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Estados Unidos no es una democracia y nunca lo ha sido (I)

Fuentes: Rebelión

El título que encabeza este artículo pudiera sorprender a algunos: ¿El país que tanto se vanagloria de ser el bastión de la democracia, la libertad y los derechos humanos y que dicta lecciones a otros países sobre mecanismos electorales, no tiene una verdadera democracia?

Es cierto que en Estados Unidos se han realizado puntualmente elecciones presidenciales cada cuatro años durante dos siglos, desde los días en que los propios “padres fundadores” de la nación expresaban reservas sobre el rol de la democracia y el estorbo que significaba en el país que entonces se diseñaba. Pero, la mera celebración de elecciones ¿es sinónimo de democracia sin importar el alto grado en que estas se ven desnaturalizadas y manipuladas?

Las extendidas confusiones sobre el concepto de democracia y la vaguedad de algunas de sus acepciones no deben confundir a los pueblos. En el caso de Estados Unidos vale la pena reflexionar sobre las bases conceptuales y políticas en que se asienta la retórica acerca de la democracia.

Como se concibió el sistema político de Estados Unidos

La Constitución Estados Unidos fue aprobada en 1787 y esa Carta Magna está todavía vigente. La casi totalidad de los 55 integrantes de la asamblea constituyente eran terratenientes, propietarios de esclavos o de manufacturas, y especuladores de tierras. En un país que entonces era bastante inestable, la principal preocupación fue establecer un gobierno fuerte para preservar los bienes públicos y servir a las crecientes necesidades de los propietarios y las clases pudientes y, a su vez, mantenerse firme ante las demandas igualitaristas de las que consideraban “clases bajas”.

En palabras de James Madison – cuarto Presidente de la Unión (1809-1817), y uno de los principales arquitectos en el diseño de la nueva república -, “la democracia es la forma más vil de gobierno. Las democracias siempre han sido espectáculos de turbulencias y disputas incompatibles con la seguridad personal y los derechos de propiedad”. A las mayorías desposeídas, decía, no se les debe permitir concertarse o hacer causa común contra el orden social establecido. Por otra parte agregaba que se requería “al mismo tiempo preservar el espíritu y la formas de un gobierno popular”.

Mucho después, hacia el final de su larga vida, Thomas Jefferson, quien precediera durante ocho años a Madison en la Presidencia, concluía: “La democracia no es nada más que el dominio por el populacho y la turba, donde el 51% de las personas pueden arrebatar los derechos del otro 49%”.

Otro prestigioso fundador de la nación, Alexander Hamilton decía: “Todas las comunidades se dividen entre los pocos y las mayorías. Los primeros son los ricos y bien nacidos; los otros la masa del pueblo. El común de la gente es turbulenta y cambiante; ellos pocas veces dan muestra de juicio o de determinaciones correctas”.

Lo cierto es que quienes fundaron la unión de los trece estados originales no veían la democracia como objeto de veneración, sino como un peligro que se debería evitar.

No obstante la adopción y existencia misma de la Constitución representaba entonces un avance respecto a otras formas más autocráticas de gobierno en esa época. Explícitamente repudiaba la monarquía y la autocracia. También fue positivo el hecho de que se establecieran límites de tiempo al ejercicio de la Presidencia y de otros cargos.

La respetada historiadora estadounidense Ellen Meiksins Wood, profesora de ciencias políticas de la Universidad de York (Toronto, CANADA) aseguraba que para los Federalistas -­ quienes diseñaron el sistema político estadounidense -, “la representación no era un modo de establecer, sino de evitar, o al menos evitar parcialmente, la democracia”. Por su parte Robert Dahl, uno de los más destacados politólogos estadounidenses contemporáneos, descarnadamente destacó que la elección indirecta mediante el ‘Colegio Electoral’ es una manera de evitar que el presidente sea elegido por una mayoría popular.

Es importante no perder de vista que los fundadores de Estados Unidos insertaron en las prácticas políticas que desarrollaron “precauciones auxiliares” diseñadas para fragmentar el poder sin democratizarlo. De ahí la separación entre las funciones ejecutiva, legislativa y judicial, las elecciones escalonadas, los vetos del ejecutivo y la legislatura bilateral con lo cual esperaban diluir el impacto de los sentimientos e intereses populares. A la vez se estableció un proceso muy difícil para introducir enmiendas a la Constitución [requerimientos de mayorías de dos tercios para aprobarla en ambas cámaras, y ratificación por tres cuartas partes de los estados]

El principio de la mayoría fue fuertemente atenazado mediante un sistema de vetos de la minoría, y de un laberinto de comités del Congreso que echan a un lado o diluyen las iniciativas legislativas y hacen menos probable acciones populares de un mayor alcance.

