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Antropología anticapitalista del casino estadounidense

Eurovegas: lo que está en juego es mucho más que las condiciones laborales

Fuentes: Rebelión

La primera vez que tuve contacto con los casinos de Estados Unidos fue una temporada en la que viajaba frecuentemente entre Nueva York y Boston en los míticos autobuses Greyhound. Cualquiera que haya pisado estas tierras sabe que la mejor manera de conocer las entrañas del monstruo es viajar en Greyhound, lo único que te […]

La primera vez que tuve contacto con los casinos de Estados Unidos fue una temporada en la que viajaba frecuentemente entre Nueva York y Boston en los míticos autobuses Greyhound. Cualquiera que haya pisado estas tierras sabe que la mejor manera de conocer las entrañas del monstruo es viajar en Greyhound, lo único que te prometen es transportarte de un punto a otro de la geografía nacional, pero sin saber ni a qué hora sales ni cuándo llegas a tu destino. Entonces yo viajaba en Greyhound no por placer, ni porque quisiera entender la América profunda, sino, como todo el mundo, porque no tenía dinero. En el Greyhound los asientos están apretados, el conductor grita las paradas, huele a comida rancia y a vómito, el individualismo y la privacidad no existen, la intimidad forzada es norma.

Durante aquellos meses oí muchas historias inverosímiles, compartí comida, chistes y tristezas, me reí y me juré no volver a montar en un Greyhound en mi vida. Las gentes que viajan en Greyhound son en general pobres de solemnidad en un país obscenamente rico, pero, entre New Haven (Conneticut) y Providence (Rhode Island), la pobreza habitual se hacía más abyecta y desesperada, porque el autobús se desviaba por una carretera comarcal para hacer una parada en el casino Mohegan Sun. Entre los clientes de ese casino había señoras afroamericanas de edad con respiradores de oxígeno, jubilados en busca de suerte o de un suplemento para la pensión, mujeres solteras en busca de emociones fuertes, toda una gama de personajes marginales que contrastaba con el rutilante decorado de neones y pantallas gigantes del casino al que iban a probar suerte o a aliviarse de la alienación de sus vidas. Entre ellos, recuerdo con especial cariño a un compañero peruano, la memoria sólo me devuelve imágenes sueltas, algunas frases: que acababa de salir de una de las muchas prisiones privadas, que lo habían echado de su casa, que compartimos un cartón de vino a escondidas en el autobús, que nos reímos de los gringos en español, que cuando se bajó en el casino con sus últimos dólares le di uno de esos abrazos que se dan cuando uno no tiene más que calor humano para compartir, que le deseé suerte sabiendo que para los condenados de la tierra la suerte está echada, que, cuando desapareció tras las puertas del casino, el vino agrio supo también a melancolía e impotencia.

Pero los casinos no sólo empobrecen a sus clientes, sino que destruyen todo lo que les rodea. Mohegan Sun, como la gran mayoría de los casinos en Estados Unidos, está en una reserva india. Las exenciones legales son una pírrica concesión, un sucedáneo de soberanía política para compensar por el genocidio de los pueblos indígenas, por el expolio de la tierra, por la destrucción de culturas y modos de vida milenarios. ¿Y de qué ha servido que los indígenas norteamericanos puedan construir casinos en sus reservas? Ha servido para enriquecer a una minoría de esas tribus y a una legión de industrias del entretenimiento, mientras la mayoría de los habitantes de las reservas se hunde en el alcoholismo y la depresión, privados de educación y servicios básicos, inducidos al suicidio por la maquinaria infernal de esos casinos que sólo profundizan la escisión y la herida coloniales.

