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Exégesis del apocalipsis del arzobispo de Oviedo y la realidad de las cosas

Fuentes: Rebelión

«Todos los males de las sociedades no tienen, ni pueden tener otro origen que la desigualdad de las fortunas y de las condiciones»

(Álvaro Flórez Estrada, senador vitalicio en Cortes Generales de España entre 1845 y 1853).

La exégesis es parte capital de cualquier religión. Es la actividad que permite desentrañar el verdadero significado de las a menudo crípticas revelaciones de la divinidad. Mediante la exégesis se garantiza que las palabras del supremo hacedor tengan el sentido apropiado a lo que cabe dentro de los estrechos márgenes de la humana sesera. Entiéndase que existe una insalvable brecha epistémica entre la inteligencia sobrehumana del Creador y el limitado intelecto de su criatura. Es esa brecha la que el exégeta, a menudo teólogo y debidamente educado de acuerdo con los cánones de la institución eclesiástica (en sentido amplio: me da igual la religión de la que se trate), procura salvar mediante su preclara comprensión del mensaje del que viene preñado el verbo divino.

El clero –insisto: de cualquier religión– cuenta entre sus capacidades de oficio con esa de la exégesis. Tomemos por caso la religión que a nosotros más nos toca, la católica. Cualquier cura, incluso uno de la parroquia más perdida del pueblo más ignoto de la España profunda, sabe interpretar el más ambiguo de los pasajes –y los hay a paladas– de las Sagradas Escrituras; pero también sabe torcer (perdón: quise decir «adaptar») el sentido más evidente de otros que no cuadran con lo que el discernimiento del orden moral imperante manda juzgar. Por poner un ejemplo, tomemos ese pasaje evangélico identificado como Mateo 19, 23-40, que reza tal como sigue: «En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos: “Yo les aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos. Se lo repito: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre el Reino de los Cielos”». Alguien podría decir a la vista de estas palabras: blanco y en botella; ser rico y alcanzar la salvación eterna son dos cosas absolutamente incompatibles. Nada de eso.

Es aquí donde entra en juego la exégesis. Para empezar, ¿quién eres tú, miserable mortal, para juzgar con tu inteligencia de alfeñique, viciada de origen por el pecado de la carne, para dictar sentencia sobre lo que quiso decir el maestro de la parábola hace más de dos milenios? ¿Qué sabrás tú sobre sus íntimas intenciones al pronunciar esas palabras? Deja que los expertos hagan su trabajo, es decir, los que tienen el nihil obstat eclesiástico para justificar el orden de cosas más conveniente para quienes amasan riqueza sin importar la injusticia que lo favorece, incluyendo en ese colectivo a la mismísima Iglesia Católica.

Por eso forma parte del discurso del clero una manera de expresar las acusaciones más graves con un cierto punto de enmascaramiento envuelto casi siempre en un tono melifluo. Supongo que es cosa del momento histórico que nuestro clero católico, apostólico y romano le ha tocado vivir en esta España descarriada. No estamos, desde luego, en aquel 1937 cuando se publicó la Carta Colectiva del Episcopado Español a los obispos del mundo entero redactada por el ínclito cardenal primado de Toledo Isidro Gomá y Tomás. En ella advertía sin ambages ni paños calientes del carácter satánico de la República Española al tiempo que presentaba como santa cruzada el levantamiento militar contra el orden constitucional vigente de 1936. Pero es que, claro, la gravedad de la coyuntura histórica de entonces no dejaba otra opción.

Las palabras recientemente pronunciadas por el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, con ocasión del Día de la Patrona de Asturias encajan a la perfección en esta tradición discursiva católica. Un mensaje repleto de palabras fonéticamente biensonantes, pero que con la pertinente exégesis revela contener una potente carga moral. Habló el prelado y fue como si las campanas de todos los templos alzados desde los tiempos de Don Pelayo para acá en esta curtida por los siglos piel de toro repicaran al unísono en estentórea advertencia del precipicio por el que estábamos a punto de despeñarnos todos.