¿Gobierno del pueblo o de la plutocracia capitalista?

Como cuestión esencial, no se debe considerar la democracia como limitada al ejercicio electoral, el cual, por otra parte, no atañe ni tiene capacidad de alterar esas precauciones constitucionales y sistémicas sustantivas, así como operacionales que insertaron los constituyentes y que acabamos de mencionar.

Cierto es que Abraham Lincoln definió la democracia como “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”, pero en la práctica de ese país, en ningún ámbito del sistema político eso se concreta, a la vez que el valor de las elecciones resulta relativo y queda crecientemente en entredicho.

Con la leyenda sobre la excepcionalidad de la nación estadounidense, supuestamente predestinada por la Providencia para liderar al mundo, no transcurrió mucho tiempo para que también comenzaran a montar el mito según el cual su sistema político era expresión suprema de modelo de gobierno democrático y libre por excelencia.

¿En Estados Unidos hay un gobierno del pueblo y por verdaderos representantes del pueblo? ¿Se gobierna allá para el pueblo?

Según Noam Chomsky, muchos y muy serios estudios académicos acerca de la relación entre las actitudes de la gente y las políticas públicas demuestran que “para la formulación de éstas importa bien poco lo que la población piensa”. El 70% de las personas de más bajos ingresos en alto grado “están carentes de capacidad de ser tomados en cuenta. Sus actitudes no tienen influjo sobre las políticas y posiciones de sus propios representantes”. La influencia aumenta según la escala de ingresos. Por tanto, cuando usted llega a lo más alto, a “una fracción del 1%”, la política se conforma y se manifiesta de tal modo que realmente ha devenido en “un tipo de plutocracia con formas democráticas”.1

Un bien fundamentado estudio, por ejemplo, es el desarrollado por los reconocidos científicos Martin Gilens (Princeton University) y Benjamin Page (Northwestern University). De acuerdo con sus conclusiones “los ciudadanos ordinarios virtualmente carecen de ascendiente alguno sobre lo que hace el gobierno de Estados Unidos”. Luego de examinar datos relacionados con más de 1,800 iniciativas políticas de finales del siglo XX y principios del XXI, Gilens y Page llegaron a la conclusión de que las élites adineradas y bien conectadas «siempre salen mejor paradas respecto a la clase media en la toma de decisiones políticas» y consistentemente dirigen el rumbo del país al margen de, y en contra de los deseos de la mayoría, y sin importar cuál de los dos principales partidos (el Demócrata o el Republicano) tenga el control de la Casa Blanca o del Congreso.2

En una entrevista para un medio local estadounidense ambos estudiosos afirman que «si la democracia significa la respuesta del gobierno a lo que quieren las mayorías de ciudadanos, presentamos pruebas contundentes según las cuales en los últimos años, Estados Unidos no ha sido muy democrático en absoluto».

Hay muchas razones para legítimamente preguntarnos hasta qué punto lo que hay en Estados Unidos es realmente una democracia, y no una oligarquía, o sea, un sistema fundado en el gobierno de los ricos, en el cual los grandes grupos económicos y financieros y el dinero hacen la gran diferencia respecto a la elección de los integrantes de los órganos legislativos y la conformación del ejecutivo y de las estructuras judiciales. Lo cierto es que son esos grupos los que tienen el control y los medios para predeterminar el espíritu y la letra de las leyes, así como el curso de las políticas de gobierno.

Hasta qué punto la ciudadanía y muchos analistas políticos al describir como democrática esa sociedad no están condicionados por décadas de propaganda y y de reiterada sobrevaloración por los propios voceros y gobernantes de Estados Unidos quienes, desde sus posiciones de preeminencia global, dan por sentado que ese país es el modelo de democracia por excelencia.