La segunda vez que tuve contacto con los casinos fue en Detroit, «la ciudad del motor», la «Motown», el escenario del punk-rock transgresivo de Iggy Pop, la cuna del fordismo y la sede de General Motors en pleno corazón industrial del país. ¿Recuerdan aquélla boutade del Secretario de Estado Willson, «lo que es bueno para General Motors es bueno para el país»? Pues a la altura del año 2004 Detroit más que la cuna de la industria automovilística nacional, parecía Kosovo o Bosnia después de un bombardeo de la OTAN, una ciudad fantasma: hoteles de principio de siglo abandonados, una estación de trenes en ruinas, millares de casas y comercios con placas de madera en las puertas y ventanas, algunos vagabundos afroamericanos deambulando sin rumbo fijo por las calles, una prostituta aterida de frío frente a una licorería, hogueras en las esquinas de callejones oscuros, ecos apagados de una sirena… A diferencia de otras ciudades industriales como Pittsburg o Chicago, Detroit ha quedado suspendida entre la economía industrial fordista y la economía de servicios y entretenimiento post-fordista, un trágico palimpsesto, un museo donde observar las brutales secuelas de la industrialización norteamericana, una urbe abandonada a su suerte no sólo a causa de la deslocalización de la industria automovilística, sino también por los conflictos raciales y laborales. Este tipo de éxodo se conoce popularmente como «white scare», miedo blanco: cuando la burguesía blanca comprende que no puede seguir explotando a la clase trabajadora para obtener beneficios mediante la imposición de condiciones estructuralmente racistas (segregación, disparidad de salarios y acceso a los servicios, linchamientos, brutalidad policial, etc.), se mudan a las afueras de la ciudad para no tener que lidiar con la miseria que ellos mismos han creado.

Precisamente para paliar la miseria y el racismo un alcalde de Detroit tuvo la feliz idea de crear una zona de exención legal e invitar a los casinos MGM (la competencia de Sheldon Adelson) a instalarse en la ciudad. Allí volví a ver a las mismas señoras afroamericanas con los respiradores asistidos de oxígeno, la misma gente con diabetes 2 en silla de ruedas, el mismo olor a tabaco pegado como una lapa a la moqueta, la misma obesidad mórbida producto de la pobreza y la mala alimentación. Los casinos de Detroit sólo han servido para hacer a la gente pobre más pobre y para profundizar la segregación racial. Por aquella época leíamos El Capital en el porche de una casa de Michigan y cuando Marx hablaba del capital como un vampiro que transforma el trabajo vivo en trabajo muerto, yo sólo podía pensar en esos casinos chupándole la poca vida que quedaba en las gentes de Detroit, hincándole el colmillo a la pobreza para transformarla en la miseria más abyecta, un páramo de zombies sin trabajo y sin esperanza. Y es que por debajo de las luces de neón, de la musiquilla de felicidad y los cócteles gratis de los casinos sólo hay podredumbre. Al fin y al cabo la mercancía que producen los casinos es miseria con luces: las fábricas de Detroit ya no producen coches, ahora producen pobres en cádena.

Pero los casinos de Detroit, el Mohegan Sun, son sólo una pálida sombra del monstruo original, Las Vegas. Y sí, no voy a ser hipócrita, claro que a todo el mundo le atrae ir a Las Vegas, una ciudad llena de mitos e íconos, empezando por Bugsy, ese gangster demente al que se le ocurrió plantar un casino en medio del desierto para que las estrellas de Hollywood pudieran desmadrarse y del que ya sólo queda una placa en un rincón de los jardines del Hotel Flamingo. En el strip de Las Vegas sólo se ven las luces y el espectáculo, la miseria está en otra parte. Lo que si se ven son miles de adultos actuando como los adolescentes que fueron o quisieron ser, vagando de casino en casino, haciendo todo lo que no se puede hacer en las puritanas ciudades de las que vienen: bebiendo por la calle en gigantescas probetas de plástico, cantando borrachos en un karaoke, jugando al Black Jack, comiendo desaforadamente en uno de los múltiples buffets con comida plástica de diarrea asegurada, buscando sexo en un ascensor, inhalando «cristal», una droga que aparentemente te permite jugar 48 horas sin dormir…

Las Vegas es incomprensible sin la alienación estructural y diaria a la que son sometidos la mayoría de los americanos en su vida, vendemos nuestra fuerza de trabajo todos los días del año, para poder pasar dos o tres días en esta discoteca/burdel en medio del desierto, sublimando la represión que producen las autopistas de cinco carriles, la oficina o las restrictivas leyes del alcohol. Nada más conmovedor y melancólico que un grupo de secretarias de Wisconsin que ahorran todo el año para pasar un fin de semana en Las Vegas, un dentista de Nebraska borracho o una familia de clase media cuyo hijo dice, «papá, papá vamos a Venecia que venimos de París y así ya no tenemos que ir a Europa de dónde vinieron los abuelos».