Como ya es sabido aludió el prócer de la Santa Madre Iglesia en su homilía a «la leyenda del beso» de Rubiales, que conectó con los «apaños a cualquier precio con la habitual mentira como arma política», dibujando una práctica política depravada con referencias a los «matarifes de la eutanasia», las «violaciones en manada» y los «ecolojetas» de la agenda 2030.

Haciendo gala de sus virtudes de exégeta el monseñor señaló agudamente la trampa que se oculta tras lo que es sin duda el escándalo de este verana, a saber, el famoso «pico» de Rubiales. Con él se trata de distraer la atención de los buenos españoles de lo que en realidad constituye el mayor desastre que se nos viene encima, nunca antes advertido por nadie que no es otro –dale que te pego– que la ruptura de España. Lo que ocurrirá, si Dios no lo remedia –entiéndase, no directamente, sino mediante la intervención de los suyos, los españoles de bien–, por esos «apaños a cualquier precio» a los que se refería. Quien tenga ojos que vea y quien tenga oídos que oiga; es decir, sigue adelante el proyecto destructor de este país que representa el –sí, lo han adivinado– «sanchismo». Porque Pedro Sánchez no tiene el más mínimo escrúpulo moral a la hora de encamarse con quien haga falta con tal de mantenerse en el poder. Y su pantalla ideológica, la que más le está sirviendo para lograr sus propósitos, es el feminismo. De ahí el sobredimensionamiento mediático del inocente «piquito» de Rubiales.

No es el arzobispo Sanz un profeta que clama en el desierto. Muchos hay, y no son tontos, que están convencidos de que la religión de nuestros días en este país nuestro es el feminismo, o el mal feminismo, o el falso feminismo (que para el caso es lo mismo). Se entiende entonces el interés de los que dirigen el que durante mucho tiempo fue el monopolio de la fe en nuestro país que fue el catolicismo por combatir el feminismo cuando alcanza la condición de religión. Lo cual no deja de tener su paradójica guasa, pues se critica a una ideología por supuestamente alcanzar de facto la condición de religión desde una posición moral que se asienta sobre principios religiosos. Lamentablemente hay que reconocer que algunas manifestaciones de quienes se consideran feministas alcanzan en ocasiones parangón clerical y es deber de librepensador criticar cuando sus principios se blanden con la misma contundencia que los dogmas de fe. Todo sea para evitar que los machistas encuentren bazas en el discurso feminista llamémosle oficial que les permita ganar la batalla de la opinión pública.

¿Pero y si tiene razón monseñor Sanz? ¿Y si en verdad el caso Rubiales no es más que una táctica de distracción? ¿Y si realmente estuviésemos inmersos, sin ser conscientes de ello, en un proceso de descomposición nacional? Considerémoslo por un momento.

De nuevo hagamos un ejercicio de exégesis. Tomemos la frase «España se rompe». Estoy seguro de que lo que se entiende por esa aseveración es que territorios del conjunto de los que actualmente conforman el Reino de España pudieran dejar de forma parte del mismo mediante una traumática secesión como la que ensayó Cataluña hace ya seis años. Nunca hemos estado más cerca de que se rompiera España que entonces, con un gobierno de un partido que se tiene a sí mismo como adalid insuperable de la Constitución de 1978 cuyo contenido reduce a la unidad de la nación española. En la actualidad nada de tan traumática naturaleza está ocurriendo. Lo que prueba cómo se ha dado la reciente celebración de la Diada es justo lo contrario.

Ahora bien, lo que sí está ocurriendo, y a lo que no aludió en su homilía Jesús Sanz Montes, es el empobrecimiento imparable de la clase trabajadora de este país (y me temo que del mundo entero). El IPC de 2023 fue del 5,7% mientras que la subida salarial media fue del 4%. Al mismo tiempo las hipotecas están ahogando a las familias de la clase media cuando la banca no para de tener beneficios estratosféricos debidos en gran medida a las decisiones de un dubitativo BCE que no para de subir tipos (otro cuartito de punto hace dos días) a pesar de que la medida hasta el momento actual no ha demostrado su efectividad a la hora de reducir la inflación. A la CEOE no le queda más remedio que reconocer que el crecimiento de los beneficios empresariales a lo largo del año 2022 explica casi la totalidad de la inflación interna de España, de acuerdo con la memoria del Consejo Económico y Social consensuada con la patronal y los sindicatos. Es lo que ya se ha dado en llamar con toda elocuencia «avarinflación», del inglés greed-inflation. Esta es la realidad económica que no admite el paradigma neoliberal y que la mera aplicación de las fórmulas monetaristas de su Sumo Pontífice Milton Friedman no puede arreglar. Si a una religión le otorga su condición de tal su blindaje dogmático contra la crítica, desde luego hoy por hoy tiene más de religión el capitalismo del libre mercado global que el feminismo político.