Tal consideración está crecientemente en entredicho, aunque aún es aceptada por muchos académicos, políticos y profesionales de la prensa, e incluso observadores extranjeros. Y ello pese a que se critiquen y se condenen los asesinatos y la brutalidad policíaca, el racismo, la parcialidad de su sistema judicial, los abusos en la frontera con México, el aparataje dirigido a limitar y destruir las organizaciones sindicales, el alto costo de las campañas electorales, etcétera.

Veamos, sin embargo, lo que señala el Premio Nobel de Economía, Paul Krugman. Según él “la extrema concentración del ingreso existente es incompatible con una democracia real… ¿Puede alguien denegar que nuestro sistema político está siendo pervertido por la influencia de las grandes fortunas y que esa distorsión se hace más aguda cuando la riqueza de unos pocos aumenta cada vez más?”. Estamos amenazados de convertirnos en una democracia solo de nombre, agregó.

El impacto del quehacer gubernamental sobre la sociedad

El sistema capitalista y plutocrático genera condiciones en las cuales de manera natural se conforma un Estado subsidiario y son conducentes a conceder prerrogativas a la banca y las gerencias corporativas para la búsqueda y obtención de altas tasas de ganancias favorables, beneficios fiscales y otros. También se les propicia la reducción de los costos de la mano de obra y facilidades para colocar en el exterior sus inversiones y puestos de trabajo en busca del mejor postor, mientras que los ciudadanos y los trabajadores no tienen papel alguno ni capacidad para impedirlo.

En tales condiciones es muy común que los trabajadores que pretendan democráticamente levantar la voz por sus derechos, se vean casi imposibilitados para lograrlo por el chantaje de los patronos, respaldados por los medios de prensa predominantes y los tribunales parcializados y predispuestos contra los sindicatos. Todo en el marco de leyes anti obreras emitidas en legislaturas “democráticamente electas” bajo control del duopolio bipartidista oligárquico.

En fin es el gobierno de una sociedad capitalista desarrollada y con grandes recursos pero que ha generado una notable y creciente desigualdad social y bolsones de pobreza junto con el enriquecimiento mayúsculo del 1% de su población. Un gobierno de la élite; un gobierno de los ricos, por los ricos y para beneficiar a los ricos.

En su artículo “La verdad sobre los Estados Unidos” de 1894 en el periódico Patria, José Martí calificó a ese país como una “república autoritaria y codiciosa” donde, “en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia, y renacen amenazantes el odio y la miseria”.

Es como una premonición de lo que ocurre ahora, 127 años después.

Analizar el sistema político de Estados Unidos requiere abordarlo en su dualidad, en sus fachadas y en sus trasfondos.

Por una parte está el sistema político formal, en buena medida simbólico, el cual se describe en los libros y se enseña en las escuelas; lo relacionado con los tres poderes que supuestamente se equilibran, su carácter federal; la periodicidad de los procesos electorales; los conflictos y las promesas que se emiten en las campañas; la concurrencia a las urnas; las personalidades y las posturas políticas, el papel o desempeño de este o aquel hombre de Estado, del alcalde o de quienes actúan como representantes en la legislatura, etcétera.

Por otro lado está el sistema político en su parte sustantiva, donde se manifiesta el verdadero ejercicio del poder: los contratos y privilegios que otorga el gobierno a las corporaciones por decenas de millones de dólares, las exenciones de impuestos, las compensaciones, subsidios y dispensas de todo tipo, las prebendas en las entregas en arriendo y para la explotación privada de tierras, subsuelos y otras recursos públicos. También la corruptela en los pasillos del Congreso y en conjunto el vasto proceso para la conformación y asignación de fondos del presupuesto; al de redactar leyes y regulaciones o pasarlas por alto en favor de los poderosos, y mucho más. De estos intríngulis y lados oscuros del sistema y de su parte sustantiva, apenas se habla o se rinden cuentas.

Sin dudas las políticas que se aplican reflejan los intereses y reclamos de los grupos de intereses empresariales y del establishment de poder. Para ello, a la par con un “lógico” acomodo y rejuego de intereses, se desarrolla una continua cooperación entre las elites empresariales y gubernamentales, y un reciclaje de los políticos y funcionarios de gobierno hacia las juntas directivas de las grandes corporaciones y viceversa. En esos ámbitos el quehacer de gobierno se mantiene como una esfera que excluye la voluntad popular.

