Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
A pesar del brote de coronavirus, los soldados israelíes siguen imponiendo el apartheid, disparando y arrestando a los palestinos (Foto de archivo)
Escupir a alguien es un insulto universal. En Israel, sin embargo, escupir a los palestinos es otra historia.
Ahora que sabemos que el letal coronavirus puede transmitirse a través de unas gotas de saliva, los soldados israelíes y los colonos judíos ilegales están trabajando muy duro para alcanzar con sus escupitajos a la mayor cantidad posible de palestinos, a sus automóviles, a los pomos de las puertas de sus hogares, etc.
Si esto les parece demasiado surrealista y repugnante, entonces es posible que no estén tan familiarizados como creen que están con la particular casta del colonialismo israelí.
Seamos justos, los israelíes están escupiendo a los palestinos desde mucho antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) nos diera una conferencia sobre la naturaleza evasiva de la enfermedad COVID-19 y sobre la crucial necesidad de aplicar el “distanciamiento social”.
De hecho, si buscan en Google las palabras “escupir e Israel”, se verán inundados con muchos resultados de búsqueda interesantes como: “El juez de Jerusalén a los judíos: no escupid a los cristianos”, “Los cristianos de Jerusalén quieren que los judíos dejen de escupir sobre ellos”. Y el más reciente: “Los colonos de Israel escupen sobre los autos palestinos, lo que aumenta la preocupación ante el intento de propagar el coronavirus”.
Curiosamente, la mayor parte de esta cobertura a lo largo de los años la han llevado a cabo los propios medios de comunicación de Israel, a diferencia de la escasa atención que la cuestión ha recibido en los principales medios occidentales.
Uno podría clasificar fácilmente esos actos degradantes como otro ejemplo más del falso sentido de superioridad de los israelíes sobre los palestinos. Pero el intento deliberado de infectar a los palestinos ocupados con el coronavirus es algo mucho más que despreciable incluso para un régimen de asentamientos coloniales.
En esta historia, hay dos elementos particulares en los que tenemos que detenernos:
Primero, se ha informado ampliamente en muchas zonas de la Palestina ocupada de esos actos de lanzar escupitajos a los palestinos y a sus propiedades, tanto por parte de los soldados de ocupación como de los colonos.
Esto significa que, en cuestión de días, el ejército israelí y los colonos adaptaron rápidamente su preexistente racismo para emplear un virus mortal como última herramienta para subyugar y dañar a los palestinos, ya sea física o simbólicamente.
En segundo lugar, el grado de ignorancia y bufonada que acompaña a estos actos racistas y degradantes.
Hasta ahora, el paradigma del poder que ha gobernado la relación entre el Israel colonial y los palestinos colonizados ha seguido una trayectoria típica, en función de la cual las malas acciones de Israel han quedado a menudo impunes.
Esos israelíes racistas que están tratando deliberadamente de infectar a los palestinos con la COVID-19 no solo son criminales en su pensamiento y comportamiento, sino que también son completamente estúpidos.
Cuando los soldados israelíes arrestan o golpean a activistas palestinos, tienen la misma probabilidad de contraer el coronavirus que de transmitirlo.
Pero, por supuesto, Israel está haciendo mucho más para complicar, cuando no obstaculizar por completo, los esfuerzos palestinos destinados a contener la propagación del coronavirus.
El 23 de marzo, un trabajador palestino, Malek Jayusi, fue expulsado por las autoridades israelíes en el puesto de control militar de Beit Sira, cerca de Ramala, al sospechar que tenía el coronavirus.
Las imágenes de video del pobre trabajador acurrucado cerca del puesto de control, después de ser “arrojado como si fuera basura”, se han vuelto virales en las redes sociales.
Por muy impactante que fuera esa imagen, es algo que no deja de repetirse en otras partes de Cisjordania.
Por supuesto que a los trabajadores palestinos no se les ha sometido a prueba alguna para detectar el virus, simplemente mostraban síntomas similares a los de la gripe, lo suficiente como para hacer que Israel los desechara como si sus vidas no importaran lo más mínimo.
