, explica la periodista.
La crisis financiera que advinó en 2007 tuvo un impacto destructor porque ya, antes de los ataques, las condiciones laborales y domésticas eran miserables. «El crédito fácil se convirtió en substituto de los buenos salarios«, argumenta Barbara Ehrenreich. «Esta era la filosofía y, por eso, teníamos a gente superendeudada«.
Gente que nunca había tenido complicaciones económicas cayó en la pobreza más alarmante. Las capas sociales más vulnerables fueron las más expuestas y, por ejemplo, la clase media negra casi desapareció. «Los suicidios subieron a una velocidad inquietante y mucha gente tuvo que limitar el gasto destinado a la salud».
Por otro lado, las guerras han contribuido al aumento de la indigencia. «Cuando los soldados volvían del frente tenían muchas dificultades para encontrar trabajo. Además, los desempleados fueron víctimas de una campaña de criminalización. Ya no se les aceptaba en un número creciente de procesos de selección de personal y no se les otorgaba facilidades de crédito. Es casi ilegal ser un desempleado en Estados Unidos«, comenta la periodista.
Ahora, dos meses después de la conmemoración del 11 de septiembre, la población estadounidense está mostrando su indignación en las principales ciudades del país. Miles de jóvenes y desocupados han empezado a ocupar edificios y plazas para hacer visibles sus reclamaciones y mostrar su descontento hacia una clase privilegiada que se ha aprovechado de la crisis. Esta es una evolución que Barbara Ehrenreich considera positiva. «Si los más afectados no se organizan, la situación irá más lejos todavía». La esperanza parece por lo tanto centrada en las recientes protestas. La hora del patriotismo exacerbado y del optimismo a ultranza puede haber dejado paso a la autocrítica. Igual que en España, la calle toma protagonismo.
rCR