A influencia de los sectores corporativos más poderosos se manifiesta a lo largo de todo el sistema de instituciones de gobierno y predominan ampliamente durante las maniobras y decisiones gubernamentales, o bien se producen acuerdos mutuamente satisfactorios, muchas veces a expensas del interés público en la forma de precios o impuestos más altos, desregulaciones ambientales y otras, mientras que las demandas de los desposeídos, si acaso, son escuchadas ocasionalmente.

Incluso la gestión de política exterior y lo más grueso y sustantivo de la política económica, se desarrolla y debate de espaldas al pueblo, salvo la manipulación para agitar o promover temores acerca de supuestos enemigos de la nación o para justificar intervenciones militares en otros países y los gastos armamentistas que benefician a buena parte de la elite económica.

El claro predominio plutocrático bipartidista

Casi todas las instituciones del país, junto con sus inmensos recursos materiales, están bajo control plutocrático, dirigidas por grupos de personas que representan corporaciones acaudaladas, quienes se auto perpetúan y no rinden cuenta sino a sí mismas. Las mayores entidades del mundo empresarial están entrelazadas y a menudo cuentan con directorios intercambiables con las instancias de gobierno que diseñan y administran el quehacer político.

El aparato legislativo, tanto federal como en los 50 estados, es totalmente bipartidista, compuesto casi por completo por abogados de bufetes corporativos, no pocos ex ejecutivos de empresas y millonarios (tal como ocurre también con los principales decisores de política en la rama ejecutiva). Por consiguiente, las leyes dejan de ser «expresión de la voluntad general» de la que hablaba el filósofo de la Ilustración Jean Jacques Rousseau. En Washington las leyes son escritas principalmente para promover los intereses de los poseedores de la riqueza y, en general, es usual que a muchas se las haga cumplir de manera discriminatoria.

Existe un claro predominio de la banca, las grandes corporaciones y el establishment militar. La cooptación de quienes son electos por la ciudadanía es cada vez más férrea y evidente. Los políticos, en su mayor parte, sobrellevan y se acomodan a las injusticias obligados por sus vínculos y su dependencia respecto a los grupos económicos capitalistas y a posteriori, retórica aparte, mayormente dan la espalda a los pobres y a los trabajadores.

Por su parte, el poder judicial es anticuado, a menudo absurdo. Generalmente los tribunales han estado del lado de las minorías privilegiadas y de los propietarios de las corporaciones. En buena parte del sistema judicial a todos los niveles, ha imperado un claro predominio de juristas de derecha y de centroderecha, generalmente anglo-sajones procedentes de las clases altas y de importantes bufetes donde antes han servido a grandes empresas,

Infaliblemente a través de su historia la generalidad de los integrantes de la Corte Suprema ha desconocido y anulado el sentir de las mayorías y se han colocado de parte de los poderosos, los privilegiados y los acaudalados.

Sin embargo, el sistema no puede cumplir su rol de proteger a las clases ricas privilegiadas y legitimar las relaciones sociales de explotación existentes a menos que mantenga su propia legitimidad a los ojos de la población.

Mantener ciertas vestiduras y adornos democráticos tales como un sistema de partidos que ofrecen opciones limitadas, unas elecciones enfocadas en asuntos tangenciales y de poca importancia relativa, unos marcos de disentimiento tibios y circunscritos, impedidos de convertirse en una seria oposición organizada, un marco de actividad sindical mayormente domesticado, una diversidad de medios de difusión monopólicos con apariencia de diversidad pero que adhieren a las reglas de juego del sistema y que con profesionalismo lo defienden.

La clase dominante ha venido logrando muchos de sus fines detrás de una fachada democrática y haciendo pasar sus intereses como los “intereses de la nación”.

Estados Unidos no es una democracia y nunca lo ha sidoFernando M. García Bielsa
Parte final

En la primera parte de este trabajo hemos dejado claro que no limitamos la calificación de democrático a un sistema por el mero hecho de efectuar elecciones cada cierto número de años. No obstante, revisemos ahora algunos rasgos del poco democrático sistema electoral estadounidense.

Al margen de cuál de los dos partidos del sistema [el Demócrata y el Republicano] se encuentre en el gobierno, la historia demuestra que el poder real se mantiene en manos de la oligarquía y los centros de poder económico-financieros que dominan todo el sistema de instituciones, y las claves para marcar el curso del país por sobre los intereses de las mayorías.