Dos semanas después, el gobernador palestino de la ciudad ocupada de Qalqiliya, Rafi Rawajbeh, dijo a los periodistas que el ejército israelí ha abierto varios túneles de aguas residuales cerca de esa ciudad norteña palestina con el objetivo de introducir ilegalmente a los trabajadores palestinos de regreso a Cisjordania, sin coordinación previa alguna con la Autoridad Palestina.
Si no se aplican tests a esos trabajadores, a la Autoridad Palestina, que ya está actuando con una capacidad muy limitada para enfrentar la enfermedad, va a resultarle imposible contener la propagación del virus.
Los protestas palestinas por el intento deliberado de Israel de empeorar la propagación del coronavirus en Palestina fueron confirmados por el Monitor Euro-Med con sede en Ginebra, que, el 31 de marzo, hizo un llamamiento a la comunidad internacional para que se investigara el “comportamiento sospechoso” de los soldados y colonos israelíes judíos.
Durante las redadas del ejército israelí en los hogares palestinos, los soldados “escupieron en los coches estacionados, los cajeros automáticos y las cerraduras de tiendas, lo que aumenta el temor de intentos deliberados de propagar el virus y causar pánico en la sociedad palestina”, afirmó Euro-Med.
El artículo 56 del IV Convenio de Ginebra no dice nada sobre la necesidad de que los miembros de la Potencia ocupante dejen de escupir a las comunidades ocupadas y subyugadas; muy probablemente porque un comportamiento tan sórdido es completamente inaceptable y no requiere una referencia textual separada.
Sin embargo, el artículo 56, como enfatizó recientemente el Relator Especial de la ONU para la Situación de los Derechos Humanos en el Territorio Palestino, Michael Lynk, requiere que Israel, la Potencia ocupante, “asegure de que se utilicen todos los medios preventivos necesarios disponibles para ‘combatir la propagación de enfermedades contagiosas y epidemias’”.
Israel, sin embargo, está incumpliendo su mandato legal de forma horrible.
Incluso el alcalde israelí de Jerusalén, Moshe Leon, ha subrayado la desigualdad en la respuesta oficial israelí ante la propagación del coronavirus.
En su carta del 7 de abril dirigida al Director General del Ministerio de Salud de Israel, Moshe Bar Siman Tov, Leon advirtió de “la grave escasez de equipos médicos en los hospitales (palestinos) de Jerusalén (ocupada), en particular equipos de protección y equipos para realizar pruebas para detectar el coronavirus”.
A pesar de la grave escasez en los hospitales de Jerusalén Este y Cisjordania, la situación en la asediada Franja de Gaza es sencillamente desastrosa, ya que el Ministerio de Salud de Gaza declaró el 9 de abril que había agotado sus kits de pruebas del coronavirus, que, además, nunca ascendieron a más de unos pocos cientos.
Esto significa que muchos de los habitantes de Gaza que ya están en cuarentena no van a poder salir de ella a corto plazo, que no podrán detectarse nuevos casos y mucho menos curarse.
Habíamos advertido de forma reiterada en las últimas semanas que este escenario aterrador iba a producirse, sobre todo porque Israel está utilizando el coronavirus como una oportunidad para aislar aún más a los palestinos y para intercambiar la potencial ayuda humanitaria por concesiones políticas.
Sin una intervención inmediata y sostenible de la comunidad internacional, la Palestina ocupada, y especialmente la empobrecida y sitiada Gaza, podrían convertirse en un semillero de la COVID-19 en los próximos años.
Israel nunca cederá sin la intervención internacional. Si no se le hace rendir cuentas, ni siquiera un virus mortal alterará nunca los hábitos de una vil ocupación militar.
Ramzy Baroud es periodista, escritor y editor de The Palestine Chronicle. Su último libro es “The Last Earth: A Palestinian Story” (Pluto Press, Londres, 2018). Baroud es doctor en Estudios Palestinos por la Universidad de Exeter y profesor no residente del Orfalea Center for Global and International Studies, Universidad de Santa Barbara, California.
Fuente:
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