He aquí lo que a mi entender puede acabar rompiendo España (y otros países de nuestro entorno); esta brecha creciente de divergencia socioeconómica que provoca polarización afectiva que a su vez es aprovechada por los ideólogos del resentimiento y el odio, los que se mueven como pez en el agua en la así llamada guerra cultural, pero que se guardan muy mucho de entrar en la problemática en torno al bien común, la justicia social y el bienestar material de la ciudadanía. Ellos son los que se enmascaran con las polémicas en torno a la identidad, nacional o de género, las que se prenden con facilidad al más mínimo soplo de una declaración, un gesto o un símbolo convenientemente agitados. Son esos a los que Platón acusaba en su inagotable mito de la caverna de ser los que entienden de las sombras, los que aparentan una sabiduría de la que carecen por completo, pero que son capaces de embaucar a los demás haciéndoles creer que dicen la verdad que únicamente ellos se atreven a desvelar.

Bullshit, como dicen los angloparlantes. Con ese término aluden a todo lo que alguien pueda decir que incluya la condición de patraña, tontería, disparate, chorrada, paparrucha; y que efectivamente tiene el efecto de ensuciar, de llenar de porquería el espejo de la verdad hacia la que se demuestra con ello, por cierto, una total indiferencia.

Entre tanto, lo importante apenas saca la cabeza en la agenda mediática, lo que realmente puede acabar rompiendo un país. Como que vendamos nuestras empresas estratégicas como Telefónica al mejor postor, aunque ello signifique dar acceso a datos muy sensibles a un país como Arabia Saudí que no se rige en absoluto por los estándares de la ética democrática. Se hurta así a la ciudadanía el conocimiento de un nefasto proceso de privatizaciones que no pertenece a un tiempo lejano sino que es historia reciente que parte de apenas cuatro décadas. Un proceso que debe conocerse para juzgar los efectos prácticos a medio y largo plazo de la aplicación de las directrices neoliberales que empezaron a aplicarse en Europa con la llegada de Margaret Thatcher. Se satanizó al Estado y al sector público y ahora nos encontramos con empresas de enorme relevancia, porque gestionan aspectos decisivos para el funcionamiento de un país (telecomunicaciones o energía), que escapan por completo al control político y que, por consiguiente, conforman un poder paralelo y prácticamente independiente. Ello condiciona decisivamente la capacidad de toma de decisiones de los gobiernos democráticos que quieran llevar a cabo un proyecto de país pensando en un modelo económico que mire sobre todo por el bien común. Grecia lo sufrió en carne propia allá por 2015 cuando la ciudadanía decidió una cosa pero el gobierno de izquierdas de entonces no pudo llevarla a cabo por carecer de autonomía económica.

Volviendo a Platón y a su mito de la caverna el secreto está en la percepción, ciertamente. Y para empezar a qué se presta atención. Monseñor Sanz acusa veladamente al feminismo –al que muchos tachan ya de religión– de distraernos de lo importante (según él, que secreta y arteramente se está fraguando una confabulación antiespañola), pero lo mismo se podría decir del nacionalismo (español y catalán, pues conforman un sistema ideológico en el que se retroalimentan ambos dos). En cualquier caso –y cada uno a su manera y dependiendo de la ocasión– tapan una realidad lacerante que es la de una injusticia sistémica que brota de un capitalismo incompatible con la garantía de una vida digna para todos. Si no se le pone remedio, eso es la que acabará rompiendo España.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.