La soberanía real está en el poder político-financiero que controla al Estado, no en el pueblo. Ciertamente no se puede afirmar la existencia de soberanía y el empoderamiento popular. Se sustituye su sustancia democrática con instrumentos formales, y se pretende decir que el pueblo, por el hecho de participar en elecciones se constituye la máxima autoridad de la sociedad.

La realidad muestra, no solo en Estados Unidos, que la representación del supuesto “mandato” popular es falseado, escamoteado y denegado a la hora de ejercer gobierno y de conformar las leyes y la gestión administrativa. La retórica en ese país imperial según la cual la soberanía pertenece al pueblo es uno de los principales argumentos propagandísticos para legitimar lo que realmente es una democracia meramente formal, o una pseudodemocracia.

Ni en sus comienzos, ni ahora, el sistema electoral y de gobierno en Estados Unidos ha sido democrático. En los albores de la república solo tenían derecho al voto los hombres blancos con cierto nivel de propiedades y quedaban excluidos los desposeídos, las mujeres, los indios nativos y los esclavos.

Casi siglo y medio después, en 1920 las mujeres obtuvieron derecho al sufragio. Con el gran movimiento pro derechos civiles, en 1965 se aprobó la Ley de Derecho al Voto que otorgó de manera formal ese derecho para los negros, pero que permanece bajo constantes ataques para reducir su aplicación. A los indios nativos solo les concedieron la ciudadanía hace 90 años, pero aún no se les propician adecuadas condiciones para votar

Hoy el padrón electoral se ha ampliado, aunque ahora los colegios de votación son más escasos y alejados en las barriadas pobres y de la minorías discriminadas, donde también son mayores los obstáculos para inscribirse a votar y se descalifican por miles las listas de votantes.

Después de 200 años, muchas restricciones legales han sido removidas, pero otras, junto un sinnúmero de barreras administrativas y discriminatorias, permanecen en pie.

Luego tenemos la cuestión del alto costo de las campañas electorales, para trasladarse en ese gran país, contratar personal y lograr visibilidad resulta un gran obstáculo, pues requiere de grandes y crecientes recursos, que solo los pueden obtener quienes operan dentro de esos dos partidos oligárquicos. Un candidato a la Presidencia de Estados Unidos necesitará por lo menos 200 millones de dólares para iniciar su camino hacia la Casa Blanca. Un alto porcentaje de la financiación de tales partidos viene de un puñado de millonarios. El peso de las corporaciones capitalistas y de la plutocracia aumentó aún más cuando en 2010 la Corte Suprema eliminó los límites para que las mismas y sus fundaciones sin fines de lucro financien las campañas electorales.

La política estadounidense está a disposición del mejor postor. En 2015 un análisis del ‘New York Times’ puso de manifiesto que 158 familias habían donado $176 millones de dólares a los candidatos. Es decir: el 0,00014% de las familias de ese país habían puesto el 45,3% de todas las aportaciones recibidas por los candidatos a la Presidencia.

El 4 de agosto de 2015, durante un programa nacional de radio de amplia audiencia, el ex presidente Jimmy Carter fue interrogado acerca de las decisiones de la Corte Suprema que permiten financiamiento ilimitado de las campañas electorales. Carter respondió:

“Se viola la esencia de lo que ha hecho grande al país. “Ahora [EE.UU.] es solo una oligarquía con capacidad ilimitada de soborno, lo cual es la esencia para obtener las nominaciones para presidente o para ser electo. Y la misma cosa se aplica para las gobernaciones, los senadores y los miembros de la Cámara. De modo que nosotros estamos viendo una completa subversión de nuestro sistema político como una retribución a los grandes contribuyentes [de dineros para las campañas], quienes quieren y esperan y, algunas veces, obtienen favores después de las elecciones.”3

Dada la extensión del país y el carácter federal de su ordenamiento, como Estado resulta natural la conformación de sus órganos legislativos y otros en base a la elección de políticos a los cuales la ciudadanía les delega su representación. Pero el sistema político de Estados Unidos incluye 50 gobiernos estatales y 90.000 gobiernos locales. Más de medio millón de personas en Estados Unidos ocupa un cargo de elección popular. Las prácticas pretendidamente democráticas son imperfectas y están manipuladas, pero son extensas y difíciles de deshacer. Ante tal realidad cobra importancia cuan equilibrada sea la capacidad de todos los ciudadanos para promover y escoger a quienes serían sus representantes, así como para participar en el escrutinio en igualdad de condiciones y, luego, para que los representantes electos les rindan cuenta. Pero no ocurre así.