Pero no nos pongamos sentimentales ni moralistas, en Las Vegas sólo hay un dios: el dinero. La ciudad es la reducción de todas las relaciones interpersonales al equivalente universal del intercambio. Las Vegas agarra a sus visitantes de los tobillos, los pone bocabajo y les vacía los bolsillos; tarde o temprano el vampiro encuentra algún deseo oculto, un espectáculo, un anhelo, una comida, un vestido (últimamente las boutiques de lujo han abierto millas de tiendas en el strip). Los casinos, las tiendas de lujo, los restaurantes y los bares son vasos comunicantes que reparten dinero en un sitio y te lo quitan con creces en otro, la ciudad es un cuerpo sin órganos por cuyas venas corre dinero las 24 horas. «What happens in Vegas stays in Vegas» (lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas) dicen, pero lo único que se queda en Las Vegas de verdad es nuestro dinero en el bolsillo de magnates como Adelson, por eso en los casinos de Las Vegas no hay relojes, el único tiempo es el tiempo de la plusvalía, aquello de la jornada laboral de Marx ha sido pulverizado, el tiempo de la acumulación de capital y la explotación es siempre ahora, no tiene límites.

Sin embargo, Las Vegas no sólo es alienación y explotación laboral, es también espectáculo, pero no en el sentido de cabaret y circo, que también, sino en el sentido en que lo usaron los situacionistas. A mediados de los años sesenta, Guy Debord anunciaba que el capitalismo estaba penetrando en las esferas más íntimas de nuestra cotidianeidad reduciendo todas las relaciones humanas a relaciones pecuniarias. Esta penetración del capitalismo en su fase más avanzaba suplantaba el vínculo social por un espectáculo en el que la simulación de la realidad, sus imágenes, sustituían a la realidad y a sus referentes materiales. Observando el funcionamiento de Las Vegas hoy sólo puedo decir que las predicciones de los situacionistas se han quedado trágicamente cortas. Las Vegas ha abolido las cosas y las ha sustituido por mercancías, ha sepultado a los seres humanos y a la realidad bajo el destello siniestro de las imágenes y sus simulaciones. Un ejemplo sólo: sentado en un café de Las Vegas, en el sótano de un casino, apuro una cerveza mientras una mujer con aires hippies toca con una guitarra acústica, bajo un árbol de metal adornado con luces, «Me and Bobby McGee» de Janis Joplin. La escena tiene un aire funeral porque Las Vegas ha sustituido la luz del sol, el árbol, las hojas, la savia, la rabia y el talento de la música de Janis Joplin y las ha transformado en un espectáculo vacío, en una mercancía para consumir y tirar.

Cuando Esperanza Aguirre dice que Las Vegas no son sólo casinos, que es también la sede del «Cirque de Soleil» tiene razón, no se trata sólo de casinos, ni de cambiar la ley del tabaco, ni de tolerar relaciones laborales neofeudales, lo cual ya es en sí mismo bastante grave, se trata de un cambio de paradigma radical que amenaza con mercantilizar todavía más nuestra cultura y transformar nuestra sociedad en un espectáculo dominado por la lógica colonial de la cultura norteamericana. El capitalismo se adapta a las diferencias culturales, no es difícil imaginarse en Eurovegas a un ejercito de Torrentes falsos en lugar de Elvis falsos, es fácil imaginarse que se celebren corridas de toros en los casinos, tomatinas, verbenas o concursos de flamenco. Mi tono, aunque admonitorio, no trata de ser puritano, los que me conocen saben de mi generosidad con la ingesta de sustancias tóxicas y de mis ganas insaciables de juerga. Si hay algo que nos define es también nuestra cultura festiva. Esas fiestas de verano, por ejemplo, que son puro gasto improductivo y, en los pueblos pequeños, hasta suspensiones momentáneas del orden establecido merecen seguir siendo nuestras. La pregunta que tenemos que hacernos entonces es ¿vamos a permitir que Esperanza Aguirre y Adelson encierren nuestra cultura y nuestro modo de vida entre las cuatro paredes de un casino a cambio de un puñado de dólares y un montón de miseria? ¿Nos queda dignidad como pueblo o nos ha vencido la desesperación?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.