Si consideramos un mínimo de impronta de la ciudadanía en la toma de decisiones y el rumbo del país, las carencias y distorsiones del sistema son evidentes y notables. En todo caso el proceso electoral cumple la función de legitimar el orden social existente; provee a un sistema plutocrático una fachada democrática. En él se canaliza y limitan las expresiones políticas, se atemperan las reivindicaciones sociales y de clases, y se logra que durante las largas y repetidas campañas la atención se concentre más en el proceso mismo y menos en las cuestiones sustantivas que están en juego.

El mercantilismo impregna las campañas electorales

No es el rejuego democrático sino el dinero es el que mueve los hilos del poder en Washington. Un entramado de mecanismos y privilegios reducen la lid electoral a solo dos contendientes: los partidos Demócrata y Republicano. El electorado no tiene más de donde escoger. Ambos se turnan en el gobierno y ello ha sido una base fundamental para mantener el control de la política nacional desde 1852. Ambas entidades han sido un elemento esencial para la repartición de las cuotas de poder entre los sectores dominantes y marco para la solución negociada, expresa o sobrentendida, de los conflictos o contradicciones de intereses entre dichos grupos.

Por otra parte la participación electoral es escasa. Salvo en las pasadas elecciones de 2020, cuando la polarización generada por la personalidad del entonces Presidente Trump aumentó la votación, desde hace décadas y repetidamente casi la mitad del electorado se había abstenido de votar ante la repetida ausencia de reales alternativas políticas, mientras que una parte de quienes concurren a las urnas lo hacen solo inducidos a “votar por el menos malo” de entre los candidatos que se le ofrecen.

No pocos critican el mercantilismo que impregna toda la campaña electoral, en la cual se aplican técnicas de ‘marketing’ que muchas veces aseguran el éxito. Quienes aspiran solo avanzan después de lograr credenciales (y el respaldo financiero) con los círculos del poder, a partir de lo cual se trata de ‘vender’ un producto (el candidato). Los votantes son tratados como consumidores.

Investigadores y agencias de expertos recopilan y utilizan un volumen masivo de datos que procesan con velocidad vertiginosa, mediante técnicas de última generación y la inteligencia algorítmica para determinar los deseos y temores de las personas a fin de manipular los sentimientos de este o aquel sector de población o región del país. En base a ello se articulan diferenciadamente los discursos y las promesas, los embustes e insinuaciones acerca del contrario.

Como se evidencia en cada ciclo electoral, las grandes cadenas de medios de difusión, que lucran con cientos de millones de dólares en anuncios de campaña que le son pagados, y mediante la manipulación de las esperanzas y los miedos, prácticamente predeterminan quien es elegible o no, con notable influencia en los votantes.

Queda al arbitrio de las legislaturas en los 50 estados y de las artimañas partidistas en las estructuras de poder locales la determinación interesada y calculada según sus conveniencias de la reconfiguración de los distritos electorales. Todo el proceso desde la base garantiza la preeminencia de las élites a pesar de su inferioridad numérica.

También existen numerosas trabas y regulaciones para garantizar el predominio y la exclusividad bipartidista. Se ha construido un laberinto de leyes discriminatorias y onerosas para la inscripción de candidatos alternativos en las boletas, y para impedir de hecho la formación o las posibilidades de lo que ha dado en llamar ´un tercer partido’. En determinadas coyunturas, estos candidatos y las posturas alternativas han gozado de amplio respaldo pero el sistema se encarga de hacer aparecer sus candidaturas como un mero desperdicio del voto para un electorado que, finalmente, es conducido a votar por ‘el mal menor’ entre el candidato demócrata o el republicano.

Las entidades que pretenden presentar opciones y propuestas de política diferentes por lo general han tenido corta vida, aunque en ocasiones propician ciertos efectos puntuales sobre la línea de los dos grandes partidos. Todos fallaron debido a las poderosas maquinarias de estos y su entrelazamiento con los grandes negocios, así como por los hábitos políticos y la ideología de las masas y dada la parcialidad de los medios de difusión cuya cobertura, a los candidatos o partidos que concurren al margen del bipartidismo, es nula y mucha gente se mantiene ignorante de su existencia.

Entre las prácticas legales e ilegales que se aplican para marginar a los partidos y candidatos ajenos al sistema, resaltan los artificios al diseñar interesadamente el contorno de los distritos electorales; la emisión de leyes y decretos para dificultar la inscripción de tales agrupaciones o campañas alternativas, exigencia de números excesivos de firmas para ello; acciones y decisiones sesgadas o torcidas por parte de funcionarios y juntas electorales (que en cada uno de los estados del país están controladas bien por los demócratas, bien por los republicanos). También reglas que posibilitan mayor acceso a fondos federales a los dos grandes partidos y otras, y se han aplicado atropellos y hasta ilegalidades como marginación por los medios de difusión, exclusión para participar en los debates televisados, campañas difamatorias y hasta el sabotaje y la violencia. Incluso, la forma misma como se formulan las encuestas de opinión socava la capacidad de los terceros partidos para participar en la justa.

Por lo demás, las reglas de la política electoral son poco claras, cambiantes, muy manipuladas y extremadamente restrictivas, incluso comparándolas con otros países capitalistas. El ganador en cada estado se lleva todos los votos, lo cual descarta la representación proporcional al voto popular. A ello se suma que en la mayor parte del país el proceso electoral adolece de una falta casi total de vías para verificar los datos de la votación.

La elección del ejecutivo mediante el Colegio Electoral va más allá de formalizar legalmente los resultados de la votación presidencial. Su existencia influye considerablemente en importantes aspectos del proceso electoral y contribuye a que el resultado no refleje la voluntad popular o al menos la distorsione.

Mediante el cómputo por separado del ganador en cada uno de los cincuenta estados, esa institución convierte la votación nacional en un cuerpo de 538 electores que determina de manera indirecta el ganador de la presidencia y que, entre otras distorsiones ha dado en ocasiones como resultado la elección como Presidente del candidato con menos votos ciudadanos.

PALABRAS FINALES

A lo largo de la historia Estados Unidos ha pretendido mostrar su sistema político como un referente global. Gracias a una intensa y sostenida campaña propagandística aparece como la tierra de la libertad y la democracia.

Los hechos muestran otra realidad. Desde el exterminio de los pueblos originarios y los linchamientos y represión de la población negra, el quehacer de gobierno se ha dirigido a aupar el enriquecimiento de una encumbrada minoría de empresarios y potentados, en detrimento de la mayoría ciudadana.

Con el boom económico de post guerra, los niveles de vida aumentaron y se redujeron las desigualdades. Pero con el inicio de la declinación del país a partir de las décadas de 1970 y 1980, las fracturas sociales saltan a la vista y los rasgos oligárquicos y manipuladores del sistema político estadounidense se se han hecho más evidentes, lo que ha sido demostrado por la práctica, por los análisis científicos y en múltiples reportajes en los más serios medios de prensa.

No es posible definir el sistema político estadunidense como una democracia, salvo que el concepto quede restringido a su mínima expresión. Estados Unidos no se rige por lo que decida en cada momento la mayoría, sino sólo por las leyes conformadas mediante maquinaciones de los grupos de poder capitalistas, el peso del complejo militar industrial y bajo la influencia decisiva de las elite financiera.

Esa democracia contrahecha y manipulada no es representativa del espectro ciudadano. De hecho, representa a las minorías privilegiadas, la cuales se alternan en nichos de poder relativo y se ocupan de crear día a día la fachada que hace pasar sus intereses por los del conjunto de la población.

Bibliografía básica.

Howard Zinn: A People´s History of the United States, Harper Perennial, Nueva York 1990.

Michael Parenti: Democracy for the Few, St. Martin’s Press, Nueva York, 1988.

José Martí: “La verdad sobre los Estados Unidos”, periódico Patria, Nueva York 1894 (en Obras Completas, T 10, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963

1Entrevista con Abby Martin, Institute for Public Accuracy, 9enero 2016.

2 Is America an Oligarchy? – The New Yorker. www.newyorker.com/news/john-cassidy/is-america-an-oligarchy. Verasimismoartículo online de Paul Street: “Majority US Public Opinion Is Mocked by the Ongoing Presidential Election”, teleSUR, Marzo 6, 2016).

3 “James Carter is Correct that the U.S. is no Longer a Democracy”, en www.huffingtonpost.com/…/jimmy-carter-is-correct-t_b_7922788.html‎